Foro Maite Perroni & William Levy (LevyRroni)
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Mensaje por EsperanzaLR Lun Jul 25, 2016 3:30 pm

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EsperanzaLR
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Mensaje por SuenoLR Miér Jul 27, 2016 2:38 am

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Mensaje por tamalevyrroni Miér Jul 27, 2016 12:14 pm

–Es... —Estremecida al ver el detallado boceto que Cary me había puesto delante, negué con la cabeza—. Es bonito, pero no es... adecuado. No es el apropiado.
Mi amigo soltó el aire de golpe. Desde donde estaba sentado en el suelo, a mis pies, echó la cabeza hacia atrás y la apoyó en el sofá para mirarme de arriba abajo. —¿Bromeas? Te paso un vestido de boda único, diseñado exclusivamente para ti, y vas tú y lo descartas así, sin más.
—No quiero un vestido sin tirantes. Y éste es corto por delante y largo por detrás...
—Ésa es la cola —dijo secamente.
—Entonces ¿por qué veo los zapatos? No deberían verse.
—El boceto se ha hecho en cinco minutos. Puedes decirle que quieres la parte delantera más larga.
Alargué la mano y cogí la botella de vino que habíamos abierto un poco antes y me serví más. Por los altavoces de sonido envolvente, a bajo volumen, sonaban los grandes éxitos de Journey. En el resto del ático reinaba el silencio y la oscuridad; dos lámparas de mesa iluminaban la sala. —Es demasiado... contemporáneo —protesté—. Demasiado moderno.
—Ah, ya. —Levantó la cabeza para mirar el dibujo otra vez—. Por eso mola tanto.
—Muy a la última, Cary. Cuando tenga hijos, lo mirarán y se preguntarán en qué debía de estar pensando. — Tomé un sorbo de vino y le pasé los dedos por su denso pelo—. Quiero algo intemporal. Estilo Grace Kelly o Jackie Kennedy.
—¿Hijos, eh? —Cary se dejaba acariciar como un gato—. Si te das prisa, podremos empujar cochecitos por el parque juntos y quedar de vez en cuando para que jueguen los niños.
—¡Ja! Dentro de diez años, quizá. —Me parecía buena idea. Diez años para tener a William en exclusiva. Tiempo para que ambos madurásemos un poco más, para que todo se tranquilizara y encontráramos nuestro ritmo de vida.
Las cosas mejoraban cada vez más, pero seguíamos siendo una pareja voluble con una relación tempestuosa. ¿De qué habíamos discutido antes en su despacho? Aún no lo sabía. Así era William. Grácil, salvaje y peligroso como un lobo. Tan pronto comía de mi mano, como me la mordía. Y, por lo general, a continuación me follaba como un animal y... El plan funcionaba conmigo.—Ya —dijo Cary con aire taciturno—. Harán falta diez años, y la Inmaculada Concepción, para que te quedes preñada si no empiezas a tirártelo de nuevo.
—¡Puf! —Le tiré del pelo—. No es que sea asunto tuyo, pero anoche le alegré la vida a base de bien.
—¿Ah, sí? —Me dirigió una mirada lasciva por encima del hombro—. Ésa es mi chica.
Sonreí. —Y pienso volver a alegrársela en cuanto llegue a casa.
—Estoy celoso. Yo no me como un rosco. Ni uno. Cero. Cero patatero. Voy a terminar haciéndome una mella permanente en la palma de la mano con mi polla solitaria.
Riendo, me eché hacia atrás en el sofá. —No es malo tomarse un descanso de vez en cuando. Ayuda a ver las cosas con cierta perspectiva.
—El tuyo ha durado poco más de una semana escasa —se burló.
—Diez días, exactamente. Diez días horribles, infernales, espantosos. —Tomé otro sorbo de vino.
—¿Lo ves? Fatal. Un rollo.
—Espero no volver a pasar por ello, pero me alegro de que fuéramos capaces de dejar el sexo a un lado durante un tiempo. Hizo que nos centráramos en hablar detenidamente de ciertas cosas y disfrutar de estar juntos sin más. Cuando finalmente dimos rienda suelta, fue... —Me lamí los labios—. Explosivo.
—Me la estás poniendo dura.
Di un resoplido. —Y ¿qué no?
Cary me miró con malicia. —No pienso avergonzarme de mi sana pulsión sexual.
—Siéntete orgulloso de ti mismo por tomarte un tiempo para decidir hacia dónde vas. Yo estoy orgullosa de ti.
—Ah, gracias, mamá. —Apoyó la cabeza en mis rodillas—. Sabes que... podría estar mintiéndote.
—Nooo. Si estuvieras follando por ahí, querrías que yo lo supiera, porque entonces te patearía el culo, que es parte de la diversión. —No era cierto. Pero era la forma que tenía él de utilizarme para castigarse a sí mismo.
—Lo que va a ser divertido es Ibiza. —¿Ibiza?
—Tardé unos segundos en darme cuenta—. ¿Para mi despedida de soltera?
—Exacto.
España. A medio mundo de distancia. No me lo esperaba. —¿Cuánto se supone que durará esa fiesta?
Cary esbozó su sonrisa de oro. —El fin de semana.
—No es que tenga nada que decir, pero a William no le va a gustar.
—Ya lo he tranquilizado. Le inquieta la seguridad, pero él también estará muy ocupado, en Brasil.
Me incorporé. —¿Brasil?
—Pareces un loro hoy, repitiendo todo lo que digo...
Me encantaba Brasil. Me encantaban la música, el clima, la pasión de la gente. En la cultura brasileña había una sensualidad incomparable. E imaginar a William allí, con esa panda de ricos salidos a los que él llamaba amigos, celebrando los últimos días de una soltería a la que ya había renunciado... Cary se retorció para mirarme. —Conozco esa mirada. Te estás poniendo nerviosa sólo de imaginártelo rodeado de biquinis brasileños y de las apasionadas mujeres que los lucen.
—Cierra la boca, Cary.
—Y se lleva a la tropa adecuada para darle duro. En especial, ese Manuel. Es un jugador de primera.
Me acordaba de haber visto cómo Manuel Alcoa se ligaba a una chica en una ocasión en que todos habíamos salido juntos a un bar de karaoke. Al igual que Arnoldo, William y Arash, Manuel ni siquiera tenía que proponérselo. Le bastaba con escoger entre la amplia variedad de mujeres que se le lanzaban. ¿Qué iba a hacer mi marido cuando sus amigos se emparejaran con unas preciosidades? ¿Sentarse solo mientras se tomaba una caipiriña? Lo dudaba mucho. William no me engañaría. Ni siquiera flirtearía; no era su estilo. No lo había hecho ni conmigo al principio, y eso que yo era el amor de su vida. No, él dominaría la sala, dando la imagen de alguien oscuro, peligroso e intocable, mientras una interminable oleada de guapísimas mujeres babeaban a su alrededor. ¿Cómo iba a salir indemne de algo así? Cary se echó a reír. —Pareces a punto de matar a alguien.
—Eres a quien tengo más cerca —le advertí.
—A mí no puedes matarme. ¿Quién te prepararía la ropa más adecuada para poner a William tan celoso como lo estás tú?
—Vaya, parece que he llegado a casa en el momento oportuno.
Cary y yo volvimos la cabeza hacia la puerta del vestíbulo y vimos a William entrando con una bolsa de lona colgada al hombro y un transportín en la mano. El placer que me produjo verlo se llevó por delante mi gesto de enfado. No sabría decir cómo lo hacía, pero William se las arreglaba para estar increíblemente sexi incluso con un pantalón de chándal y una camiseta. Dejó las cosas en el suelo. —¿Qué llevas ahí? —Cary se puso de pie y se acercó al transportín.
Yo me levanté y me dirigí hacia mi marido, estremecida por la sencilla alegría de recibirlo en casa. Él me alcanzó a medio camino y me rodeó con sus brazos. Metí las manos por debajo de su camisa, acariciando aquella carne cálida y tersa. Cuando se inclinó para besarme, eché la cabeza hacia atrás. Sus labios rozaron los míos hasta posarlos en un cálido y mudo saludo. Cuando se enderezó, se lamió los labios. —Sabes a vino.
—¿Quieres un poco?
—Por supuesto.
Fui a la cocina a por otra copa. A mis espaldas, oí a los chicos saludarse y después William sacó a Lucky para presentárselo a Cary. Unos alegres ladridos y la sonora risa de mi amigo llenaron el ambiente. No me había mudado allí todavía, pero me sentía en casa.
***
Hacía una hora que Cary se había ido y seguía sin atreverme a preguntarle a William lo que me rondaba por la cabeza. Estábamos sentados en el sofá. Él, repantigado cómodamente, con las piernas separadas, un brazo sobre mis hombros y una mano descansando al desgaire en uno de sus muslos. Yo, acurrucada contra él, con las piernas encogidas y la cabeza en su hombro, jugueteando con el dobladillo de su camiseta. Lucky dormía en su parque junto a la chimenea apagada, gimiendo de vez en cuando mientras soñaba con lo que soñaran los perros. William había permanecido callado en los últimos treinta minutos, meditabundo casi, mientras yo discutía los méritos del boceto de traje nupcial que él había cogido de encima de la mesita. —Bueno —concluí—. Imagino que lo sabré cuando lo vea, pero el tiempo se agota. Estoy intentando no ponerme nerviosa, pero tampoco quiero conformarme con cualquier cosa.
Levantó la mano de mi hombro y me rodeó la nuca con ella. Me besó en la frente. —Cielo, incluso en vaqueros serías la novia más bonita del mundo.
Emocionada, me arrimé aún más a él. Aspiré profundamente y pregunté: —¿A qué parte de Brasil vais a ir?
William me pasaba los dedos por el pelo. —A Río.
—Oh. —Lo veía ya tumbado en la arena blanca de la playa de Copacabana, exhibiendo su magnífico cuerpo bronceado, protegiendo sus brillantes ojos azules detrás de unas gafas de sol oscuras.
Las preciosas mujeres de la playa no sabrían decir si estaba mirándolas o no. Eso las excitaría, las haría más descaradas. Por la noche, sus amigos y él se empaparían de la vida nocturna de Ipanema o quizá se comportarían como verdaderos hedonistas y se dirigirían a Lapa. Adondequiera que fuesen, los seguirían mujeres ligeras de ropa, despampanantes y apasionadas. Era inevitable. —Oí decir a Cary que estabas celosa —murmuró, frotándome la coronilla con los labios. Percibí un cierto tono de satisfacción en su voz.
—¿Por eso has elegido Brasil? ¿Para que yo sufra?
—Cielo. —Me agarró del pelo con más fuerza, obligándome dulcemente a echar la cabeza hacia atrás y mirarlo—. Yo no he tenido nada que ver en la elección del destino. —Arqueó los labios hacia arriba en una sonrisa de lo más sexi—. Pero me alegra que vayas a sufrir.
—Sádico. —Me aparté de él.
William tiró de mí y me devolvió a mi sitio, no iba a permitir que me fuera muy lejos. —Después de tu sugerencia con respecto a Deanna, empezaba a pensar que estabas cansándote de mí.
—¡Muy gracioso!
—A mí no me lo parece —dijo sin alterarse. Me escrutaba con la mirada.
Al darme cuenta de que hablaba en serio, al menos en parte, dejé de intentar alejarme. —Te dije que no me gustaba nada la idea de que la contrataras.
—No inmediatamente. Recomendaste que la sedujera de la misma forma que me dirías que comprara una botella de vino de camino a casa. Al menos, cuando he mencionado Río, te has puesto tensa y te has enfurruñado un poco.
—Hay una diferencia...
—¿Entre seducir a una mujer con la que he follado antes y aceptar ir a una despedida de soltero que yo no he planeado? No lo dudes. Y no entiendo por qué te parece bien lo primero y te crea problemas lo segundo.
Lo fulminé con la mirada. —¡Porque lo uno es una transacción comercial en un ambiente controlado y lo otro es un «¡hurra!, a follar por deporte» en una de las ciudades más sexis del mundo!
—Tú lo sabes todo —replicó. Hablaba con voz baja, tranquila, natural, lo cual significaba que había peligro.
—No eres tú quien me preocupa —insistí—. Me preocupan las mujeres que te desearán. Y tus amigos, que se emborracharán y se pondrán cachondos y querrán que tú también participes del juego.
Su rostro era impasible, fría su mirada. —Y ¿crees que no soy lo bastante fuerte para soportar la presión de los compañeros?
—Yo no he dicho eso. No pongas en mi boca palabras que no son mías.
—Sólo trato de aclarar tu enrevesado razonamiento.
—Mira, volvamos a la cuestión de Deanna. —Conseguí zafarme y me levanté. De frente a la mesa de centro, extendí ambas manos, dando indicaciones—. Así es como lo imaginaba antes de hacerte la sugerencia. Estás en tu despacho, apoyado en tu escritorio de la manera en que habitualmente lo haces y que es sexi a más no poder. La chaqueta en el perchero, tal vez un whisky con hielo cerca de la mano para darle el toque informal.
Me coloqué mirando hacia el sofá. —Deanna se sienta en el sillón más alejado de ti, para que te vea bien. Le haces un buen repaso, despacio, dices algunas frases ambiguas sobre hacer cosas juntos. Ella se hace ilusiones y sella el acuerdo con una firma en la línea de puntos. Eso es todo. Nunca te acercas a ella y no te sientas en ningún momento. La pared acristalada está transparente durante toda la reunión, así ella no se atreverá a hacer ningún movimiento.
—¿Has imaginado todo eso en un instante?
—Bueno. —Me di unos golpecitos en la sien—. Tengo algunos recuerdos aquí arriba que han añadido leña al fuego.
—En los recuerdos que tengo yo de seducciones en mi despacho no hay nadie más —repuso secamente.
—Oye, campeón. —Me senté en la mesa de centro—. Fue un pensamiento espontáneo que se me ocurrió porque estaba preocupada por ti.
La expresión de William se suavizó. —Ya entiendo.
—¿De veras? —Me incliné hacia adelante y apoyé las manos en las rodillas—. Siempre seré posesiva, William. Eres mío. Ojalá pudiera ponerte un cartel que lo dijera.
Levantó la mano izquierda, exhibiendo su alianza. Yo me reí. —¿Sabes cuántas mujeres se van a fijar en eso cuando andes merodeando con tu pandilla por Río?
—Lo harán cuando se lo enseñe.
—Entonces uno de tus amigos soltará que estáis celebrando una despedida de soltero y pondrán más empeño.
—Eso no las conducirá a nada.
Lo recorrí con la mirada. —Estarás irresistible con unos pantalones de vestir gris oscuro y una camiseta negra de cuello de pico.
—Te estás acordando de aquella noche en el club.
Era evidente que él también la recordaba. La verga se le puso gruesa y larga, los pantalones del chándal abultándose de forma obscena. Por poco se me escapa un gemido, pues su erección delataba que no llevaba nada debajo del suave algodón de la prenda deportiva. —No podía dejar de pensar en ti cuando salí del despacho —musitó—. No podía quitarme tu imagen de la cabeza. Luego te llamé al trabajo y tú me provocaste, diciéndome que te ibas a ir a casa a jugar con tu vibrador cuando yo tenía el cipote bien duro y preparado para ti.
Me moría de vergüenza al acordarme de cada detalle. Aquella noche en Nueva York, él llevaba un jersey de cuello de pico, pero lo que yo imaginaba que llevaría en Río tenía en cuenta el clima tropical y el tórrido agolpamiento de cuerpos en un club nocturno. —Te imaginaba en tu cama —continuó, llevándose la mano a la entrepierna para tocarse la erección a través de los pantalones—. Con las piernas abiertas. La espalda arqueada. El cuerpo desnudo y brillante de sudor mientras meneabas sin parar la gorda polla de plástico que te habías metido en tu aterciopelado coño. Ese pensamiento me volvía loco. Nunca había sentido una lujuria semejante. Era como si estuviese en celo. Tenía una necesidad febril de follar.
—¡Ah, William! —Me dolía el sexo. Tenía los pechos hinchados y sensibles, los pezones duros e inflamados.
Él me observaba con los ojos encapotados. —Salí antes de ir a encontrarme contigo. Iba a buscar a alguien que no me rechazara como lo habías hecho tú. Iba a llevarla al hotel, a abrirla de piernas y a follarla hasta que se me pasara aquella locura. Quien fuera importaba poco. No tendría cara ni nombre. No pensaba mirarla mientras estuviera dentro de ella. No sería más que una sustituta.
Dejé escapar un tenue gemido de dolor, la idea de que él estuviera con alguien de esa manera me resultaba insoportable. —Estuve a punto de hacerlo varias veces —continuó con voz más áspera—. Me tomaba una copa mientras esperaba a que terminaran de flirtear y dieran a entender con un gesto que estaban listas para marcharse. Supongo que la primera vez me eché para atrás porque sencillamente ella no me excitaba. La segunda vez, supe que ninguna lo haría. Ninguna excepto tú. Estaba furioso. Contigo por decirme que no. Con ellas por no dar la talla. Y conmigo por ser demasiado débil para olvidarte.
—Así me sentía yo —confesé—. Ningún chico me parecía adecuado. No eran tú.
—Así es como será siempre para mí, Maite. Sólo tú. Siempre.
—No me preocupa que me engañes —repetí, poniéndome de pie.
Me quité la camiseta y luego los pantalones cortos. A continuación hice otro tanto con las bragas y el sujetador de encaje de Carine Gilson. Sin provocación. William siguió repantigado, mirando, inmóvil, como el dios del sexo que era, esperando a que se le diera placer. Entonces lo vi con los ojos de otra persona, mi marido así sentado en un abarrotado club brasileño, demandando sexo en silencio, mientras segregaba oleadas de anhelante deseo. Así era él, una criatura apasionada de sexualidad insaciable. ¿Existía alguna mujer capaz de resistirse a él? Yo no conocía a ninguna. Me acerqué y me senté a horcajadas sobre él. Deslicé las manos por sus anchas espaldas, sintiendo la calidez de su cuerpo a través del algodón de la camiseta. William posó las manos en mis caderas, quemándome la piel. —Las mujeres que te vean querrán hacer esto —susurré—. Tocarte de esta manera. Lo imaginarán.
Levantando la vista hacia mí, William se pasó la lengua por su labio inferior muy despacio. —Y yo estaré imaginándote a ti. De esta forma.
—Eso empeorará las cosas, porque se darán cuenta de lo mucho que lo deseas.
—Lo mucho que te deseo —me corrigió, deslizando las manos hasta rodearme las nalgas y apremiarme contra su erección.
Los labios de mi sexo, abiertos por la separación de mis muslos, acogieron su verga a través del encaje. Mi clítoris se apretaba contra aquella dureza y moví las caderas con una exclamación de placer. —Me las imagino buscando el mejor punto de mira — le dije con la respiración entrecortada—, observándote con ojos que digan «fóllame», llevándose las manos al escote para que puedas apreciar sus atractivos. No paran de mover los pies, cruzando y descruzando las piernas porque eso es lo que quieren.
Le cogí el miembro, duro y grueso, y se lo acaricié. Se tensó en la palma de mi mano, lleno de vitalidad e impaciencia. William separó los labios, única brecha en su autodominio. —Estás pensando en mí, por eso se te ha puesto dura. Y si estás sentado de esta forma, con las piernas extendidas, podrán ver lo grande que tienes la polla y lo preparado que estás para utilizarla.
Llevé las manos atrás, lo agarré de las muñecas y le alcé el brazo izquierdo para colocárselo sobre el respaldo bajo del sofá. —Éste es el aspecto que tienes. No te muevas. —El otro brazo se lo puse en el regazo—. Tendrás un vaso en esta mano, con dos dedos de oscura cachaza. Tomas un sorbo de vez en cuando, lamiéndotelo de los labios.
Me eché hacia adelante y pasé la lengua por aquella curva tan sensual. Tenía una boca preciosa y sexi. Sus labios eran carnosos pero firmes. A menudo componía un gesto adusto que no dejaba entrever sus pensamientos. Rara vez sonreía, pero cuando lo hacía, podía exhibir una sonrisita de chico juguetón o un gesto desafiante que rezumaba seguridad en sí mismo. Sus sonrisas lentas eran eróticas y provocadoras, mientras que con sus irónicas medias sonrisas se burlaba de sí mismo y de los demás. —Tendrás un aire distante y ausente —proseguí—. Absorto en tus pensamientos. Aburrido de tanta energía frenética y música machacona. Los chicos van y vienen a tu alrededor. Manuel, siempre con una maciza despampanante en su regazo, una diferente cada vez que miras. Por lo que a él respecta, tiene para dar y tomar.
William sonrió. —Y siente debilidad por las latinas. Aprueba totalmente mi elección de esposas.
—Esposa —lo corregí—. Tu primera y última.
—La única —concedió él—. De genio vivo. Apasionada. Mi único ligue de todas las noches. Sé exactamente cómo será entre tú y yo, pero luego vas y me pillas por sorpresa. Me comes vivo, todas las veces, y quieres más.
Le abarqué la mandíbula con una mano y lo besé, masajeándole el miembro en largos y pausados tirones. —Arash se acerca a llevarte una copa cada vez que da una vuelta a la sala. Te cuenta anécdotas sobre lo que ha visto mientras paseaba por ahí y durante unos instantes pareces divertido, lo que enloquece a las mujeres que te miran. Ese pequeño destello de intimidad y afecto sólo les hace querer más.
—¿Y Arnoldo? —preguntó mirándome con ojos oscuros, lujuriosos.
—Él se muestra distanciado, como tú. Tiene el corazón roto y se le ve dolido y cauteloso, pero es accesible. Flirtea y sonríe, pero hay algo en él inalcanzable. Las mujeres que se sienten intimidadas por ti irán a por Arnoldo. Conseguirá que te olviden, a pesar de que él las olvida a todas.
William esbozó un amago de sonrisa. —Mientras estoy allí sentado, sufriendo y rumiando, con una erección permanente, añorándote desesperadamente, ¿puedo divertirme un poco? —Así es como me lo imagino, campeón. —Me senté un poco más atrás sobre sus muslos, duros como piedras—. Y las mujeres se verán a sí mismas acercándose a ti y sentándose en tu regazo como lo estoy yo ahora. Querrán recorrerte la espalda con las manos de esta manera.
Deslicé las palmas por debajo del dobladillo de su camiseta y las apreté contra sus marcados y firmes abdominales. Seguí los surcos con los dedos, trazando cada músculo de aquella tableta de ocho. —Fantasearán con la dureza de tu cuerpo desnudo, con el tacto de tus pectorales al apretarlos.
Mis palabras iban acompañadas de acciones, acelerándoseme el latido del corazón al sentir su piel bajo mis manos. William era hermoso y fuerte, una poderosa máquina sexual. Había un primitivo impulso femenino que reaccionaba ante él de manera instantánea, que lo anhelaba. Era un macho con el que valía la pena aparearse, un alfa en la plenitud de la vida. Vigoroso. Fuerte. Sumamente peligroso e indomable. Él se movió y yo me detuve. —No, estate quieto —lo reprendí—. Tú no responderás a sus caricias.
—Tampoco estarán cerca de mí —replicó. Sin embargo, volvió a adoptar la pose en que lo había colocado. Un sultán de antaño, adorado por una ardiente chica del harén.
Le alcé la camisa. Se la subí y se la puse sobre la cabeza, sujetándole los hombros hacia atrás con la franja dura del tejido. Él volvió la cabeza, atrapándome un pezón y succionándolo, dando suaves tirones en el punto más sensible. Gemí e intenté soltarme; estaba tan excitada que no podía soportarlo. William me agarró la endurecida punta con los dientes, dejándome sin escapatoria. Agaché la cabeza, con los ojos clavados en sus hundidas mejillas. Me azotaba el pezón con la lengua dentro del fuego de su boca, moviendo los magros músculos del cuello al tragar saliva. Sus rítmicos tirones resonaban en mi sexo, tenso y palpitante. Tras introducir una mano entre los dos, desaté el cordón de la cinturilla de su pantalón y le bajé el elástico lo suficiente para liberarle el miembro. Lo sostuve con ambas manos, trazando con las yemas de mis dedos las gruesas y palpitantes venas que recorrían aquel falo tan despiadadamente sexi. Tenía la punta húmeda, jugosa al tacto de mis manos a causa del líquido preseminal. Cuando dirigí su miembro hacia la abertura de mi sexo, William me soltó el pezón. —Con calma, cielo —ordenó con brusquedad—. Poco a poco. Pienso pasarme la noche dentro de ti y no quiero que termines dolorida.
Se me puso la carne de gallina. —Ellas no se imaginarían poseyéndote despacio —argumenté.
Levantó ambas manos y me retiró el pelo de la cara. —Ahora no estás pensando en otras mujeres, cielo. Es a ti a quien estás imaginando.
Di un respingo al comprender que tenía razón. La mujer que lo estaba montando no era ninguna de las morenas de piernas largas que, en mi imaginación, lo follaban con los ojos. Era yo. Era yo la que le acariciaba la verga con adoración. Era yo la que estaba colocándolo, descendiendo sobre él, tomándome un momento para frotar la ancha corona de su pene arriba y abajo entre los labios de mi sexo. Mi marido gimió por la sensación que le producía el roce de mi cuerpo, elevó las caderas ligeramente y empujó con exigencia para entrar en mí. Me agarró de las caderas, tirando de mí hacia abajo, abriéndome de par en par con la ancha punta de su polla. —Oh, William. —Me pesaban los párpados al hundirme en él, acogiendo un grueso par de centímetros en mi interior.
Él me alzó ligeramente, hasta introducirme sólo la punta, luego volvió a bajarme, hasta penetrarme un poco más. Parecía tener los tendones del cuello en relieve de lo que se le marcaban.
—Tú no quieres que lleve un cartel —dijo—. Lo que quieres es que te lleve a ti, a tu prieto coñito exprimiéndome la polla. Tú te imaginas poniéndoteme encima mientras yo me echo hacia atrás y dejo que te sacies.
tras yo me echo hacia atrás y dejo que te sacies. Estiró los brazos a lo largo del respaldo del sofá, mostrando aquel magnífico torso masculino. —¿O quieres que participe?
Me humedecí los labios, resecos, y negué con la cabeza. —No.
Subí y volví a bajar repetidamente, dejando que me penetrara un poco más cada vez, hasta apoyar las nalgas en sus muslos. Era todo grosor y largura. Gemí al sentir cómo palpitaba en mi interior. Y aún no lo tenía entero. Ladeé la cabeza y lo besé, saboreando el tacto de su lengua contra la mía. —Están mirándote, ¿verdad? —susurró.
—Mirándote a ti. Cuando me elevo un poco, ellas pueden verte, ver la verga tan grande que tienes. La quieren, se mueren por ella, pero es mía. Eres tú quien me mira. No puedes apartar los ojos de mí. Para ti, no hay nadie más en la sala.
—Pero no te toco todavía, ¿verdad? —Cuando negué con la cabeza, él esbozó una sonrisa pícara—. Doy unos sorbos a mi cachaza con aire despreocupado, como si no tuviera a la mujer más sexi del planeta trabajándome la polla delante de todo el mundo. Ya no estoy aburrido; en realidad, tampoco lo estaba antes. Simplemente esperaba. Te esperaba a ti. El murmullo de mi sangre me decía que no andabas lejos.
Con las manos apoyadas en sus hombros, empecé a follarlo con cadenciosos movimientos de las caderas. Era delicioso. Deliciosa la sensación que me producía aquel falo moviéndose en mi interior. Delicioso el quedo y peligroso rumor de su pecho, que delataba cuán excitado estaba. Deliciosa la película de sudor que le cubría la piel, la forma en que se le contraían los abdominales cuando me dejaba caer y él se adentraba aún más en mí. Nada me parecía suficiente.
Y el modo en que me seguía el juego..., lo bien que me conocía..., lo mucho que me amaba.
William se ensimismaba gozando conmigo, pero nunca dejaba de estar pendiente, centrado en mí antes de llegar él al orgasmo. Había reconocido mi fantasía por el exhibicionismo sexual antes que yo, y me había dado ese gusto, cuidando de mí siempre, sin arriesgarse nunca a la exposición pero tentándome con la posibilidad. Nunca jamás lo compartiría en ese sentido, era sumamente posesiva. Y él jamás compartiría el más mínimo atisbo de mí porque era sumamente protector. Pero gozábamos con el juego. Para dos personas que habían sido iniciadas en el sexo con dolor y vergüenza, el hecho de que pudieran hallar tanta dicha y tanto amor en el acto sexual era maravilloso. —Estoy duro como el acero dentro de ti —masculló, acoplándose a mi sexo como lo había hecho en mi mano—. La música está alta, nadie oye mis jadeos, pero tú los sientes. Sabes que me estás volviendo loco. El que no dé muestra de ello te excita tanto como que te miren.
—Tu control —dije con la voz entrecortada, acelerando el ritmo.
—Porque estoy dominando desde abajo —repuso en tono enigmático—. Tú finges llevar la iniciativa, pero no es eso lo que quieres. Conozco tus secretos, Maite. Los conozco todos. No hay nada que puedas ocultarme.
Se llevó la yema del pulgar a los labios y la recorrió con la lengua en un gesto lento y sensual, sin dejar de mirarme en ningún momento. Luego metió la mano entre los dos y empezó a acariciarme el clítoris en rápidos y firmes círculos. Me corrí con un grito, mi sexo ordeñándole la polla con sus frenéticas contracciones. William entró entonces en acción. Me sujetó y se levantó, tumbándome boca arriba en el sofá a la vez que tomaba impulso con los pies, introduciéndome los últimos centímetros de su gruesa polla dentro de mí. A continuación empezó a follarme con una avidez violenta, primaria, aprovechando las oleadas de mi clímax en la carrera por el suyo. Echando la cabeza hacia atrás, susurró mi nombre y se corrió dentro de mí. Se derramó fieramente, gimiendo, sin dejar de embestir con las caderas como si fuera incapaz de parar.
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Mensaje por tamalevyrroni Miér Jul 27, 2016 12:15 pm

***
Parpadeé y volví en mí, tomando poco a poco conciencia de la luz de la luna que se reflejaba en el techo. Tenía la cabeza apoyada en un cojín y la calidez de un edredón arropaba mi cuerpo desnudo.
Volví la cabeza buscando a William, pero junto a mí sólo había un espacio vacío. La ropa de cama, aunque usada, estaba perfectamente doblada. Me incorporé y miré el reloj. Eran casi las tres de la mañana.
Miré en dirección al baño, luego al pasillo. Por la rendija de la puerta entreabierta se filtraba una luz tenue. Salí de la cama, fui hacia ella y cogí la bata que colgaba en la parte de atrás. Me puse la prenda de seda azul eléctrico y salí de la habitación, ajustándome el cinturón según me encaminaba al despacho que William tenía en casa. Era la luz de ese cuarto la que iluminaba el pasillo, y entorné la vista al entrar, con mis ojos desacostumbrados a la claridad. Capté la escena con un rápido vistazo: el cachorro dormido en su camita y el hombre pensativo sentado a su escritorio. Contemplaba el collage de fotos mías que adornaba la pared, con ambos brazos apoyados en el sillón y un vaso que contenía un líquido ambarino entre las manos. William me miró. —¿Qué ocurre? —pregunté, cruzando descalza la habitación—. ¿Es que no quieres acostarte?
—Debería —matizó—, pero no. No podría dormir.
—¿Quieres que te agote un poco? —sugerí con una sonrisa que debía de parecer tonta, dado que tenía un ojo cerrado para protegerme de la claridad.
Mi marido dejó el vaso encima de la mesa y se dio unos golpecitos en el regazo. —Ven aquí.
Me acerqué y me aovillé contra él rodeándole el cuello con los brazos. Lo besé en la mejilla. —¿Qué mosca te ha picado?
Y no había dejado de picarle durante toda la noche, fuera lo que fuese. Rozándome la curva de la oreja con la punta de la nariz, susurró: —¿Hay algo que no me hayas contado?
Fruncí el ceño y me eché hacia atrás, escrutándole la cara. —¿Como qué?
—Cualquier cosa. —Expandió el pecho al respirar profundamente—. ¿Guardas aún algún secreto?
Al oír eso, tuve una extraña sensación en el estómago. —Tu regalo de cumpleaños, pero no pienso decirte lo que es.
Una pequeña sonrisa le suavizó la expresión. —Y tú —añadí embelesada con aquella sonrisa—. Todos los retazos de ti que sólo yo conozco. Eres un secreto que guardaré para mí hasta mi último aliento.
Bajó la cabeza y el pelo le ocultó la cara durante unos instantes. —Cielo...
—¿Ha sucedido algo, William?
Tardó un largo momento en responder. Me miró. —Si algún conocido tuyo, alguien cercano a ti, estuviera haciendo algo ilegal, ¿me lo dirías?
La extraña sensación en el estómago se convirtió en un nudo. —¿Qué has oído? ¿Hay algún blog maledicente por ahí difundiendo mentiras?
Él se puso tenso. —Contéstame a la pregunta, Maite.
—¡Nadie está haciendo nada ilegal!
—Eso no es lo que te he preguntado —dijo pacientemente pero con firmeza.
Se tranquilizó un poco. Alargó una mano y me tocó la cara. —Puedes confiármelo todo, cielo. Sea lo que sea.
—Y lo hago. —Le agarré la muñeca—. No entiendo a qué viene todo esto.
—No quiero que haya secretos entre nosotros.
Le lancé una mirada. —Tú eres el más culpable a ese respecto. Antes no me contabas nada.
—Me lo estoy proponiendo.
—No lo dudo. Por eso las cosas van tan bien entre nosotros últimamente.
Volvió a esbozar esa sonrisa suya. —¿Verdad que sí?
—Por supuesto. —Besé su boca sonriente—. Se acabaron las huidas, se acabaron los secretos.
William me agarró y se levantó conmigo en brazos. —¿Qué vamos a hacer? —pregunté, hundiéndome en la calidez de su cuerpo. Se dirigió al dormitorio.
—Vas a agotarme un poco.
—Eso.
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Mensaje por tamalevyrroni Miér Jul 27, 2016 12:17 pm

***
La mañana siguiente transcurrió como la del día anterior, con William levantado a la hora habitual mientras yo holgazaneaba desnuda en la cama como un perezoso. Mientras se hacía el nudo de la corbata en el vestidor, apartó la mirada del espejo para dirigirla hacia mí. —¿Qué planes tienes para hoy?
Bostezando, me abracé a la almohada. —En cuanto te vayas, me dormiré otra vez. Una horita sólo. Blaire Ash va a pasarse por aquí a las diez.
—¿Ah, sí? —Miró de nuevo hacia el espejo—. ¿Para qué?
—Estoy cambiando algunas cosas. Vamos a convertir la habitación de invitados en un despacho con una cama abatible. De esa manera, seguiremos teniendo una habitación de invitados y un lugar donde trabajar.
William acabó de colocarse la corbata y empezó a abrocharse el chaleco mientras salía al dormitorio. —No lo hemos hablado.
—Cierto. —Moví deliberadamente una pierna para que me asomara entre la ropa de la cama—. No quería que me llevaras la contraria.
En un principio habíamos acordado convertir la habitación de invitados en mi habitación y conectarla con el baño principal para formar un dormitorio principal para él y para mí. Esta disposición beneficiaría la parasomnia de William, pero también significaba que tendríamos que dormir en habitaciones separadas. —No deberíamos dormir en la misma cama —dijo en voz baja.
—Discrepo. —Antes de que insistiera, continué—: He intentado hacerme a la idea, William, pero preferiría que no estuviéramos así de separados.
Se quedó callado, con las manos metidas en los bolsillos de sus pantalones. —No es justo que me hagas elegir entre tu felicidad y tu seguridad.
—Lo sé —repuse—. Pero no pretendo que elijas, ya lo he decidido. Soy consciente de que esto tampoco es justo, pero había que hacer la llamada, y ya la he hecho. —Me senté, me coloqué una almohada en la espalda y me eché hacia atrás de manera que pudiera apoyarme en el cabecero.
—Tomamos la decisión juntos —replicó él—. Al parecer, luego has cambiado de opinión sin contar conmigo. Y el que me enseñes las tetas, por imponentes que sean, no conseguirá distraerme.
Lo miré con el ceño fruncido. —Para empezar, si quisiera distraerte, no habría sacado el tema.
—Cancela la visita, Maite —dijo con firmeza—. Primero tenemos que hablar de ello.
—La visita ya se hizo. Aunque tuvimos que darnos prisa porque se presentaron los polis, pero Blaire ya está preparando otros diseños. Hoy viene a traerme algunos.
William sacó las manos de los bolsillos y cruzó los brazos. —¿Me estas diciendo que entonces lo primero es tu felicidad y a mí que me den?
—¿No te hace feliz compartir la cama conmigo?
Un tic muscular comenzó a agitar ligeramente su mandíbula. —No juegues conmigo. Ni siquiera te has parado a pensar lo que supondría para mí que te hiciera daño — contestó.
De pronto mi frustración se convirtió en tristeza. —William...
—Y tampoco estás pensando en lo que supondría para ambos —soltó—. Te dejaré experimentar con muchas cosas, Maite, pero con nada que vaya a perjudicar nuestra relación. Si quieres quedarte dormida junto a mí, ahí estaré. Si quieres despertarte conmigo a tu lado, lo haré también. Pero las horas que median, cuando ambos estamos inconscientes, son demasiado peligrosas para jugar con ellas por un mero capricho.
Tragué el nudo que se me había formado en la garganta. Quería darle más explicaciones, decirle que me preocupaba la distancia que se crearía con los dormitorios separados, no sólo física sino emocionalmente.
Me dolía tenerlo para que me hiciera el amor y que luego abandonara la cama. Eso hacía que algo hermoso y mágico se convirtiera en otra cosa. Y si se quedaba conmigo hasta que me durmiera y se despertaba antes que yo para volver a mi lado, acusaría la falta de sueño. Por incansable que pareciera a veces, era un ser humano. Trabajaba duro, hacía ejercicio, y tenía que lidiar con toneladas de estrés día tras día. Dormir poco no podía convertirse en una costumbre. Sin embargo, su temor por mi seguridad no iba a disiparse con una única conversación. Deberíamos ir paso a paso. —De acuerdo —concedí—. Hagamos lo siguiente: Blaire me dejará sus diseños y luego tú y yo los veremos juntos. Mientras tanto, nos comprometemos a no tirar ninguna pared de la habitación de invitados. Creo que eso ya es mucho, William.
—No lo creías así antes.
—Es una medida provisional que podría pasar a ser permanente y no queremos eso. Quiero decir, no es eso lo que quieres, ¿verdad? Te gustaría que hiciéramos lo posible por dormir juntos, ¿no?
Descruzó los brazos y rodeó la cama para sentarse en el borde. Me cogió la mano y se la llevó a los labios. —Me gustaría, sí. Me mata pensar que no puedo ofrecerte algo tan básico en nuestro matrimonio. Y más sabiendo que te hace infeliz. Lo siento mucho, cielo. No sabes cuánto.
Me eché hacia adelante y le apoyé una mano en la mejilla. —Pondremos empeño en ello. Tendría que haber empezado hablando claramente. Supongo que he hecho una jugada a lo William: actuar primero y dar explicaciones después.
Él esbozó una mueca contrita. —Touché. —Me dio un beso fuerte y rápido—. Ojo con Blaire. Te desea.
Me eché hacia atrás. —Me encuentra atractiva —lo corregí—. Es un ligón nato.
Los ojos de William adquirieron un brillo peligroso. —¿Se ha propasado contigo?
—Nada fuera de lo profesional. Si se pasara de la raya, yo misma lo despediría, pero creo que probablemente trata a toda su clientela femenina con el mismo arte. Seguro que es bueno para el negocio. —Sonreí—. Creo que se le bajaron los humos cuando le dije que me estaba acostumbrando a tu vigor y me parecía que ya no necesitaba dormir en una cama aparte.
Él enarcó las cejas. —No serías capaz.
—Por supuesto que sí. Ya dormiré cuando me muera, le dije. Mientras tanto, si mi marido quiere follar conmigo media docena de veces todas las noches, y dándosele tan bien como se le da, ¿quién soy yo para quejarme?
La primera vez que consulté con Blaire, no reparé en lo que pensaría sobre el hecho de que William fuera a casarse con una mujer con la que no tenía intención de dormir. Cuando el sutil flirteo del diseñador se hizo patente, caí en la cuenta de por qué se le ocurría pensar que yo sería receptiva, y comprendí lo embarazosa que era la situación para mi marido. Sin embargo, William nunca se había quejado de lo que pudiera parecerle a un desconocido. Lo que lo preocupaba era yo, no su reputación de jugador de talla mundial. Disfruté poniendo a Blaire en su sitio. Me ahuequé el pelo, todo alborotado. —Soy una rubia con las tetas grandes. Suelto una risita y, por lo general, puedo decir lo que me venga en gana.
—¡Señor! —William fingió soltar un suspiro de resignación, pero era evidente que le hacía gracia—. Pero ¿es que tienes que contarle a todo el mundo los detalles de nuestra vida sexual?
—No. —Hice un guiño—. Pero es divertido.
***
No volví a dormirme después de que William se marchara a trabajar, sino que cogí el teléfono y llamé a mi entrenador, Parker Smith. Como era pronto, aún no había empezado a trabajar, y contestó. —Hola, Parker. Soy Maite Tramell. ¿Qué tal?
—Muy bien. ¿Vas a venir hoy? Vagueas mucho últimamente.
Arrugué la nariz. —Ya lo sé. Y, sí, voy a ir. Por eso llamo. Me gustaría practicar algo contigo.
—¿Ah, sí? ¿Qué se te ha ocurrido?
—Hemos trabajado la conciencia situacional y qué hacer si nos acorralan, cómo escapar. Pero ¿y si me pillan totalmente desprevenida, como cuando estoy dormida?
Se quedó pensativo. —Un fuerte rodillazo en las pelotas dejará a cualquier hombre fuera de combate. Te dará el tiempo que necesitas.
Ya se lo había hecho antes a William, despertarlo bruscamente de una mala pesadilla. Volvería a hacerlo si se diera la situación, pero preferiría zafarme de él y escapar sin hacerle daño. Bastante mal lo pasaba ya en sus sueños, no quería que se despertara aún con más dolor. —Pero ¿y si...? ¿Cómo vas a dar un rodillazo a alguien que está tumbado encima de ti?
—Podemos estudiarlo. Imaginar diferentes escenarios. —Hizo una pausa—. ¿Va todo bien?
—Estupendamente —le aseguré, y a continuación le dije una mentira—: Es un tema que surgió en un programa de televisión que vi anoche, y me di cuenta de que, por muy preparado que estés, es imposible tener conciencia de la situación cuando estás durmiendo.
—Muy bien. Llegaré al local dentro de dos horas y me quedaré hasta el cierre.
—Vale. Muchas gracias.
Finalicé la llamada y fui a darme una ducha. Cuando salí, vi que tenía dos llamadas perdidas de Cary. Lo llamé. —Eh, ¿qué hay?
—He estado pensando. Dijiste algo de un vestido clásico, ¿no?
Suspiré. Me entraba el pánico cada vez que pensaba en ello. Porque, aunque quería creer que el vestido perfecto caería del cielo antes del gran día, era más realista pensar que iba a tener que decidirme. Con todo, no podía sino querer a Cary por estar pendiente de mí a ese respecto. Me conocía mejor que yo misma. —Y ¿qué me dices de uno de los vestidos de boda de Monica? —sugirió—. Algo antiguo y todo eso. Tenéis la misma constitución. No harán falta muchos arreglos.
—¡Puf! ¿Lo dices en serio? No, Cary. Si se hubiera casado con mi padre, a lo mejor. Pero no puedo ponerme lo que ella se puso para casarse con un padrastro.
Sería muy raro. Mi amigo se echó a reír. —Sí, tienes razón. Aunque tiene buen gusto.
Me pasé los dedos por el pelo húmedo. —De todas formas, creo que no guarda sus vestidos de novia. No es un buen recuerdo para tenerlo en la casa de tu nuevo marido.
—Vale, ha sido una idea tonta. Podemos buscar algo vintage. Un colega mío conoce todas las tiendas de alta costura y todos los outlets de diseñadores de Manhattan.
La idea tenía mérito. —Mola. Me parece fenomenal.
—Algunas veces soy brillante. Hoy estoy liado con Grey Isles, pero por la tarde me va bien.
—Esta tarde tengo terapia de pareja.
—Vale. Que te diviertas. ¿Y mañana? Quizá podríamos comprar algunas cosas para Ibiza también.
El recordatorio de los planes del fin de semana hizo que me sintiera atosigada. No podía evitar que me inquietara ese asunto, aun sabiendo lo divertido que sería pasar un tiempo con los amigos. —De acuerdo, mañana. Me pasaré por el apartamento.
—Genial. Y haremos las maletas también.
Colgamos y me quedé con el teléfono en la mano durante un buen rato y una sensación de profunda pena. Por primera vez desde que nos habíamos mudado a Nueva York, sentí que Cary y yo vivíamos en dos lugares separados. Yo estaba formando un hogar con William, mientras que el hogar de mi amigo seguía siendo el apartamento.
El sonido de la aplicación de calendario me recordó que Blaire llegaría dentro de treinta minutos. Echando pestes para mis adentros, dejé el teléfono sobre la cama y me apresuré a arreglarme.
***
—¿Qué tal os va? —preguntó el doctor Petersen mientras los tres tomábamos asiento.
William y yo nos sentamos en el sofá, como siempre, mientras que el psiquiatra se acomodó en su sillón y cogió su tableta. —Estamos mejor que nunca —respondí.
Mi marido no dijo nada, pero alargó un brazo, me cogió una mano y se la acercó para dejarla descansar en su muslo. —He recibido una invitación para vuestro banquete nupcial. —El doctor Petersen sonrió—. Mi mujer y yo estamos deseando que llegue el día.
No había podido convencer a mi madre de que incluyera aunque sólo fuera una pizquita de rojo en las invitaciones, pero de todas formas me parecían muy bonitas. Habíamos decidido que fueran en papel vitela, insertas en un bolsillo transparente, con un sobre blanco exterior para su envío y privacidad. Me ponía nerviosa pensar que no llegaran. Estábamos un poco más cerca de dejar a nuestras espaldas la fachada del compromiso. —Yo también —dije. Me apoyé en el hombro de William y él me rodeó con un brazo.
—La última vez que nos vimos, Maite —dijo el doctor Petersen—, acababas de dejar el trabajo. ¿Qué tal te ha ido?
—Mejor de lo que pensaba. Pero he estado muy atareada, y eso ayuda.
—¿Ayuda a qué?
Pensé en la respuesta que iba a dar. —A no sentirme sin un objetivo. Ahora estoy más ocupada. Y estoy haciendo cosas que son importantes en mi vida.
—¿Por ejemplo?
—La boda, claro. Y mudarme al ático, lo que estoy haciendo pasito a pasito. Y pensando en hacer reformas, de las que me gustaría hablar con usted.
—Por supuesto. —Me miró atentamente—. Hablemos primero de esos pasitos. ¿Tiene eso alguna relevancia?
—Bueno, que no estoy haciéndolo de una sola vez. La cosa está en marcha.
—¿Lo ves como una manera de hacer más llevadero el compromiso?
Anteriormente, has actuado con mucha decisión. Fugarte. Separarte. Dejar el trabajo. Eso me hizo pensar. —Se trata de una transición que afecta a William y a Cary tanto como a mí.
—Por mí, cuanto antes se mude, mejor —terció William.
—Sólo estoy siendo cuidadosa —dije, encogiéndome de hombros.
El doctor Petersen tomó notas en su tableta. —¿Le está costando a Cary hacerse a la idea?
—No lo sé —reconocí—. No lo parece, pero me preocupa. Tiende a las malas costumbres cuando se ve sin apoyo.
—¿Quieres decir algo sobre eso, William?
Él mantuvo un tono neutro. —Sabía dónde me metía cuando me casé con ella.
—Eso siempre es bueno. —El doctor Petersen sonrió—. Pero no me dice gran cosa.
William llevó la mano de mi hombro a mi pelo y comenzó a juguetear con él.—Como hombre casado que es, doctor, sabrá que un marido hace concesiones para que reine la paz. Cary es una de las mías.
Oír eso me dolió, pero entendía que Cary había hecho borrón y cuenta nueva con William. Luego cometió algunos errores, como organizar una noche una orgía en el salón de casa, que le restaron varios puntos. El doctor Petersen me miró. —Así que estás intentando lograr un equilibrio entre las necesidades de tu marido y las de tu mejor amigo. ¿Te resulta estresante?
—Divertido no es —dije, eludiendo la pregunta—, pero tampoco se trata de equilibrar nada. Mi matrimonio y William son lo primero.
Supe que a William le había gustado oír eso cuando me asió posesivamente del pelo.
—Pero —continué— no me gustaría agobiar a William ni que Cary se sintiera abandonado. Trasladando algunas cosas todos los días, consigo que el cambio sea gradual.
Una vez expresado, tuve que reconocer que sonaba muy maternal. Sin embargo, deseaba a toda costa proteger a quienes me importaban y lo necesitaban, sobre todo del dolor que pudiera causarles lo que yo hiciera. —Has mencionado a todo el mundo pero no has hablado de ti —señaló el terapeuta—. ¿Cómo te sientes?
—Empiezo a sentirme como en casa en el ático. Lo único que me inquieta es cómo vamos a dormir. Compartimos cama, pero William quiere que durmamos separados, y yo no.
—¿Por las pesadillas? —preguntó el doctor Petersen con la mirada puesta en él.
—Sí —respondió William.
—¿Has tenido alguna últimamente?
Mi marido afirmó con un gesto. —Pero no de las peores.
—¿Qué hace que una pesadilla sea de las malas? ¿El que la vivas físicamente?
William aspiró profundamente. —Sí.
El doctor volvió los ojos a mí otra vez. —Maite, tú eres consciente del riesgo, pero aun así quieres dormir con él.
—Eso es.
El corazón se me aceleró con los recuerdos. En varias ocasiones, William se había abalanzado sobre mí y me había inmovilizado brutalmente, soltando barbaridades y amenazándome con toda clase de violencia. En el paroxismo de la pesadilla, William no me veía a mí, sino a Hugh, el hombre a quien quería machacar con sus propias manos. —Hay muchas parejas felices que duermen separadas —señaló el doctor Petersen —. Las razones son muy variadas: el marido ronca, la mujer acapara toda la ropa de la cama, etcétera, y les parece que dormir separados contribuye más a la armonía marital que hacerlo juntos.
Me aparté de William y me puse derecha, buscando que ambos me entendieran. —Me gusta dormir a su lado —aseguré—. A veces me despierto en mitad de la noche y lo observo mientras duerme. Otras, me despierto y ni siquiera abro los ojos, simplemente escucho su respiración. Puedo olerlo, sentir su calor. Duermo mejor con él a mi lado. Y sé que él también lo hace.
—Cielo. —William me acarició la espalda.
Volví la cabeza y cruzamos una mirada. Su rostro era impasible, bellísimo. Sus ojos azules, sin embargo, eran oscuros pozos de dolor. Le cogí de la mano. —Sé que te hace daño, y lo siento. Pero me gustaría que lo intentáramos, que no renunciáramos a ello para siempre.
—Lo que estás describiendo —dijo el doctor Petersen con delicadeza— se llama intimidad, Maite. Y es uno de los gozos del matrimonio. Es comprensible que lo anheles. Todo el mundo lo hace de alguna manera. No obstante, para William y para ti, da la impresión de que es especialmente importante.
—Para mí lo es —aseguré.
—¿Estás dando a entender que en mi caso es diferente? —preguntó William, un poco tenso.
—No. —Me giré para mirarlo—. Por favor, no te pongas a la defensiva. No es culpa tuya. No te estoy haciendo responsable.
—¿Tú sabes lo mal que me hace sentir? —dijo en tono acusador.
—Ojalá no te lo tomaras tan a pecho, William. Es...
—Mi mujer quiere mirarme mientras duermo y ni siquiera puedo darle eso — saltó—. Joder, ¿acaso no es para tomárselo a pecho?
—Bueno, vamos a hablar de ello —se apresuró a decir el doctor Petersen, acaparando nuestra atención—. El origen de esta conversación es el anhelo de una familiaridad íntima. Por naturaleza, los seres humanos desean esa intimidad, pero quienes sobreviven al abuso sexual en la infancia pueden sentir esa necesidad de manera más intensa.
William seguía en tensión, pero escuchaba atentamente. —En muchos casos —continuó Petersen—, el abusador logra aislar a la víctima para poder ocultar su delito y hacerla dependiente. Con frecuencia, las propias víctimas se alejan de sus familiares y amigos. Las vidas de los demás les parecen normales, y sus problemas insignificantes al lado del terrible secreto que ellas se ven obligadas a ocultar.
Volví a pegarme a William, alzando las piernas para abrazarlo con todo mi cuerpo. Él me rodeó con su brazo una vez más, y con la otra mano buscó la mía. Al vernos de esa guisa, la expresión del doctor Petersen se suavizó. —Esa profunda soledad se palió cuando os abristeis el uno al otro, pero el hecho de estar privado de verdadera intimidad durante tanto tiempo deja huella. Os animo a que consideréis formas alternativas de lograr esa cercanía que tanto deseas, Maite. Cread gestos y rituales que sean únicos para vuestra relación, que no supongan una amenaza para ninguno de los dos y os hagan sentir unidos.
Asentí con un suspiro. —Vamos a trabajar en eso —dijo—. Y es probable que tus pesadillas, William, vayan disminuyendo en cantidad y gravedad. Hemos dado los primeros pasos de un largo viaje.
Eché la cabeza atrás y miré a William.—De toda una vida —juré.
Él me rozó la mejilla con mucha delicadeza. No profirió las palabras, pero yo las vi en su mirada, las sentí en su caricia. Teníamos el amor. Lo demás ya llegaría.
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Mensaje por tamalevyrroni Miér Jul 27, 2016 12:20 pm

10
–Me he comunicado con Benjamin Clancy —dijo Raúl con los codos apoyados en las rodillas—. La señora Cross y usted se dirigirán al aeropuerto a la misma hora, así que, si lo desean, pueden ir juntos.
—Muy bien. —Necesitaba pasar ese rato con Maite antes de emprender nuestros respectivos viajes. Las horas de la jornada laboral se me hacían ya demasiado largas estando lejos de ella. Un fin de semana iba a ser una tortura—. La llamaré para decirle que pasaremos a recogerla. Necesitaremos la limusina.
Profesional hasta la médula, Raúl no acusó reacción alguna. Tendría más sentido utilizar la limusina para llevar a las amistades de Maite en lugar de a nosotros, pero ni en el Bentley ni en el Mercedes tendríamos la intimidad que buscaba. Sentado en el sofá de mi despacho, me encontraba frente a Angus y Raúl, que se habían acomodado en los dos sillones. Habíamos decidido que Angus se quedaría y que Raúl dirigiría el equipo de seguridad que me acompañaría a Brasil. Angus se desplazaría a Austin para tratar de averiguar quién era Lauren Kittrie. Raúl asintió con la cabeza. —Dispondremos el traslado por separado de sus amistades y de las de ella.
—¿Cómo va a ir Maite a Ibiza?
—En un jet privado —respondió—, fletado por Richard Stanton. Yo sugerí que se hospedaran en el hotel Vientos Cruzados Ibiza, y Clancy se mostró de acuerdo. Ha costado un poco, ya que está al completo durante la temporada estival, pero el director del centro turístico lo ha hecho posible. Ha redoblado las medidas de seguridad en previsión de la llegada de la señora Cross.
—Perfecto —convine.
El hecho de que Maite se alojara en un complejo turístico de Cross Industries era una tranquilidad añadida. También teníamos dos clubes nocturnos muy conocidos en la isla, uno en la ciudad de Ibiza y otro en Sant Antoni. Sabía, sin necesidad de preguntar, que ambos se le habían propuesto a Clancy con antelación, y confiaba que éste hiciera uso de la información. Era un hombre inteligente y apreciaría la ayuda extra que le brindarían las medidas de seguridad y el personal de esos locales. —Como ya hemos hablado —continuó Raúl—, tendremos a nuestro propio equipo preparado en el aeropuerto, acompañarán a la señora Cross durante el fin de semana. Se les ha dado instrucciones para que vistan de paisano y se mezclen con la gente, para que funcionen de refuerzo del equipo de Clancy y actúen sólo si es absolutamente necesario.
Asentí con la cabeza. Clancy era bueno, pero tenía que vigilar tanto a Monica como a Maite, y consideraban a Cary de la familia, así que Clancy también tendría que velar por él. Debería repartir su atención entre tres, y dar preferencia a Monica, puesto que era la esposa de su jefe. Maite no era una prioridad para nadie excepto para mí. Quería que no se la perdiera de vista siempre que saliera del hotel. Menos mal que ese fin de semana era un acontecimiento que sólo ocurría una vez en la vida. Raúl se levantó. —Hablaré con Clancy para ponernos de acuerdo en el protocolo que habrá que seguir para llegar al aeropuerto.
—Gracias, Raúl —dije.
Él asintió con la cabeza y se marchó. Angus se puso en pie.
—Llevaré a Lucky con su hermana enseguida. No hace más que mandarme mensajes de texto para ver si estoy ya de camino.
Eso casi me hizo sonreír. Ireland se emocionó mucho cuando le pregunté si podía encargarse del perro. Imaginaba que a Lucky le gustaría más eso que quedarse en una residencia canina, y a Ireland le serviría para distraerse de la depresión que sufría nuestra madre a causa de su divorcio. Angus se detuvo cerca de la puerta. —Diviértase, amigo. Le sentará bien.
Di un resoplido. —Llámame si averiguas algo.
—Por supuesto. —Angus se marchó también, dejándome solo para que terminara el trabajo pendiente.
Comprobé qué hora era antes de llamar a mi mujer. —Hola, campeón —contestó con voz clara y vibrante—. No puedes dejar de pensar en mí, ¿verdad?
—Dime que estabas pensando en mí.
—Siempre.
La recordé en la postura de la noche anterior cuando, tumbada boca abajo con las piernas dobladas y el mentón apoyado encima de las manos, me miraba mientras hacía la maleta, dándome a veces su opinión sobre la ropa que elegía llevarme. Se había fijado en que no había cogido ni los pantalones gris oscuro con los que ella fantaseaba ni la camiseta de cuello de pico. Esa omisión deliberada fue lo único que la hizo sonreír. Por lo demás, estuvo casi todo el tiempo callada y taciturna. —Vamos a ir juntos al aeropuerto —le dije—. Solos.
—¡Vaya! —Hizo una pausa para asimilar la noticia—. ¡Qué bien!
—Yo aspiro a algo mejor que bien.
—¡Ohhh!... —Bajó la voz, adoptando ese tono ronco que me decía que estaba pensando en el sexo—. ¿Así que los medios de transporte son un poco fetiches para ti también?
Me invadió una cálida sensación de regocijo que atenuó el estrés que me producía pensar en los días que teníamos por delante. Maite me dejaba poseerla en cualquier parte, pero con frecuencia era ella la que me seducía camino de algún sitio. Dado que anteriormente me limitaba a tener relaciones sexuales en el hotel, ella había dado un giro radical a mi vida al incitarme a hacerle el amor en coches y aviones, además de en mi casa y en varios lugares de trabajo. Nunca le decía que no. No era capaz. Cuando ella me deseaba, yo estaba preparado y más que dispuesto. —Tú eres mi fetiche —musité, dando la vuelta a algo que ella me había dicho en una ocasión.
—Así me gusta. —Tomó una bocanada de aire—. ¿Ya has terminado de organizar el fin de semana?
Oí que Cary decía algo, pero no llegué a entenderlo. —Muy pronto, cielo. Ahora tengo que dejarte.
—No me dejes nunca, William. —Lo dijo con una vehemencia que me conmovió y que dejó entrever la intranquilidad que le producía el fin de semana que se avecinaba. Después de la separación que ella había impuesto, me complacía saber que no deseaba otra, ni siquiera en unas circunstancias mucho más felices.
—Te dejo que sigas con lo tuyo —corregí—. Para que estés lista cuando pase Raúl a recogerte.
—Olvídate de él. Estaré preparada para ti —respondió en un susurro. Al terminar la llamada, estaba que ardía de lujuria.
***
Arash entró en mi despacho poco después de las cuatro, con aire despreocupado y las manos en los bolsillos, tarareando una canción. Sonreía cuando se sentó en uno de los sillones frente a mi escritorio. —¿Preparado para el fin de semana?
—Más preparado, imposible. —Me eché hacia atrás y tamborileé con los dedos en los reposabrazos del sillón.
—Te alegrará saber que la denuncia por agresión de Anne Lucas se va a resolver. No esperaba menos, pero tampoco sobraba la confirmación.
—Como debe ser.
—Lo que no sé es si la acusarán por denunciar un falso incidente. Mientras tanto, si intenta ponerse en contacto contigo, con Maite o con Cary, he de saberlo inmediatamente.
Asentí distraído. —Por supuesto.
Me miró fijamente. —¿Dónde tienes la cabeza ahora mismo?
Esbocé una sonrisa irónica. —Acabo de hablar por teléfono con un miembro de la junta directiva de Vidal Records. Christopher sigue empeñado en reunir el capital para comprar la compañía.
Arash enarcó las cejas. —Si lo consiguiera, ¿te plantearías dejarla?
—Si sólo tuviera que preocuparme de él, lo haría. — Aún estaba por ver si Ireland decidiría participar en el negocio familiar, pero, sea como fuere, a ella le interesaba que la compañía prosperase, y Christopher había tomado malas decisiones. Nunca había querido aceptar mi ofrecimiento de apoyo u orientación. También se había negado a escuchar a Chris, ya que, por lo visto, suponía que el saber de su padre en parte le venía de mí.
—Y ¿qué opina la junta directiva?
—Lo consideran un problema de familia y quieren que encuentre una solución rápida y sencilla.
—Y ¿es posible? Nunca te has llevado bien con tu hermano.
Negué con la cabeza. —Lo dudo.
Sabía que Arash no podía comprenderlo. Él tenía un hermano y una hermana, y su familia estaba muy unida. Sonrió. —Lo siento, chico. Es duro.
En un mundo ideal, Christopher asistiría a mi despedida de soltero. Estaríamos cerca. Él sería mi padrino de boda... ... un papel que aún no había pedido a nadie que desempeñara. Arnoldo se había encargado de la organización del fin de semana, pero ignoraba si lo había hecho porque suponía que estaría a mi lado en la boda. Quizá sencillamente tenía más iniciativa que los demás.
Hacía tan sólo unas semanas habría sido de cajón que Arnoldo estuviera a mi lado. En parte, confiaba que aún fuera así. Arash también era una buena opción. A diferencia de Arnoldo, veía a Arash casi todos los días. Y, como abogado mío que era, sabía cosas de mí y de Maite que nadie más conocía. Podía confiarle cualquier cosa, incluso sin contar con la protección del secreto profesional.
Pero Arnoldo era directo conmigo como nadie más lo era, aparte de mi mujer. Desde hacía mucho tiempo creía que sus francos e incisivos consejos habían impedido que me convirtiera en una persona cínica y hastiada. Ese fin de semana tendría que elegir entre los dos.
***
Me resultaba... raro estar frente a la puerta del apartamento de Maite, esperándola. Apoyado contra la pared, pensé que ya habíamos pasado lo peor y que por nada del mundo quería volver atrás. Ignoraba que las cosas pudieran ser así entre nosotros. Francos, sin nada que esconder, tan enamorados.
Anteriormente había habido atisbos de esta vida. Algunas de las noches que habíamos pasado juntos en el apartamento de al lado. Los fines de semana que nos habíamos escapado para estar solos. Pero esos tiempos habían existido en el vacío. Ahora vivíamos esos momentos abiertamente. E incluso sería mejor cuando el mundo supiera que estábamos casados y que ella vivía conmigo en el ático.
Se abrió la puerta y salió Maite, guapa y sexi con un vestido cruzado sin mangas rojo y unas sandalias de tacón. Llevaba unas gafas de sol ajustadas sobre la cabeza y arrastraba una maleta con ruedas. La siguiente vez que hiciera las maletas sería para nuestra luna de miel. Nos marcharíamos juntos, como estábamos haciendo en ese momento, pero ya no volveríamos a separarnos. —Dame —dije, estirándome para cogerle la maleta.
Se me plantó delante cuando alargué el brazo para alcanzarla, su cuerpo suave y cálido contra el mío. Me bajó la cabeza y me besó, con un beso dulce y rápido. —Deberías haber entrado.
—¿Tú y yo cerca de una cama? —La cogí por la cintura y la conduje hacia el ascensor—. Me habría aprovechado, de no creer que Cary aporrearía la puerta y rezongaría sobre perder el avión.
Mientras descendíamos al vestíbulo, Maite se apartó de mí y se agarró de espaldas al pasamanos, mostrando sus atractivas piernas. Era un flirteo de cuerpo entero, jugando con los ojos también. Me miró de arriba abajo, pasándose la lengua por el labio inferior. —Estás supersexi —dijo.
Bajé la vista hacia la camiseta blanca de cuello de pico y los pantalones caquis que me había puesto antes. —Sueles llevar colores oscuros —señaló.
—Demasiado calor allá donde vamos.
—Para calor el que tú desprendes. —Separó un pie del suelo y se frotó los muslos lentamente.
Divertido, mientras notaba cómo iba creciendo la excitación, me apoyé contra la pared y disfruté del espectáculo. Cuando llegamos al vestíbulo, hice un gesto para que pasara delante, alcanzándola enseguida para ponerle una mano en la parte baja de la espalda. Me sonrió por encima del hombro. —Va a haber mucho tráfico.
—¡Vaya! —repliqué. El tráfico y el tiempo que eso añadiría al viaje era con lo que yo contaba.
—Pareces desilusionado —bromeó ella antes de sonreírle al portero, que le abrió la puerta.
Raúl esperaba fuera junto a la limusina. Enseguida nos pusimos en marcha, confluyendo en aquel mar de coches que pugnaban por cruzar Manhattan. Maite se sentó en el sofá que se extendía a lo largo del vehículo, mientras que yo ocupé el asiento de atrás. —¿Quieres tomar algo? —preguntó mirando hacia el bar que tenía enfrente.
—¿Tú?
—No estoy segura. —Frunció la boca—. Me apetecía una copa antes.
Esperé a que se decidiera, recorriéndola con la mirada. Ella era mi dicha, la luz de mi vida. Haría cualquier cosa por que estuviera libre de preocupaciones y feliz el resto de su vida. Me atormentaba pensar que tal vez tuviera que hacerle daño. Ya había pasado por mucho. Si descubríamos que Monica no era quien Maite creía que era, ¿cómo podría darle semejante noticia? Mi mujer se sintió muy abatida cuando se dio cuenta de que su madre seguía sus movimientos a través del teléfono móvil, del reloj y de un espejo que llevaba en el bolso. Una identidad falsa sería mucho peor que una traición. Y ¿qué escondía esa falsa identidad?—No encuentro vestido —dijo de repente, cambiando el gesto de aquella boca exuberante en un ceño fruncido.
Tardé unos instantes en salir de mi ensimismamiento y entender lo que estaba diciendo. —¿Para la boda?
Asintió con la cabeza, tan descorazonada que me entraron ganas de acercarla a mí y cubrirle de besos su preciosa cara. —¿Quieres que te ayude?
—No puedes. Se supone que el novio no puede ver el vestido antes del gran día. —De pronto, abrió los ojos horrorizada—. ¡Viste el vestido que llevaba la primera vez que nos casamos!
Cierto. Lo había elegido yo. —Cuando lo vi, no era más que un vestido —dije para tranquilizarla—. No se convirtió en un vestido de novia hasta que te lo pusiste.
—¡Oh! —La sonrisa regresó.
Maite se quitó las sandalias y vino a mi lado, tumbándose con la cabeza apoyada en mi regazo, su cabello como un abanico de oro plateado en mis muslos. Pasé los dedos entre aquellos densos mechones de seda y aspiré profundamente, saboreando el aroma de su perfume. —¿Qué vas a ponerte tú? —preguntó cerrando los ojos.
—¿Me ves con algo en particular?
Ella esbozó una sonrisa y respondió despacio, como distraída. —Con esmoquin. Estás guapísimo siempre, pero con esmoquin eres especial. Le pasé las yemas de los dedos por los labios. Había habido un tiempo en que detestaba mi cara, detestaba que mi aspecto físico atrajera un intenso interés sexual en una época de mi vida en que ser deseado me ponía los pelos de punta. Con el tiempo, me acostumbré a esas atenciones, pero no fue hasta que conocí a Maite cuando empecé a valorarme por mí mismo.
Ella disfrutaba muchísimo contemplándome. Vestido. Desnudo. En la ducha. Envuelto en una toalla. Encima de ella. Debajo de ella. El único rato en que no tenía los ojos puestos en mí era cuando estaba dormida. Y era justo entonces cuando yo más disfrutaba mirándola, desnuda y cautivadora, llevando tan sólo las alhajas que yo le había regalado. —Esmoquin entonces, no se hable más.
Abrió los ojos, mostrando aquel gris claro que tanto adoraba yo. —Pero será una boda de playa.
—Veré lo que puedo hacer.
—Más te vale.
Girando la cabeza, frotó la nariz contra mi polla. El calor de su aliento me llegaba a lo más sensible de la piel a través del tejido de los pantalones. Me endurecí para ella. Le acaricié el pelo. —¿Qué quieres, cielo? —pregunté.
—Esto —dijo, recorriendo con los dedos la largura de mi erección.
—¿Dónde lo quieres?
Sacó la lengua para humedecerse los labios.—En la boca —musitó, desabrochándome el botón de la cinturilla.
Cerré los ojos un momento y respiré hondo. El sonido de la cremallera al bajar, la sensación de quedar libre de presión cuando ella me sacó la polla con cuidado... Me preparé para el calor húmedo de su boca, pero no sirvió de nada. Se me puso dura en cuanto ella me hizo entrar succionándome con suavidad. Un cosquilleo ávido, ansioso, me recorrió la columna. Conocía sus estados de ánimo y cómo se traducían éstos en deseo sexual. Pensaba tomarse su tiempo, gozarme y volverme loco. —Maite. —Gemí cuando me acarició con la delicadeza de sus dedos al tiempo que se empleaba a fondo con la boca. Me pasaba la lengua por el capullo lentamente, saboreándome.
Abrí los ojos y bajé la mirada. Verla de aquella manera, tan arreglada, plenamente concentrada en el tacto de mi polla, que tenía en la boca, era de un erotismo abrasador y de una ternura arrebatadora. —¡Dios, qué delicia! —exclamé con la voz quebrada, rodeándole la nuca con una mano—. Métetela más adentro..., así, muy bien.
Eché la cabeza hacia atrás, tensos los muslos por la necesidad de empujar. Pugnaba por contener aquella urgencia, para darle a ella lo que quería. —No pienso terminar de esta manera —le advertí, sabiendo que era su objetivo. Maite susurró una protesta y, cerrando el puño, empezó a bombearme la polla con suavidad pero con firmeza, retándome a que resistiera.
—Pienso follarte ese coño perfecto que tienes, Maite. Tendrás mi lefa bien dentro durante todo el fin de semana que estarás lejos de mí.
Cerré los ojos, imaginándola en Ibiza, ciudad famosa por su alocada vida nocturna, bailando con sus amistades en un amasijo de cuerpos. Los hombres la desearían, soñarían con follársela. Pero durante todo ese tiempo, ella estaría marcada por mí de la forma más primitiva posible. Poseída, aunque yo no estuviera allí. Notaba cómo vibraban sus gemidos en toda mi verga. Se retiró con los labios rojos e hinchados. —No es justo —dijo haciendo un mohín.
La agarré de la muñeca y me llevé su mano al pecho, apretándola contra el martilleo de mi corazón. —Aquí estarás. Siempre.
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Mensaje por tamalevyrroni Miér Jul 27, 2016 12:24 pm

***
—Ahora no puedes ponerte a trabajar —protestó Manuel, dejándose caer en la tumbona de al lado—. Te estás perdiendo el paisaje.
Levanté la vista del teléfono y la brisa marina me revolvió el pelo. Nos habíamos quedado en Barra, justo al otro lado de la avenida Lúcio Costa, donde estaba el hotel en el que nos alojábamos. La playa de Recreio era más tranquila que Copacabana, menos turística y menos concurrida. A lo largo de la orilla, mujeres en biquini retozaban entre las olas, sus pechos bamboleando cuando saltaban las olas, con las nalgas, prácticamente desnudas, brillantes por el aceite bronceador. En la arena blanca, delante de ellas, Arash y Arnoldo seguían lanzando un frisbi de un lado a otro. Yo me había retirado cuando había notado el zumbido del teléfono en el bolsillo de mis pantalones cortos de surfista.
Miré a Manuel y vi que estaba todo colorado y reluciente de sudor. Había desaparecido hacía una hora y la razón era evidente, incluso aunque no lo conociera tan bien como lo conocía. —La vista que tengo yo es mucho mejor. —Giré el teléfono para enseñarle el selfie que Maite acababa de enviarme. Estaba en la playa también, echada en una tumbona no muy diferente de la que ocupaba yo en ese momento. Llevaba un biquini blanco y se la veía ya ligeramente morena. Del cuello le colgaba una fina cadena que bajaba por entre sus tetas voluptuosas y le rodeada su esbelta cintura.
Ojalá estuvieras aquí... —escribió en un mensaje de texto.
Ojalá. Estaba contando las horas que faltaban para tomar el avión de vuelta a casa. El sábado había sido un día agradable, un vago recuerdo de alcohol y música, pero el domingo se me estaba haciendo muy largo. —Está buenísima —silbó Manuel.
Sonreí, pues eso venía a resumir lo que pensaba yo de la foto de mi mujer. —¿No te preocupa que las cosas cambien después del «Sí, quiero»? —preguntó, tumbándose con las manos detrás de la cabeza—. Las esposas no tienen ese aspecto. No mandan selfies como ése.
Volví a la pantalla de inicio y le enseñé de nuevo el teléfono. Manuel abrió los ojos como platos al ver la foto de boda que hacía las veces de fondo de pantalla. —¡No puede ser! ¿Cuándo?
—Hace un mes.
Él negó con la cabeza. —No lo veo. El matrimonio..., quiero decir, Maite y tú, no... ¿Cómo no va a envejecer?
—Si uno es feliz, no envejece nunca.
—¿Acaso la variedad no es la salsa de la vida o algo así? —preguntó con una especie de humor medio filosófico—. Parte de la gracia que tiene follarse a una mujer es descubrir qué la pone y sorprenderte cuando te enseña algo nuevo. Si te acuestas siempre con la misma, ¿no termina convirtiéndose en una rutina? Tocas aquí, lames allá, mantienes el ritmo con el que a ella le gusta correrse... Aclarar y repetir.
—Cuando te llegue a ti, lo comprenderás.
Él se encogió de hombros. —¿Quieres tener hijos? ¿Es por eso?
—Con el tiempo. No enseguida. —No podía ni imaginarlo. Maite sería una madre maravillosa, una madraza. Y ¿los dos de padres? Algún día estaría preparado. Algún día aún lejano, cuando pudiera soportar compartirla con alguien más—. Ahora mismo la quiero sólo a ella.
—Señor Cross.
Levanté la vista y vi a Raúl detrás de mí con una expresión tensa. Me puse rígido al instante, luego me incorporé y, tras balancear las piernas, planté los pies en la arena. —¿Qué ocurre?
Enseguida temí por Maite. Acababa de enviarme un mensaje, pero... —Tiene que ver esto —dijo todo serio, queriéndome mostrar la tableta que llevaba.
Me levanté, guardé el teléfono en el bolsillo y me acerqué a él. Alargué una mano. La luz del sol oscurecía la pantalla, así que cambié de posición para proyectar mi sombra sobre el cristal. La foto que vi me heló la sangre. El titular hizo que me rechinaran los dientes. LA SALVAJE DESPEDIDA DE SOLTERO DE GIDEON CROSS EN BRASIL. —¿Qué cojones es esto? —solté con brusquedad.
Manuel se me acercó y me dio una palmada en el hombro. —Tiene toda la pinta de ser una buena juerga, cabrón. Con dos tías despampanantes.
Miré a Raúl. —Me lo ha enviado Clancy —explicó—. He hecho una búsqueda, y se ha hecho viral.
Clancy. Joder. «Maite...» Le pasé la tableta a Raúl y volví a sacar mi teléfono. —Quiero saber quién ha hecho esa foto. —¿Quién sabía que estaba en Brasil? ¿Quién me había seguido hasta el club una noche, había entrado en la zona reservada y tomado fotografías?
—Ya estoy en ello.
Jurando para mis adentros, llamé a mi mujer. Me consumían la impaciencia y la rabia mientras esperaba a que ella cogiera el teléfono. Le saltó el buzón de voz y colgué. Volví a marcar. Me invadió la preocupación. Los peores temores de sus fantasías habían quedado grabados a todo color en esa foto. Tenía que explicarlo, aunque sin saber cómo. Tenía la frente y las manos empapadas en sudor, pero por dentro estaba helado. El buzón de voz saltó por segunda vez. —¡Maldita sea! —Colgué y marqué de nuevo.
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Mensaje por tamalevyrroni Miér Jul 27, 2016 12:25 pm

11
–Tienes cara de necesitar otro —dijo Shawna, poniendo dos rebujitos en la pequeña mesa que había entre nuestras tumbonas.
—¡Dios santo! —Reí, ligeramente achispada. Aquella mezcla de fino y refresco de gaseosa era un poco traidora. Y no era precisamente una buena idea curar una resaca con más alcohol—. Me va a hacer falta una cura de desintoxicación después de este fin de semana.
Sonrió y volvió a tumbarse, su piel pecosa aún pálida y ligeramente sonrosada tras dos días al sol. Llevaba el pelo rojizo recogido en lo alto de la cabeza en una sexi maraña, y tenía la voz un poco ronca de tanto reír la noche anterior. Se había puesto un biquini color turquesa que atraía muchas miradas apreciativas. Shawna era un brillante foco de color, con la sonrisa siempre en los labios y un sentido del humor subido de tono.
En ese sentido, se parecía mucho a su hermano, a quien conocía y quería, pues era la pareja de mi antiguo jefe, Mark. Megumi apareció por el otro lado con otras dos copas. Miró la tumbona vacía en la que antes estaba mi madre. —¿Dónde está Monica?
—Ha ido a darse un chapuzón para refrescarse. —La busqué con la mirada, pero no la vi. No era fácil que pasara desapercibida con su biquini color lavanda, así que imaginé que estaría dando un paseo—. Volverá.
No se había separado de nosotras en ningún momento, uniéndose a todas las juergas. No era propio de ella beber mucho y estar levantada hasta tarde, pero parecía estar divirtiéndose. Desde luego, estaba causando furor, y la rodeaban hombres de todas las edades. En mi madre había una sensualidad juguetona que la hacía irresistible. Ojalá la tuviera yo. —Fijaos en él —dijo Shawna, llamando nuestra atención hacia el lugar donde Cary jugaba con las olas—. Es un imán para las chicas.
—Ya lo creo.
La playa estaba abarrotada, tanto que apenas se veía la arena. Se distinguían decenas de hombros y cabezas asomando entre las olas del mar, pero era fácil ver al grupo que rodeaba a Cary. Exhibía su sonrisa, atrayendo la atención como un gato al sol. Con el pelo peinado hacia atrás, la belleza de su preciosa cara quedaba bien a la vista, a pesar de las gafas de aviador que se había puesto para protegerse del sol.
Al darse cuenta de que lo estaba mirando, me saludó con la mano. Yo le lancé un beso, para armar un poco de lío. —¿Os habéis liado alguna vez? —preguntó Shawna—. ¿Te habría gustado?
Negué con la cabeza. Cary era una preciosidad ahora, sano y musculoso, un magnífico ejemplo de hombre perfecto. Pero cuando yo lo conocí, estaba demacrado y ojeroso, envuelto siempre en cazadoras incluso con el calor de los veranos de San Diego. Se tapaba los brazos para ocultar sus cicatrices y llevaba la capucha puesta sobre su casi rapada cabeza.
En las sesiones de terapia de grupo, siempre se sentaba fuera del círculo y contra una pared, con la silla inclinada hacia atrás y apoyada en las patas traseras. Rara vez hablaba pero, cuando lo hacía, su humor era negro y estaba salpicado de sarcasmo, sus reflexiones casi siempre resaltaban cínicas.
eflexiones casi siempre resaltaban cínicas. En una ocasión me acerqué a él porque no podía seguir haciendo caso omiso de aquel profundo dolor interior que emanaba. «No pierdas el tiempo dándome coba — me dijo tranquilamente, con sus preciosos ojos verdes carentes de toda luz—. Si lo que quieres es montarte en mi polla, dilo claramente. Nunca digo que no a un polvo.» Sabía que era verdad. El doctor Travis tenía muchos pacientes desquiciados que utilizaban el sexo a modo de bálsamo o como una forma de castigarse. Cary estaba disponible para todos ellos, y muchos aceptaban la invitación con frecuencia. «No, gracias —salté yo, asqueada de su agresión sexual—. Estás muy flaco para mi gusto. Cómete una puta hamburguesa, gilipollas.»
Después me arrepentí de haber intentado ser agradable con él. Me acosaba implacablemente, repeliéndome siempre con sus groseras insinuaciones sexuales. Al principio me ponía impertinente. Cuando eso no funcionaba, le paraba los pies a base de amabilidad. Y al final acabó convenciéndose de que no iba a acostarme con él. Mientras tanto, empezó a ganar peso. Se dejó crecer el pelo. Y ya no iba por ahí ofreciéndose a todo el mundo, aunque, en realidad, se había vuelto más selectivo. Me di cuenta de lo guapísimo que era, pero no había atracción. Se parecía demasiado a mí, y mi instinto de supervivencia estaba bien alerta. —Éramos amigos —le aseguré a Shawna—. Luego se convirtió en una especie de hermano para mí.
—Lo adoro —comentó Megumi, dándose bronceador en las piernas—. Me ha contado que las cosas no van bien entre Trey y él últimamente, y lo siento. Hacen una estupenda pareja.
Asentí con un gesto, volviendo la mirada hacia mi queridísimo amigo. Cary estaba levantando a una mujer por la cintura para lanzarla contra las olas. Ella emergió escupiendo y riendo a carcajadas, claramente entusiasmada. —Es una tontería decir que funcionará si tiene que funcionar, pero eso es lo que creo.
Aún tenía que llamar a Trey. Y a la madre de William, Elizabeth. Quería ponerme en contacto con Ireland. Y con Chris. Como probablemente estaría hecha polvo por el jet lag y el exceso de alcohol, me propuse hacer todas esas llamadas mientras me recuperaba en el ático. También tenía que llamar a mi padre, dado que había pospuesto nuestra llamada de los sábados por la diferencia horaria que había entre nosotros.—No quiero ir a casa. —Megumi se estiró con un suspiro y la copa entre las manos—. Estos dos días han pasado muy deprisa. Me parece increíble que nos marchemos dentro de unas horas.
Yo me habría quedado otra semana, de no ser porque echaba muchísimo de menos a William. —Maite, cariño...
Ladeé la cabeza al oír la voz de mi madre. Había llegado por detrás y se quedó a mi espalda envuelta en su pareo. —¿Ya es hora de irse?
Ella negó con la cabeza. Luego me fijé en que estaba retorciéndose las manos. Eso no era nunca buena señal. —¿Puedes acompañarme al hotel? —preguntó—. Tengo que hablar contigo.
Vi a Clancy detrás de ella, con la mandíbula tensa y dura. Se me aceleró el pulso. Me levanté, cogí el sarong que me había puesto para ir a la playa y me lo até a la cintura. —¿Vamos nosotras también? —preguntó Shawna, sentándose.
—Quedaos aquí con Cary —respondió mi madre, esbozando una sonrisa tranquilizadora.
Me fascinaba la manera que tenía de actuar con tanta serenidad cuando sabía a la perfección que estaba nerviosa. Yo era demasiado expresiva para ocultar mis reacciones, pero mi madre sólo mostraba emociones con los ojos y las manos, y a menudo decía que incluso con la risa salían arrugas. Como llevaba gafas de sol, iba perfectamente camuflada.
Sin decir una palabra, la seguí a ella y a Clancy de vuelta al hotel. Cuando llegamos al vestíbulo pareció que todos los empleados tenían que saludarnos con una sonrisa o un gesto de la mano. Todos sabían quién era yo. Después de todo, estábamos alojados en uno de los complejos de William. El nombre, Vientos Cruzados, significaba Crosswinds en inglés.
William y yo nos habíamos casado en un complejo turístico de Crosswinds. No me había dado cuenta de que era una cadena a nivel mundial.
Entramos en un ascensor y Clancy introdujo una tarjeta llave en la ranura adecuada, una medida de seguridad que limitaba el acceso a nuestra planta. Como había más gente en la cabina, aún tuve que esperar para que me dijeran qué ocurría.
Sentía ganas de vomitar, y se me venían toda clase de pensamientos a la cabeza. ¿Le habría pasado algo a William? ¿O a mi padre? Me di cuenta de que me había dejado el teléfono en la mesa, junto a la copa, y quise darme de cabezazos contra la pared. Si hubiera podido mandarle un mensaje rápido a William, habría sentido que hacía algo más aparte de volverme loca.
Después de tres paradas, en el ascensor sólo quedábamos nosotros, que seguimos subiendo hasta nuestra planta. —¿Qué ocurre? —pregunté volviéndome hacia mi madre y Clancy.
Ella se quitó las gafas con dedos temblorosos. —Se ha armado un escándalo —empezó a contar—. Sobre todo en la red.
Lo que significaba que estaba fuera de control. O a punto. —Mamá, dímelo ya.
Tomó aire. —Hay unas fotos... —Miró a Clancy pidiendo ayuda.
—¿De qué? —Creía que iba a vomitar. ¿Tenía las fotos que mi hermanastro Nathan había hecho de alguna manera? ¿O fotogramas del vídeo sexual con Brett?
—Esta mañana han aparecido unas fotos de William Cross en Brasil que se han hecho virales —dijo Clancy. Habló en tono neutro, pero había algo extraño en su postura. Tanta tensión no era habitual en él.
Sentí como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago. No dije nada más. No había nada que decir hasta que viera la prueba.
Salimos directamente a nuestra suite, un enorme espacio con varios dormitorios y una gran zona de estar en el medio. Las doncellas habían abierto las ventanas que daban al balcón corrido, y las cortinas transparentes se agitaban con la brisa tras haberse soltado los alzapaños que debían sujetarlas. Brillante con la luz y el calor de España, la suite me había encantado desde el momento en que llegamos. Ahora era casi incapaz de verla.
Fui hasta el sofá, temblándome las piernas, y esperé a que Clancy introdujera su clave en una tableta y me la pasara. Mi madre se sentó a mi lado, ofreciéndome su apoyo en silencio.
Bajé la vista y aspiré rápida y ruidosamente. Sentí como si me aplastaran el pecho con un torno. Lo que vi me dejó alucinada..., fue como si alguien se me hubiera colado en la cabeza y capturado una de las imágenes que tenía en la mente.
Fijé la mirada en William, tan misterioso y guapísimo vestido enteramente de negro. El pelo le tapaba en parte la cara, pero claramente era mi marido. Tenía la esperanza de que no lo fuera, intenté encontrar algo que delatara que el hombre de la imagen era un engaño, pero conocía el cuerpo de William tan bien como conocía el mío. Sabía cómo se movía, cómo se relajaba, cómo seducía.
Aparté la vista de la amada figura que se veía en el centro de la pantalla, incapaz de soportarlo.
Un sofá modular en forma de «U». Cortinas negras de terciopelo. Media docena de botellas de bebidas de máxima calidad encima de una mesa baja.
Un reservado para gente vip.
Una morena esbelta reclinada sobre un montón de cojines. El profundo escote de su top con lentejuelas ladeado. William estaba casi encima de ella, chupándole un pezón.
Una segunda morena de piernas largas, echada sobre la espalda de él. Los muslos de ambos entrelazados. Las piernas de ella abiertas. Su boca en una gran «O» de placer. William con un brazo por detrás. La mano bajo la corta falda de ella. No se veía, pero él tenía los dedos dentro de ella. Lo sabía. Fue una puñalada en el corazón.
La imagen se tornó borrosa cuando parpadeé para tratar de contener las lágrimas, sintiendo que me rodaban por las mejillas. Desplacé la tableta para quitarla de mi vista. Entonces vi mi nombre y leí la cruda especulación de quien había escrito aquello sobre lo que yo pensaría acerca de las escapadas sexuales de mi prometido mientras se despedía de su soltería.
Dejé la tableta sobre la mesa de centro, respirando con dificultad. Mi madre se me acercó y me abrazó. El teléfono de la habitación sonó ruidosamente, sobresaltándome y destrozándome los nervios. —Shhh... —susurró ella, pasándome la mano por el pelo—. Estoy aquí, cariño. A tu lado.
Clancy cogió el auricular. —¿Sí? —contestó con brusquedad. Luego su voz adoptó un tono gélido y cortante—. Ya veo que lo estás pasando en grande.
«William.» Miré a Clancy y noté la indignación que desprendía. —Sí, ella está aquí.
Me aparté de mi madre y conseguí ponerme de pie. Tratando de contener las náuseas, fui hacia él y alargué la mano para que me diera el teléfono. Me pasó el aparato inalámbrico y retrocedió. Me tragué un sollozo. —Hola.
Hubo una pausa. La respiración de William se aceleró. Yo había dicho tan sólo una palabra, pero no necesitó más para saber que estaba al tanto. —Cielo...
De repente me dieron ganas de vomitar y corrí al baño tirando el teléfono, sin apenas darme tiempo a levantar la tapa del inodoro antes de vaciar el contenido de mi estómago en violentas e incontrolables arcadas. Mi madre entró corriendo y yo le hice un gesto con la cabeza. —Vete —jadeé, hundiéndome en el suelo con la espalda apoyada contra la pared.
—Maite...
—Dame un minuto, mamá. Dame... un minuto.
Se me quedó mirando, luego asintió y cerró la puerta tras ella. Desde el teléfono, que estaba en el suelo, oí gritar a William. Alargué una mano y me lo acerqué a la oreja. —¡Maite, por el amor de Dios, coge el teléfono!
—No grites —le dije con la cabeza a punto de estallarme.
—Oh, Dios. —Tenía la respiración entrecortada—. Estás enferma. Maldita sea. Y estoy tan lejos... —Alzó la voz—. ¡Raúl! ¿Dónde cojones estás? ¡Quiero mi jet inmediatamente! Coge el teléfono y...
—No, no, no lo...
—Fue antes de conocerte. —Hablaba muy deprisa, respiraba muy deprisa—. No sé cuándo... ¿Qué? —Alguien le decía algo—. ¿El Cinco de Mayo? ¡Joder!... Y ¿por qué sale eso ahora?
—William...
—Maite, te juro que esa puta foto no se ha tomado esta noche. Jamás te haría algo así. Y lo sabes. Sabes lo que significas para mí...
—William, cálmate.
Empezó a calmárseme el pulso. Él estaba desesperado. Presa del pánico. Oírlo me partía el corazón. William era fuerte, capaz de arreglárselas, de sobrevivir y superar cualquier cosa. Yo era su debilidad, cuando lo único que yo quería era ser su fortaleza.
—Tienes que creerme, Maite. Jamás nos haría esto. Jamás me dedicaría a...
—Te creo.
—... follar por ahí... ¿Qué?
Cerré los ojos y apoyé la cabeza contra la pared. Mi estómago empezaba a asentarse. —Te creo.
Su estremecida exhalación sonó con fuerza. —¡Dios!
Silencio. Sabía lo mucho que significaba para él que lo creyera completamente. Todo. Cualquier cosa. No podía evitarlo, pero lo encontraba casi imposible de aceptar, aunque anhelara mi confianza más, creo yo, de lo que anhelaba mi amor. Para él, que creyera en él era mi amor. Su explicación era sencilla, alguien podría decir que demasiado sencilla pero, conociéndolo como lo conocía yo, era la que tenía más sentido. —Te quiero —susurró con voz suave, cansada—. Te quiero muchísimo, Maite. Como no cogías el teléfono...
—Yo también te quiero.
—Lo siento. —Emitió un leve gemido lleno de dolor y pesar—. Siento mucho que hayas visto eso. Es una putada. Todo esto es una putada.
—Has visto cosas peores —repliqué.
William me había visto besar a Brett Kline delante de sus narices. Había visto al menos parte del vídeo sexual en el que aparecíamos Brett y yo. Comparado con eso, una foto no era nada. —Me fastidia que estés allí y yo aquí —dijo a continuación.
—A mí también.
Quería tener el consuelo de su abrazo. Y, lo que era más, quería consolarlo, demostrarle otra vez que no me iba a ir a ninguna parte y que no tenía motivos para temer. —Es la última vez que hacemos algo así.
—Sí. Sólo vas a casarte dos veces, las dos conmigo. Se te acabaron las despedidas de soltero.
Él soltó una carcajada. —No me refería a eso.
—Lo sé.
—Dile a Clancy que te traiga a casa. Estamos haciendo las maletas para ir al aeropuerto.
Negué con la cabeza, aunque él no podía verme. —Quédate hasta mañana —repuse.
—¿Mañana...? Ah, claro, estás enferma.
—No, estoy bien. Iré a buscarte. A Río.
—¿Qué? No. No quiero estar aquí. Tengo que volver a casa para aclarar este asunto de una puñetera vez.
—Está por todas partes, William. Nada podrá cambiarlo. —Me levanté del suelo —. Ya lo, o la, cazarás más adelante. No pienso dejar que nos estropeen los recuerdos de este fin de semana.
—No es...
—Si quieren fotos de ti en Brasil, campeón, yo estaré en ellas.
Se quedó pensativo unos instantes. —De acuerdo. Te estaré esperando.
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Mensaje por tamalevyrroni Miér Jul 27, 2016 12:34 pm

***
—Quizá sea un fotomontaje —dijo Megumi.
—O ese tipo se le parece —sugirió Shawna, ladeándose hacia ella para ver la tableta—. La verdad es que no se le ve muy bien, Maite.
—No. —Negué con la cabeza. Las cosas eran como eran—. Ése es William, sin duda.
Cary, que se sentaba a mi lado en la limusina, me cogió de la mano y entrelazamos los dedos. Mi madre estaba sentada en el sofá de detrás del conductor, mirando muestrarios de telas. Tenía sus esbeltas piernas cruzadas y daba golpecitos con un pie nerviosamente.
Tanto Megumi como Shawna me lanzaban miradas apenadas. Su compasión me hería el amor propio. Había cometido el error de mirar en las redes sociales. Me asombraba lo cruel que podía ser la gente. Según algunos, yo era una mujer desairada. O tan estúpida que no me daba cuenta de que iba a casarme con un hombre que a mí me daría su nombre mientras ofrecía su cuerpo y sus atenciones a quien le viniera en gana. Era una cazafortunas dispuesta a soportar la humillación por dinero. Podría ser un ejemplo para todas las mujeres..., si le diera la espalda a William y buscara a otra persona. —Es una foto antigua —repetí.
En realidad, no hacía tanto tiempo, pero nadie tenía por qué saber cuánto exactamente, salvo que la foto en cuestión no se había tomado mientras él y yo manteníamos una relación. William había cambiado mucho desde entonces. Por mí. Por los dos. Y yo ya no era la mujer que él había conocido aquel trascendental día de junio. —Antiquísima —dijo Shawna con contundencia—. Desde luego.
Megumi asintió, pero con cara de no estar convencida del todo. —¿Por qué iba a mentirme? —pregunté de manera inexpresiva—. No costaría mucho dar con el club que se ve al fondo. Tiene que ser uno de los de William, y apuesto a que está en Manhattan. Y de ninguna manera podría estar en Nueva York y tener el pasaporte sellado en Brasil en el mismo día.
Me había llevado unas horas darme cuenta de eso, y me alegraba la idea. No necesitaba ninguna prueba de que mi marido me decía la verdad. Pero si de alguna manera podíamos probar que la foto estaba tomada en un lugar concreto e identificable, estaría bien poner las cosas en su sitio. —Muy bien. —Megumi me dedicó una sonrisa de oreja a oreja—. Está loco por ti, Maite. No andaría por ahí teniendo líos de faldas.
Asentí con la cabeza y dejé el tema a un lado. Pronto llegaríamos al aeropuerto y no quería que nos despidiéramos pensando en ese estúpido cotilleo en lugar de en el estupendo viaje que habíamos hecho.—Gracias por venir. Me lo he pasado fenomenal.
Me habría encantado que vinieran a Río también, pero no tenían el visado para entrar en el país. Además, las dos tenían que trabajar el lunes. Así que nuestros caminos se separaron: las chicas volvían a casa con el equipo de seguridad de Clancy, mientras que Cary, mi madre, Clancy y yo volamos a Brasil en el jet que William había dispuesto para nosotros.
Iba a ser un viaje rápido. Llegaríamos el lunes por la mañana y nos marcharíamos el lunes por la noche. Lo poco que pudiéramos dormir sería en el avión. Pero para cuando yo estuviera para el arrastre, William dejaría Brasil con una sonrisa en la boca. No quería que recordara ese fin de semana con pesar. Ya teníamos bastantes malos recuerdos. En adelante, deseaba que todos los que atesorase fueran buenos. —Somos nosotras quienes tenemos que dártelas —dijo Megumi—. Ha sido un viaje inolvidable.
Shawna cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás en el asiento. —Saluda a Arnoldo de mi parte.
Sabía que Shawna y Arnoldo se habían hecho amigos desde que se conocieron la noche que fuimos al concierto de los Six-Ninths. Creo que se sentían seguros juntos. Shawna esperaba a que su novio, Doug, regresara de Sicilia, donde estaba haciendo un curso de alto nivel para chefs. Arnoldo aún estaba curándose el corazón roto, pero era un hombre que amaba a las mujeres, y seguro que apreciaría poder disfrutar de la compañía de alguien que no esperaba otra cosa.
Cary se encontraba en una situación parecida. Echaba de menos a Trey y no le apetecía andar liándose por ahí, lo cual era impropio de él. Normalmente, cuando lo pasaba mal, follaba para olvidar. Sin embargo, se había pasado el fin de semana pegado a Megumi, que parecía un ciervo deslumbrado en cuanto se le acercaban los hombres. Cary había sido su escudo, y ambos se habían divertido tomándose las cosas con calma.
William no era el único que había tenido una vida difícil. Y, en cuanto a mí, me moría por estar con mi marido. El estrés le hacía tener pesadillas, así que saqué el teléfono y le envié un mensaje: Sueña conmigo. La respuesta fue tan propia de William que me hizo sonreír: Vuela más deprisa. Y enseguida supe que volvía a estar en forma.
***
—¡Caray! —Miré por la ventanilla del jet mientras el aparato rodaba por la pista de aterrizaje de un aeropuerto privado en las afueras de Río—. ¡Ésa sí que es una vista!
En el asfalto estaban William, Arnoldo, Manuel y Arash. Todos ellos vestidos con bermudas y camisetas. Todos ellos morenos y altos. De hermosa musculatura. Bronceados. Estaban dispuestos como si fueran una fila de coches deportivos exóticos y escandalosamente caros. Potentes, excitantes, peligrosamente rápidos.
No tenía dudas de la fidelidad de mi marido, pero si me hubiera quedado alguna, al verlo habría desaparecido. A sus amigos se los veía sueltos y relajados, enfriando motores tras duras carreras. No podían disimular que habían disfrutado de Rio y de sus mujeres. William, sin embargo, estaba tenso, vigilante, con el motor en marcha, ronroneando con la necesidad de pasar de cero a sesenta en el espacio de un latido. Nadie le había hecho a mi marido una prueba de rodaje.
Yo había ido allí con la intención de calmarlo, de planear estrategias, de recuperar un poco de mi orgullo herido. Pero iba a ser el conductor que lo dejara sin gasolina. «Sí, por favor.»
Noté una pequeña sacudida cuando colocaron la escalera móvil contra el jet. Clancy fue el primero en bajar. Lo siguió mi madre. Yo salí detrás de ella, deteniéndome en la plataforma para sacar una foto con el móvil. La imagen de William y sus amigos sí que iba a dar que hablar en internet.
Bajé el primer escalón y William echó a andar, descruzando los brazos al acortar la distancia que nos separaba. No le veía los ojos, sino a mí misma en el reflejo de sus gafas, pero notaba la intensidad con que me miraba. Hizo que me flojearan las piernas y tuve que agarrarme al pasamanos.
Le estrechó la mano a Clancy. Aguantó e incluso se las arregló para darse un breve abrazo recíproco con mi madre. Pero en ningún momento me quitó los ojos de encima ni se retrasó más de unos segundos. Me había puesto mis provocativos tacones rojos. Unos pantalones cortísimos y ceñidos, con la cinturilla muy por debajo del ombligo, apenas me tapaban el culo. Llevaba un top de encaje rojo con tirantes, que, con una cinta de terciopelo rojo, se ceñía en la espalda a modo de corsé. Me había recogido el pelo en un moño un poco alborotado. William terminó de alborotármelo cuando me cogió en el último peldaño y metió la mano en él.
Selló su boca con la mía, como si no se hubiera fijado en el brillo rojo que me había puesto en los labios. Me rodeó la cintura y quedé suspendida en su abrazo, con los pies despegados del suelo. Acoplándome a él, enlacé los tobillos en la parte baja de su espalda; echó la cabeza hacia atrás y nuestras lenguas se encontraron en un ardiente beso. Bajó la mano que tenía en mi pelo para sostenerme, rodeándome el culo de la manera exigente y posesiva que a mí me gustaba. —Eso es la hostia de sensual —dijo Cary desde alguna parte a mis espaldas.
Manuel emitió un agudo silbido. Me importaba muy poco el espectáculo que estuviéramos dando. Tocar y saborear el cuerpo de William era una delicia embriagadora. Me venían toda clase de pensamientos a la cabeza. Quería montarlo, frotarme contra él. Quería verlo desnudo y sudoroso, impregnado de mi olor. En la cara, las manos, la polla... Mi marido no era el único que deseaba marcar territorio. —Maite Lauren —me reprendió mi madre—, compórtate como es debido.
El sonido de su voz nos enfrió a los dos al instante. Solté las piernas y William me ayudó a bajar al suelo. Me separé a regañadientes, alzándole las gafas de sol brevemente para mirarlo a los ojos. «Ira..., lujuria...»
Le limpié los restos de gloss que le había dejado en la boca con los dedos. Tenía los labios hinchados de la pasión de nuestro beso, suaves las sensuales curvas.
Me rodeó la cara con las manos y me rozó los labios con los pulgares. Echándome la cabeza hacia atrás, me besó en la punta de la nariz. Ahora se mostraba tierno, atemperada ya la feroz alegría de verme al haberme tocado. —Maite —dijo Arnoldo, acercándose a mí con una leve sonrisa en su atractivo rostro—. Me alegro de verte.
Me volví hacia él un poco nerviosa. Quería que fuéramos amigos. Quería que me perdonara por haberle hecho daño a William. Quería... Me plantó un beso en la boca. Anonadada, no supe reaccionar. —¡Largo! —exclamó William.
—Oye, que no soy un perro —saltó Arnoldo. Me miró divertido—. Se ha pasado todo el tiempo suspirando por ti. Ya puedes liberarlo de su tormento.
Mi inquietud desapareció. Estaba más cariñoso conmigo que en los últimos tiempos, más que cuando nos habían presentado. —Yo también me alegro mucho de verte, Arnoldo — dije.
El siguiente fue Arash. Cuando alzó ambas manos para tocarme la cara, William levantó inmediatamente un brazo entre nosotros. —Ni se te ocurra —advirtió.
—Eso no es justo.
Le lancé un beso. Manuel fue más ladino. Se acercó por detrás de mí y, levantándome del suelo, me plantó un sonoro beso en la mejilla. —Buenos días, guapísima.
—Hola, Manuel —reí—. ¿Divirtiéndote aún?
—No lo sabes bien. —Dejándome en el suelo, me guiñó un ojo.
William parecía haberse calmado un poco. Estrechó la mano a Cary y le preguntó qué tal por Ibiza. Sus amigos saludaron a mi madre, que enseguida activó sus encantos y obtuvo los resultados esperados: todos se quedaron cautivados. William me agarró de la mano. —¿Tienes el pasaporte?
—Sí.
—Pues vámonos. —Y echó a andar con paso enérgico.
Me apresuré a seguirlo y me volví a mirar al grupo que dejábamos atrás. Iban en otra dirección. —Ellos han pasado el fin de semana con nosotros — dijo William en respuesta a una pregunta no pronunciada—. Hoy es nuestro día.
Me hizo pasar por el trámite rápido de aduana y luego volvimos a la pista, donde nos esperaba un helicóptero. Las palas de los rotores empezaron a girar cuando nos aproximábamos. Raúl apareció de repente y abrió la puerta trasera. William me ayudó a subir a la parte de atrás y él lo hizo detrás de mí. Busqué el cinturón de seguridad, pero William me apartó las manos y me aseguró rápidamente antes de sentarse. Me pasó unos auriculares y él se puso los suyos. —En marcha —le dijo al piloto.
Empezábamos a elevarnos antes de que William se hubiera puesto el cinturón de seguridad.
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Mensaje por tamalevyrroni Miér Jul 27, 2016 12:37 pm

***
Estaba sin aliento cuando llegamos al hotel, aún sobrecogida por la vista de la ciudad de Río extendida debajo de nosotros, sus playas salpicadas de altas lomas y sus colinas repletas de favelas pintadas de vivos colores. Los coches abarrotaban las carreteras, extraordinariamente densas por el tráfico incluso comparadas con las de Manhattan en horas punta. La famosa estatua del Cristo Redentor refulgía sobre el cerro del Corcovado a lo lejos a mi derecha cuando rodeamos el Pan de Azúcar y seguimos la costa hasta Barra da Tijuca.
En coche habríamos tardado horas en llegar al hotel desde el aeropuerto, pero nosotros habíamos hecho el viaje en unos minutos. Entrábamos en la suite de William antes de que mi cerebro, aturdido por el desfase horario, se diera cuenta plenamente de que había estado en tres países distintos en otros tantos días.
Vientos Cruzados Barra era tan lujoso como todas las propiedades Crosswinds que había visto, pero con un gusto local que lo hacía único. La suite de William era tan amplia como la mía de Ibiza, y las vistas eran impresionantes.
Me detuve a admirar la playa desde el balcón, fijándome en las interminables hileras de puestos de cocos y en los dorados cuerpos tendidos en la arena. En el aire se oía música de samba, alegre, sensual y optimista. Tomé una foto y la descargué en mi cuenta de Instagram, junto con la que les había hecho a los chicos en la pista. La vista desde aquí... #RíoDeJaneiro.
Agregué a todo el mundo y descubrí que Arnoldo había subido una imagen mía y de William besándonos apasionadamente en el aeropuerto. Era una foto estupenda, íntima y sensual. Arnoldo tenía varios millares de seguidores y la foto tenía ya docenas de comentarios y «Me gusta».
Queridos amigos disfrutando #RíoDeJaneiro y el uno del otro. En ese instante sonó el móvil de William y se excusó un momento. Oí que hablaba en otra habitación y allí me dirigí. No habíamos dicho ni una palabra desde que salimos del aeropuerto, como si estuviéramos reservándonos para una conversación íntima. O quizá no había nada que decir. Que el mundo dijera lo que quisiera y difundiera mentiras. Nosotros sabíamos lo que teníamos. No había que calificarlo, justificarlo ni expresarlo.
Lo encontré en un despacho, delante de un escritorio en forma de «U» lleno de fotografías y notas, algunas de las cuales habían caído al suelo. El lugar estaba patas arriba, tan impropio del estricto orden que por lo general mantenía mi marido. Tardé unos instantes en caer en la cuenta de que las fotos eran del interior de un club que coincidía con el fondo de la foto de William en el Cinco de Mayo.
Resultaba un tanto inquietante que hubiéramos tenido la misma idea. Y sorprendente, de alguna manera. Me volví para marcharme. —Maite. Un momento.
Lo miré. —Mañana por la mañana es mejor —dijo a quien estuviera al otro lado de la línea—. Envíame un mensaje cuando se confirme.
Luego colgó y silenció el teléfono, dejándolo junto a las gafas de sol. —Quiero que veas esto.
—No tienes que probarme nada —le dije.
Él se me quedó mirando. Ahora que no llevaba las gafas, vi que tenía ojeras. —Anoche no dormiste. —No era una pregunta. Debería haber sabido que no lo haría.
—Voy a arreglarlo.
—No se ha roto nada.
—Te oí mientras estaba al teléfono —dijo tenso.
Me apoyé en el marco de la puerta. Sabía cómo se había sentido él cuando besé a Brett: con pensamientos homicidas. Se pelearon como animales. Para mí la confrontación física violenta no era una opción. Mi cuerpo se había purgado de los celos como había podido. —Haz lo que tengas que hacer —murmuré—. Pero yo no necesito nada. Estoy bien. Tú y yo, nosotros estamos bien.
William tomó aire profundamente. Lo soltó. Luego se llevó las manos atrás y se quitó la camisa por encima de la cabeza. Se quitó las sandalias mientras se desabrochaba los pantalones, que dejó que cayeran al suelo. No llevaba nada debajo. Lo contemplé mientras se acercaba a mí desnudo, fijándome en las líneas oscuras del bronceado y en la rigidez de su verga. La tenía increíblemente dura, subidas las pelotas ya. Flexionaba todos los músculos al andar. Aquellos muslos tan impactantes: los abdominales, una tabla; los bíceps, marcadísimos.
Yo no me movía, casi no respiraba, apenas parpadeaba. No dejaba de maravillarme que pudiera estar con él. Me sacaba unos treinta centímetros largos, y pesaba casi cuarenta y cinco kilos más que yo. Y era fuerte. Muy fuerte.
Cuando hacíamos el amor, me excitaba estar debajo de él y sentir toda aquella increíble fuerza concentrada únicamente en dar placer a mi cuerpo y disfrutar de él.
William me cogió en brazos, bajó la cabeza y me tomó la boca en un beso profundo y voluptuoso, deleitándose despacio, con suaves lameduras y labios persuasivos. No me di cuenta de que me había desatado el top hasta que me cayó por los brazos. Introdujo los pulgares bajo la cinturilla de mis shorts, deslizándolos a un lado y a otro de mi piel sensible, hasta que detuvo el beso para agacharse y ayudarme a quitarme la ropa. Gemí con ganas de más. —Vamos a dejar los tacones puestos —susurró enderezándose del todo. Sus ojos eran de un azul tan brillante que me recordaban el agua en la que nos bañamos desnudos cuando nos casamos.
Le pasé los brazos por el cuello, me levantó y me llevó al dormitorio.
***
—Y algunos de esos pequeños panecillos redondos de queso —pedí, y William transmitió el pedido, en portugués, al servicio de habitaciones.
Tendida boca abajo en la cama, de cara a las puertas correderas del balcón, agitaba las piernas con los provocativos tacones aún puestos. Y nada más. Apoyaba el mentón sobre los brazos cruzados. Era muy agradable sentir la cálida brisa marina en la piel, enfriando el sudor que cubría mi cuerpo entero. Arriba, en el techo, giraban despacio las aspas de caoba del ventilador, talladas en forma de hojas de palmera. Respiré hondo, olía a sexo y a William.
Colgó el teléfono y el colchón se hundió cuando se acercó a mí, rozándome el trasero con los labios, y a continuación la espalda hasta los hombros. Se tumbó a mi lado, apoyando la cabeza en una mano, acariciándome la espalda con la otra. Me giré para mirarlo. —¿Cuántos idiomas sabes?
—Un poco de muchos y mucho de unos pocos —respondió.
—Mmm. —Me arqueé con sus caricias.
Me besó en los hombros otra vez. —Me alegro de que estés aquí —susurró—. Me alegro de haberme quedado.
—A veces tengo buenas ideas.
—Yo también. —El brillo lascivo de sus ojos no me dejó ninguna duda de lo que estaba pensando.
No había pegado ojo en toda la noche, luego había follado conmigo, muy despacio, durante casi dos horas. Se había corrido tres veces, la primera con tal intensidad que incluso había bramado. A voz en grito. Estaba segura de que el sonido había traspasado las ventanas abiertas. Yo había alcanzado el orgasmo sólo de oírlo. Y enseguida estuvo preparado otra vez. Siempre estaba preparado. Dichosa yo. Me puse de lado, de cara a él. —¿Necesitas a dos mujeres para saciarte?
William se cerró en banda. —No pienso entrar al trapo.
Le toqué la cara. —¡Eh! Era una broma, cariño. Una broma pesada.
Rodó de espaldas, cogió una almohada y la colocó entre los dos. Luego volvió la cabeza hacia mí con el ceño fruncido. —Antes tenía un... vacío... dentro de mí —dijo en voz baja—. Decías que era un hueco, que tú lo habías llenado. Y es verdad.
Yo escuchaba atentamente. William estaba hablando, compartiendo. Le costaba mucho y no le gustaba. Pero me amaba. —Te esperaba a ti —añadió echándome el pelo hacia atrás—. Una docena de mujeres no podrían haber hecho lo que has hecho tú. —Se pasó ambas manos por la cabeza—. Pero, joder, las distracciones me ayudaban a no pensar en ello.
—Yo puedo conseguirlo —susurré, deseando verlo contento y juguetón otra vez —. Puedo conseguir que no pienses en nada.
—Ese vacío ha desaparecido. Tú estás ahí.
Me incliné sobre él y lo besé. —Estoy aquí, también.
Cambió de postura y se puso de rodillas, levantándome y dejándome caer sobre la almohada de manera que quedé con el culo en pompa. —Así es como te quiero.
Lo miré por encima del hombro. —Recuerdas que va a venir el servicio de habitaciones, ¿verdad?
—Dijeron que entre cuarenta y cinco y sesenta minutos.
—Tú eres el jefe. No tardarán tanto.
Se colocó entre mis piernas. —Les dije que tardaran una hora.
Me eché a reír. Creía que el almuerzo era un descanso. Por lo visto, sólo lo era la llamada telefónica. Me agarró las nalgas con ambas manos y apretó. —¡Joder! Tienes un culo de lo más increíble. Es el perfecto cojín para hacer esto...
Sujetándome las caderas, se introdujo en mí. Un largo y lento deslizamiento. Emitió un masculino gruñido de placer, y a mí se me encogieron los dedos de los pies en los zapatos. —¡Dios! —Apoyé la frente en la cama y gemí—. ¡Qué duro estás!
Apretó los labios en mi hombro. Movió las caderas, acariciándome por dentro, empujando lo bastante para causarme un ligero dolor. —Me excitas —dijo con voz ronca—. No puedo evitarlo. No quiero.
—No lo hagas. —Arqueé la espalda, acoplándome a sus tranquilas y cuidadosas estocadas. De ese humor se encontraba hoy. Tierno. Complaciente. Haciendo el amor —. No pares.
Me puso los brazos a ambos lados, presionando con las palmas en el colchón, y me acarició con los labios. —Te propongo un trato, cielo. Reventaré cuando lo hagas tú.
***
—¡Puf! —Me miraba en el espejo, cambiando de postura continuamente—. ¡A quién se le ocurre ponerse el biquini después de haber comido como un cerdo!
Tiré del sujetador sin tirantes del bañador verde esmeralda que William había comprado en la tienda del vestíbulo, luego intenté colocarme bien la parte inferior. William apareció por detrás con un aspecto sexi y de lo más goloso, vestido con unas bermudas negras. Me rodeó con sus brazos, al tiempo que sopesaba mis pechos en sus palmas. —Estás guapísima. Me gustaría quitarte esto con los dientes.
—Hazlo. —¿Para qué ir a la playa? Ya habíamos estado en la playa durante el fin de semana.
—¿Todavía quieres tener fotos de nosotros ahí? —preguntó. Cruzamos la mirada en el espejo—. Si no, no tengo inconveniente en lanzarte a la cama otra vez y darte otro repaso.
Me mordí el labio inferior, debatiéndome. Tiró de mí hacia él. Descalza, William podía apoyar el mentón en la coronilla de mi cabeza. —¿No te decides? Vale, iremos a la playa, aunque sólo sea para que luego no te arrepientas de no haber ido. Treinta minutos..., una hora..., y luego volveremos hasta que llegue el momento de marcharnos.
Me conmovió. Siempre pensaba primero en mí y en lo que necesitaba yo. —Te quiero muchísimo.
Casi se me paró el corazón al ver la expresión de sus ojos.—Tú me crees —susurró—. Siempre.
Me volví y me apreté contra su pecho. —Siempre.
***
—Es una foto bonita —dijo mi madre en voz baja, pues los chicos estaban todos dormidos. Las luces de la cabina del jet estaban atenuadas, y los hombres, reclinados todos en sus asientos—. Aunque habría preferido que no mostraras tanto trasero.
Sonreí, con la mirada en la tableta que sostenía en sus manos. Vientos Cruzados Barra contaba con varios fotógrafos en plantilla para cubrir los eventos, convenciones y bodas que se celebraban en aquella espléndida propiedad. William había encargado a uno que nos fotografiara en la playa, a distancia, para que yo no me diera cuenta.
En las anteriores fotos publicadas de nosotros en Westport, William me sujetaba debajo de él, con el oleaje lamiéndonos las piernas. En las nuevas se nos veía al sol, él tumbado boca arriba, y yo echada encima con los brazos cruzados sobre sus abdominales y la barbilla apoyada en las manos. Estábamos hablando, con la vista fija en su cara mientras él me miraba y me pasaba los dedos por el pelo. Sí, con el biquini de corte brasileño que llevaba, se me veía el culo, pero lo que realmente destacaba era la intensidad con que William me observaba y la familiaridad, cómoda y espontánea, que se veía entre nosotros.
Mi madre me miró. Había una tristeza en sus ojos que no alcanzaba a comprender. —Confiaba en que pudierais llevar una vida tranquila y normal —declaró—. Pero el mundo no va a dejar que eso suceda.
La foto se había hecho viral poco después de subirse a una red social. Las especulaciones iban en aumento. ¿Cómo podía estar con William en Río y parecerme bien que follara con otras dos mujeres? ¿Era tan pervertida nuestra vida sexual? ¿O quizá no era William Cross el de la foto en el club?
Antes de quedarse dormido, William me había dicho que su equipo de relaciones públicas estaba trabajando las veinticuatro horas del día, atendiendo llamadas y administrando sus cuentas en las redes sociales. A partir de hoy, las respuestas oficiales eran para confirmar que yo había estado en Río con William. Había dicho que él se encargaría de todo lo demás personalmente cuando llegáramos a casa, aunque se había mostrado muy cauteloso respecto a cómo iba a hacerlo. «Estás muy hermético», lo acusé yo sin vehemencia. «De momento», coincidió él con una vaga sonrisa. Puse una mano encima de la de mi madre. —Todo va a salir bien. Tarde o temprano, la gente se cansará de nosotros. Y nos marcharemos durante un mes después de la boda. Eso es una eternidad sin saber de nosotros. Los medios buscarán otras noticias.
—Eso espero —respondió ella con un suspiro—. Te casas el sábado. No puedo creerlo. Aún hay tanto que hacer...
El sábado. Dentro de unos pocos días. No me parecía posible que William y yo pudiéramos sentirnos más casados de lo que ya nos sentíamos, pero sería bonito pronunciar los votos delante de nuestras familias. —¿Por qué no vienes al ático mañana? —le sugerí—. Me encantaría que lo vieras y habláramos de cosas que aún están por decidir. Comeremos juntas y daremos una vuelta.
La cara se le iluminó. —¡Qué idea tan estupenda! Me encantaría, Maite.
Me apoyé en el reposabrazos y la besé en la mejilla. —A mí también.
***
—¿Ni siquiera vas a dormir un poco? —Estupefacta, vi que William se dirigía a su guardarropa.
Sólo llevaba puestos unos calzoncillos tipo bóxer, el pelo se lo había secado con la toalla después de la ducha que se había dado nada más llegar a casa. Yo estaba en la cama, exhausta y rota a pesar de que había dormido en el avión. —Va a ser un día corto —dijo sacando un traje gris oscuro—. Llegaré pronto a casa.
—Te pondrás enfermo si no duermes lo suficiente. No me gustaría que cayeras enfermo el día de nuestra boda o en nuestra luna de miel.
Sacó la corbata azul que tanto me gustaba. —No voy a caer enfermo.
Miré el reloj de la mesilla. —¡No son ni las siete siquiera! Nunca vas a trabajar tan pronto.
—Tengo cosas que hacer. —Se abrochó la camisa rápidamente—. Deja de darme la lata.
—No estoy dándote la lata...
Me lanzó una mirada risueña. —¿No te saciaste de mí ayer?
—Dios mío, serás engreído...
Se sentó y se puso los calcetines. —No te preocupes, cariño. Te daré más en cuanto llegue a casa.
—Ahora mismo me gustaría tirarte algo a la cabeza.
William se había vestido en un abrir y cerrar de ojos, pero de alguna manera se las había arreglado para estar elegante, perfecto. Lo que sólo consiguió agriarme más el humor. —Deja de poner mala cara —me regañó, encorvándose para besarme en lo alto de la cabeza.
—Yo tardo una eternidad en tener tan buen aspecto y tú lo consigues sin proponértelo —rezongué—. Y te has puesto mi corbata favorita. —Le resaltaba el color de los ojos, asegurándose de que sólo se lo veía a él y lo guapísimo que era.
—Lo sé —sonrió—. Cuando vuelva a casa, ¿te gustaría que te follara con ella puesta?
Me lo imaginé y desfruncí el ceño. ¿Cómo sería que se bajara la bragueta y me follara con uno de sus trajes puesto? Tórrido. En más de un sentido. —Sudamos demasiado —dije, descartando la idea con un mohín—. La estropearíamos.
—Tengo una docena. —Se enderezó—. Vas a quedarte en casa, ¿verdad?
—Un momento. ¿Tienes una docena de corbatas como ésa?
—Es tu preferida —respondió sencillamente, como si eso lo explicara todo. Lo que supuse que así era.
—En casa, ¿verdad? —repitió.
—Sí, mi madre vendrá dentro de unas horas y tengo que hacer algunas llamadas.
Se encaminó hacia la puerta. —Duerme un poco, ángel gruñón. Sueña conmigo.
—Ya, ya —mascullé abrazando una almohada y cerrando los ojos. Y soñé con él, claro.
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Mensaje por tamalevyrroni Miér Jul 27, 2016 12:38 pm

***
—La mayoría de los invitados ya han confirmado su asistencia —dijo mi madre, pasando los dedos por el panel táctil de su portátil para mostrarme una hoja de cálculo que hizo que se me cruzaran los ojos—. No esperaba que asistieran tantos invitados, habiéndolos avisado con tan poca antelación.
—Eso es bueno, ¿no? —dije, aunque, sinceramente, no tenía ni idea. Ni siquiera sabía a cuántos se había invitado a la recepción. Sólo sabía que era el domingo por la tarde en uno de los hoteles de William de la ciudad.
De otra manera, no habríamos tenido el espacio que necesitábamos. Scott no lo había dicho, pero me figuré que alguien se quedaría sin sitio para su evento en el último momento. Y el número de habitaciones que habíamos reservado para acomodar a la familia de mi padre... No me había parado a pensar en todo eso cuando había elegido el cumpleaños de William como fecha para la boda. —Sí, es estupendo. —Mi madre me sonrió, pero era una sonrisa forzada. Estaba muy estresada, y yo me sentía mal por ello también.
—Va a ser maravilloso, mamá. Increíble. Y vamos a ser todos muy felices, y si algo sale mal, pues nos dará igual. —Ella se estremeció—. Pero eso no ocurrirá —me apresuré a añadir—. Todos los empleados se asegurarán de que todo esté bien. Es el gran día de su jefe.
—Sí —asintió ella con expresión de alivio—. Tienes razón. Querrán que todo esté perfecto.
—Y lo estará.
¿Cómo no iba a ser así? William y yo ya estábamos casados, pero nunca habíamos celebrado su cumpleaños juntos. Me moría de ganas. Mi teléfono sonó al recibir un mensaje de texto. Lo cogí y lo leí, frunciendo el ceño. Luego cogí el mando a distancia de la televisión. —¿Qué pasa? —preguntó mi madre.
—No lo sé. William quiere que encienda la tele. —Sentí malestar en el estómago, agolpándoseme la preocupación que acababa de sentir. ¿Cuánto más tendríamos que soportar?
Pulsé el botón del canal que me había especificado y reconocí el plató de un popular programa de entrevistas. Para horror mío, en ese momento William estaba tomando asiento junto a una mesa rodeado de las cinco presentadoras..., mientras se oían aplausos, abucheos y silbidos. Pensaran lo que pensasen sobre su fidelidad, las mujeres no podían resistirse a él. Su carisma y su atractivo eran un millón de veces más potentes en persona. —¡Dios mío! —exclamó mi madre—. Pero ¿qué hace?
Subí el volumen. Como era de esperar, después de felicitarlo por nuestro compromiso, las presentadoras se lanzaron de lleno al asunto de Río y del infame ménage à trois de la foto del club. Por supuesto, insistieron en señalar que no se mostraría en el programa porque era demasiado arriesgado, pero remitieron a los televidentes a la web del programa, que se destacaba en la barra informativa que se desplazaba en la parte de abajo de la pantalla. —¡Vaya!, ¡qué sutiles! —saltó mi madre—. ¿Por qué está dedicando más atención al asunto?
La hice callar. —Tiene un plan —repuse. Al menos, eso esperaba yo.
Sosteniendo entre ambas manos una taza de café, en la que se veía el logo del programa, William parecía pensativo, mientras todas las presentadoras metían baza en lugar de dejarlo hablar a él. —¿Volveremos a tener más despedidas de soltero? — preguntó una de ellas.
—Bueno, ésa es una de las cosas que puedo aclarar — terció William antes de que las mujeres empezaran a debatir ese punto—. Dado que Maite y yo nos casamos el mes pasado y ya no estoy soltero, no podía ser una despedida de soltero.
Detrás de ellos, en una enorme pantalla de vídeo, el logo del programa dio paso a una foto mía y de William besándonos después de pronunciar los votos matrimoniales. Contuve la respiración al tiempo que se oían los gritos sofocados del público. —¡Vaya! —murmuré—. Nos ha descubierto.
Apenas oí el torrente de conversación que siguió a su revelación, pues me había quedado anonadada con lo que estaba haciendo para ocuparse de todo. William era un hombre reservado. Nunca daba entrevistas personales, sólo las que tenían que ver con Cross Industries.
s Industries. De la foto nuestra se pasó a una serie de instantáneas tomadas en el interior del mismo club nocturno en el que las morenas de piernas largas se le subían encima. Cuando él miró al público y sugirió que algunos de los que allí estaban quizá conocían el lugar, se oyeron varios gritos afirmativos. —Evidentemente —continuó, mirando de nuevo a las presentadoras—, no podía estar en Nueva York y en Brasil al mismo tiempo. La foto que se hizo viral fue manipulada digitalmente para borrar el logotipo del club. Verán que está bordado en las cortinas del reservado vip. Sólo hizo falta el software adecuado y unos cuantos clics para hacerlo desaparecer.
—Pero las chicas estaban ahí —contraatacó una de las presentadoras—, y lo que estaba sucediendo con ellas era real.
—Cierto. Yo tenía una vida antes de que apareciera mi esposa —dijo tranquilamente y sin disculparse—. Desgraciadamente, eso no puedo cambiarlo.
—Su mujer también tenía una vida antes de que apareciera usted. Ella es la Maite que se menciona en una canción de los Six-Ninths. —La mujer miró un poco de soslayo. Era evidente que estaba leyendo la información en un apuntador óptico—. Rubia.
—Sí, es ella —confirmó William.
Su tono era neutro. Se lo veía imperturbable. Aunque yo sabía que el programa nunca era tan espontáneo como parecía, no dejaba de ser surrealista ver nuestras vidas utilizadas para aumentar el índice de audiencia matinal. De pronto apareció una foto mía y de Brett en el lanzamiento del videoclip de Rubia en Times Square y se oyó un fragmento de la canción. —¿Cómo se siente respecto a eso?
William esbozó una de sus escasas sonrisas. —Si yo escribiera canciones, compondría una balada para ella también.
En la pantalla apareció la foto mía y de William en Brasil. Y enseguida le siguieron la de Westport y una serie de imágenes tomadas mientras caminábamos por la alfombra roja de varios eventos benéficos. En todas ellas, tenía los ojos clavados en mí.
—Oooh, qué bien se le da esto —dije para mí misma fundamentalmente. Mi madre intentaba cerrar su portátil—. Es sincero pero distante, y lo bastante seguro de sí mismo para parecerse al legendario William Cross. Además, les ha entregado un montón de fotos con las que trabajar.
También había sido una gran idea ir a un programa en el que las entrevistadoras eran varias mujeres que analizaban temas femeninos. Sin embargo, no iban a ceder un ápice en el asunto de su presunta infidelidad, ni siquiera a pasar de puntillas por el tema. Iban a aclararse las cosas de una manera que tal vez no se conseguiría de conducir la entrevista un hombre. Una de las entrevistadoras se echó hacia adelante. —Está a punto de publicarse un libro sobre usted, ¿no es así? Escrito por su exprometida.
En la pantalla apareció una foto de William y Corinne en la fiesta de Vodka Kingsman. Se oyó un murmullo colectivo del público. Yo apreté los dientes. Estaba guapísima, como siempre, y complementaba de maravilla el oscuro atractivo de William. Quise creer que esa imagen era un hallazgo del propio programa. —En realidad, escrito por alguien en la sombra —respondió él—. Por alguien que tiene un interés personal. Me temo que se están aprovechando de la señora Giroux y ella no se da cuenta.
—No lo sabía. Y ¿de quién se trata? —La entrevistadora miró al público y explicó rápidamente lo que era un escritor fantasma.
—No estoy autorizado a decir que está escribiendo el libro.
La entrevistadora insistió en ese punto. —Pero ¿lo conoce? ¿O la conoce? Y usted no le cae bien...
—Exacto. Ambas cosas.
—¿Se trata de una exnovia? ¿De un antiguo socio?
La entrevistadora que había estado más callada cambió de tercio. —Respecto a Corinne... ¿Por qué no nos cuenta la historia que hay detrás de ella, William?
Mi marido dejó la taza en la mesa, de la que acababa de tomar un sorbo. —La señora Giroux y yo salíamos juntos cuando estábamos en la universidad.
Estuvimos un tiempo comprometidos, pero ya entonces nuestra relación no iba a ninguna parte. Éramos inmaduros y, sinceramente, no sabíamos lo que queríamos. —¿En serio?
—La juventud y la confusión no ayuda mucho a que una relación sea interesante y salaz, en mi opinión. Pero no dejamos de ser amigos y ella se casó. Lamento que le parezca necesario comercializar esa época de nuestra vida ahora que estoy casado. Estoy seguro de que a Jean-François le resultará tan incómodo como a mí.
—Es su marido, ¿verdad? Jean-François Giroux. ¿Lo conoce?
En la pantalla aparecieron Corinne y Jean-François vestidos de etiqueta en algún evento. Formaban una atractiva pareja, aunque el contraste entre los dos hombres no era muy halagador para el francés. No podía compararse con William pero, claro, ¿quién podía? Mi marido asintió. —Tenemos negocios juntos.
—¿Ha hablado con él de este asunto?
—No. No hablo de este tema, por lo general. —En su boca volvió a aparecer aquella leve sonrisa—. Acabo de casarme. Tengo otras cosas en la cabeza.
Di palmadas de alegría. —¡Eso es! Fue idea mía. Le dije que no dejara de recordarle a la gente que ella está casada y que él conoce a su marido. —Y también se metió con Deanna. Muy bien jugado todo.
—¿Tú sabías que iba a hacer esto? —preguntó mi madre horrorizada.
La miré, frunciendo el ceño al ver lo pálida que estaba. Era preocupante, teniendo en cuenta el bronceado que había adquirido en los dos últimos fines de semana. —No, no tenía ni idea. Hablamos del asunto Giroux hace tiempo. ¿Estás bien?
Se apretó las sienes con las yemas de los dedos. —Me duele la cabeza.
—Aguanta hasta que termine el programa y te traeré algo. —Volví la mirada a la televisión, pero habían hecho un corte para la publicidad. Corrí al botiquín del cuarto de baño y regresé con un pequeño frasco de pastillas. Me sorprendió ver que mi madre estaba preparándose para marcharse—. ¿Te vas? ¿No íbamos a almorzar juntas?
—Estoy cansada, Maite. Me voy a casa a acostarme.
—Podrías dormir un poco aquí, en la habitación de invitados —sugerí.
Pensé que le gustaría. Después de todo, William había hecho una copia exacta del dormitorio que tenía yo en el apartamento. Un torpe pero considerado intento de proporcionarme un refugio seguro en su casa en un momento de nuestra relación en el que no sabía si luchar por ella o salir corriendo en dirección contraria.
Negó con la cabeza y se pasó por el hombro la cinta de la funda de su portátil. —Estaré bien. Hemos hablado de las cosas más importantes. Luego te llamo.
Me dio dos besos al aire en ambas mejillas y se marchó. Volví a sentarme en el sofá, dejé las pastillas encima de la mesa de centro y vi el resto de la entrevista de William.
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Mensaje por tamalevyrroni Miér Jul 27, 2016 12:42 pm

12
–Señor Cross. —Scott se levantó de su escritorio—. ¿Estará hoy en su despacho al final?
Negué con la cabeza y abrí la puerta, cediéndole el paso a Angus. —Sólo he venido a ocuparme de un asunto. Mañana sí estaré.
Había cancelado la agenda y había distribuido reuniones y citas para el resto de la semana. Había pensado tomarme el día libre y no ir para nada al Crossfire, pero la información que había encargado a Angus que reuniese era demasiado sensible para arriesgarme a que se revelara en cualquier otro lugar.
Cerré la puerta y oscurecí la pared de cristal. Luego seguí a Angus a la zona de estar y me dejé caer en un sillón. —Ha estado muy ocupado estos últimos días, amigo — dijo torciendo los labios con ironía.
—Ni un momento de aburrimiento. —Exhalé bruscamente, combatiendo la fatiga —. Dime que tienes algo.
Angus se inclinó hacia adelante. —Algo más de lo que tenía cuando empecé: una licencia matrimonial en una ciudad falsa y el certificado de defunción de Jackson Tramell, en el que figuraba Lauren Kittrie como esposa. Murió antes de cumplirse el año de casados.
Me concentré en la información más importante. —¿Lauren mintió respecto a su lugar de origen?
Angus asintió. —No es algo difícil de hacer.
—Pero ¿por qué?
Me fijé en que tenía tensa la mandíbula. —Hay algo más —dije.
—No se especifica cómo murió —respondió en voz baja—. Jackson tenía un disparo en la sien derecha.
Me puse rígido. —¿No pudieron determinar si había sido suicidio u homicidio?
—Eso es. No pudo precisarse de manera concluyente si fue una cosa o la otra. Más preguntas sin respuestas, y la cuestión más importante era si Lauren desempeñaba un papel importante en todo aquello o no. Puede que únicamente estuviéramos dando vueltas en círculo.
—¡Joder! —Me pasé una mano por la cara—. Sólo quiero una foto, por el amor de Dios.
—Ha pasado mucho tiempo, William. Un cuarto de siglo. Puede que alguien de su ciudad la recordara, pero ignoramos de qué ciudad se trata.
Dejé caer la mano y lo miré. Conocía las inflexiones en su tono y lo que significaban. —¿Tú crees que alguien se ha encargado de atar las cosas?
—Es posible. Como también es posible que el informe policial de la muerte de Jackson se traspapelara con los años.
—Eso no te lo crees ni tú —repliqué.
Confirmó mi afirmación con un gesto de la cabeza. —Contraté a una joven para que se hiciera pasar por una funcionaria de Hacienda que buscaba a Lauren Kittrie Tramell. Interrogó a Monica Dieck, que dijo que no había visto a su excuñada desde hacía muchos años y que tenía entendido que Lauren había fallecido.
Moví la cabeza, intentando comprender todo aquello sin conseguirlo. —Monica se asustó, amigo. Cuando oyó el nombre de Lauren se quedó blanca como la pared.
Me levanté y empecé a caminar de un lado a otro. —¿Qué cojones significa eso? Eso no aclara nada.
—Hay alguien que podría tener las respuestas.
Me paré en seco. —La madre de Maite —dije.
Él asintió. —Podría preguntarle.
—¡Joder! —Me quedé mirándolo—. Lo único que quiero saber es que mi esposa está a salvo, que nada de esto supone ningún peligro para ella.
A Angus se le suavizó la expresión. —Por lo que sabemos de la madre de Maite, proteger a su hija ha sido siempre una prioridad para ella. No la imagino poniéndola en peligro.
—Su exceso de protección es exactamente lo que me preocupa. Ha estado siguiendo los pasos de Maite desde Dios sabe cuándo. Suponía que era por Nathan Barker, pero tal vez él sólo fuera parte de la razón. Quizá haya otros motivos.
—Raúl y yo estamos trabajando ya en la revisión de los protocolos de seguridad.
Me pasé los dedos por el pelo. Además de sus obligaciones con respecto a la seguridad, ambos se ocupaban también del problema de Anne y de encontrar cualquier documento que su hermano pudiera haber guardado, así como de identificar al fotógrafo que me había hecho la foto y de aclarar el misterio de la madre de Maite. Era consciente de que, a pesar del equipo con el que contaban, no daban abasto con tanto trabajo.
Mis guardaespaldas antes se encargaban sólo de mis asuntos. Ahora Maite formaba parte de mi vida, lo que efectivamente duplicaba sus obligaciones. Angus y Raúl estaban acostumbrados a turnarse, pero últimamente ambos trabajaban casi las veinticuatro horas del día. Tenían libertad para contratar refuerzos, pero lo que se necesitaba era otro jefe de seguridad, puede que dos, unos expertos cuya única responsabilidad sería Maite y en quienes pudiera tener la confianza incondicional que tenía en mi equipo actual.
Tendría que buscar tiempo para hacer eso. Cuando Maite y yo volviéramos de la luna de miel, quería que todo estuviera en su sitio. —Gracias, Angus —dije, y exhalé bruscamente—. Vamos a casa. Ahora quiero estar con Maite. Cuando haya dormido un poco, pensaré qué hacer a continuación.
***
—¿Por qué no me lo dijiste?
Miré a Maite mientras me desnudaba. —Creí que te gustaría la sorpresa —repuse.
—Ya, bueno. Pero aun así... Menuda ha sido.
Sabía que estaba contenta con la entrevista. La forma en que me había abordado cuando había llegado a casa había sido una buena señal. Hablaba muy deprisa también y no paraba quieta en ningún sitio. Lo cual, bien pensado, no se diferenciaba mucho de lo que hacía Lucky, que tan pronto corría a meterse debajo de la cama como volvía a salir, dando grititos de puro contento.
Salí del vestidor en calzoncillos y caí en la cama rendido. Qué cansado estaba. Tan cansado que ni siquiera podía darle un buen repaso a mi preciosa mujercita, que estaba adorable con un mono corto sin tirantes, o como se llamara. Sin embargo, eso no quería decir que no me viera capaz de estar a la altura de las circunstancias en caso de que me hiciera proposiciones deshonestas.
Maite se sentó en su lado de la cama, luego se inclinó por el borde para ayudar a Lucky, que intentaba trepar sin conseguirlo. Instantes después, lo tenía encima de mí, gañendo mientras lo sujetaba para que no me llenara de babas. —Que sí, que te entiendo. A mí también me caes bien, pero yo no te lamo la cara.
Me soltó un ladrido. Maite se recostó en la cama riendo. Entonces caí en la cuenta de que era eso. Eso era lo que se entendía por hogar. Y no podía ser mejor. Desde que murió mi padre, en ningún lugar me había sentido en casa, y ahora había recuperado esa sensación. Sujetando a Lucky contra mi estómago, me volví hacia mi mujer. —¿Qué tal te ha ido con tu madre?
—Bien, supongo. Estamos preparadas para el domingo.
—¿Supones?
Ella se encogió de hombros. —Empezó a dolerle la cabeza durante tu entrevista. Pareció flipar un poco.
Me quedé mirándola. —¿Por qué?
—Porque estuvieras hablando de nuestra vida privada en televisión. No sé. No la entiendo a veces.
Me acordé de cuando Maite me contó que había hablado del libro de Corinne con Monica y de la utilización de los medios de comunicación en beneficio propio. Monica la había prevenido contra ello y le había aconsejado que valorase nuestra intimidad. En aquel momento coincidía con la madre de Maite, y —dejando aparte la entrevista de hoy— seguiría coincidiendo con ella. Pero a la luz de lo poco que sabía respecto de la identidad de Monica, parecía probable que a la madre de Maite le preocupara también su propia intimidad. Una cosa era que su nombre apareciera mencionado en la prensa de sociedad local, y otra muy diferente atraer la atención de todo el mundo.
Maite tenía los rasgos faciales de su madre y algunos gestos. Y también el apellido Tramell, lo cual no dejaba de ser un extraño error. Mejor tapadera habría sido darle a Maite el apellido de Victor. Alguien podría estar buscando a Monica. Si quienquiera que fuese sabía por lo menos lo que sabía yo, el haber visto la cara de Maite en la televisión nacional lo habría puesto sobre la pista.
El corazón empezó a latirme con fuerza. ¿Corría peligro mi mujer? No tenía ni idea de lo que Monica podría estar escondiendo. —¡Oh! —Maite se incorporó de repente—. No te lo he dicho... ¡Ya tengo vestido!
—¡Joder! Me has dado un susto de muerte. —Aprovechando el momento de confusión, Lucky dio un brinco y empezó a lamerme como un loco.
—Perdona. —Maite cogió al cachorro y me rescató, poniéndoselo en el regazo cuando se sentó a mi lado con las piernas cruzadas—. He llamado a mi padre hoy. Mi abuela le preguntó si me gustaría ponerme su vestido de boda. Él me ha enviado una foto de ella del día de su boda, ¡y es perfecto! ¡Es exactamente lo que no sabía que quería!
Me toqué el pecho y sonreí con ironía. ¿Cómo no iba a cautivarme ver a mi mujer tan emocionada ante la perspectiva de casarse conmigo otra vez? —Me alegro, cielo.
Le centelleaban los ojos de entusiasmo. —Se lo hizo mi bisabuela, con la ayuda de sus hermanas. Es una reliquia de familia, ¿a que es de lo más guay?
—Sí que lo es.
—¿Verdad? Y somos más o menos de la misma altura. El trasero y las tetas me vienen de ese lado de la familia. Es posible que no haya que hacer ningún arreglo.
—A mí me encantan tu trasero y tus tetas.
—Obseso. —Movió la cabeza a un lado y a otro—. Creo que será bueno que los parientes de esa rama de la familia vean que me lo he puesto. Me preocupaba que se sintieran fuera de lugar, pero llevaré el vestido y de alguna manera se sentirán plenamente incluidos. ¿No te parece?
—Estoy de acuerdo. —Le hice un gesto con un dedo—. Ven aquí.
Ella me observó. —Tienes esa mirada tuya.
—¿Ah, sí?
—¿Sigues pensando en mi trasero y en mis tetas?
—Siempre. Pero de momento me valdrá con un beso.
—Mmm. —Se inclinó y me ofreció la boca.
Le rodeé la nuca con una mano y tomé lo que necesitaba.
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Mensaje por tamalevyrroni Miér Jul 27, 2016 12:44 pm

***
—Es impresionante, hijo mío.
Estoy mirando el Crossfire desde la calle, pero el sonido de la voz de mi padre hace que vuelva la cabeza. —Papá.
Va vestido como yo, con un traje oscuro de tres piezas. La corbata es de color burdeos, al igual que el pañuelo que le sobresale del bolsillo superior de la chaqueta. Somos de la misma altura y, por un momento, eso me sobresalta. ¿Por qué me sorprende? La respuesta me ronda por la cabeza, pero no consigo dar con ella. Me pasa un brazo por los hombros. —Has construido un imperio. Estoy orgulloso de ti.
Respiro profundamente. No me había dado cuenta de cuánto necesitaba oírle decir eso. —Gracias.
Se gira para mirarme. —Y estás casado. Enhorabuena.
—Deberías venir a casa conmigo y conocer a mi mujer.
Estoy nervioso. No quiero que me diga que no. Hay muchas cosas que me gustaría contarle y nunca tenemos tiempo. Sólo unos minutos de cuando en cuando, fragmentos de conversaciones que se quedan en lo superficial. Y, con Maite allí, tendría el valor de decir lo que tuviera que decir. —Te encantará. Es increíble.
Mi padre esboza una sonrisa. —Muy guapa, también. Me gustaría tener un nieto. Y una nieta.
—¡Hala! —Me echo a reír—. No vayamos tan deprisa.
—La vida pasa deprisa, hijo. Cuando quieras darte cuenta, se habrá acabado. No la desperdicies.
Consigo tragar el nudo que se me ha formado en la garganta. —Tú podrías haber tenido más tiempo.
—Tú podrías haber tenido más tiempo. No es eso lo que quiero decir. Quiero preguntarle por qué se rindió, por qué decidió quitarse de en medio. Pero temo la respuesta. —Yo no habría construido algo así ni con todo el tiempo del mundo. —Vuelve a levantar la vista hacia el Crossfire. Desde el suelo parece alargarse hasta el infinito, una ilusión óptica que crea la pirámide de lo alto—. Habrá que trabajar mucho para mantener esto en pie. Ocurre lo mismo con un matrimonio. Con el tiempo, tendrás que anteponer una cosa a la otra.
Pienso en ello. ¿Es verdad? Niego con la cabeza. —Lo mantendremos en pie juntos.
Me da una palmada en el hombro y el suelo reverbera bajo mis pies. Empieza débilmente, luego se intensifica, hasta que comienzan a llovernos cristales por todos lados. Horrorizado, veo cómo la lejana aguja de la torre estalla y luego se proyecta hacia abajo, las ventanas reventando por la presión.
***
Me desperté con un grito ahogado, respirando con dificultad. Empujé el peso que notaba en el pecho y palpé un cálido pelaje. Parpadeé y me encontré a Lucky trepándome por encima, emitiendo tenues gemidos. —¡Pero bueno...! —Me senté y me eché el pelo hacia atrás.
Maite dormía a mi lado, hecha un ovillo con las manos bajo la barbilla. A través de las ventanas advertí que el sol se ponía deprisa. Eché un rápido vistazo al reloj y vi que eran poco más de las cinco de la tarde. Había puesto la alarma del despertador a y cuarto, así que alcancé mi móvil y la quité. Lucky metió la cabeza debajo de mi antebrazo. Lo sostuve en alto a la altura de los ojos. —Has vuelto a hacerlo.
Me había despertado de una pesadilla. ¿Quién demonios sabía si lo hacía conscientemente o no? Yo se lo agradecía de todas maneras. Lo froté de arriba abajo y salí de la cama sin hacer ruido. —¿Te estás levantando? —preguntó Maite.
—Tengo que ir a ver al doctor Petersen.
—Ah, sí. Se me había olvidado.
Había considerado la posibilidad de no acudir a la cita, pero Maite y yo nos marcharíamos pronto de luna de miel y no vería al buen doctor durante un mes. Imaginaba que podría aguantar el tipo hasta entonces. Dejé a Lucky en el suelo y me dirigí al baño. —¡Oye! —me llamó—. Esta noche he invitado a Chris a cenar.
Di un paso en falso y me paré en seco. Me volví. —No me mires así —dijo al tiempo que se sentaba y se frotaba los ojos con los puños—. Se siente solo, William. Está solo, sin su familia. Lo está pasando mal. He pensado que podría preparar algo sencillo de cena y ver una película. Para que se olvide del divorcio durante un rato.
Suspiré. Así era mi esposa. Siempre protegiendo a los extraviados y los heridos. ¿Cómo iba a criticarla por ser la mujer de la que me había enamorado? —Vale —dije.
Ella sonrió. Merecía la pena seguirle la corriente con tal de verla sonreír.
***
—Acabo de ver la entrevista —dijo el doctor Petersen, cuando se sentaba en su sillón—. Mi mujer me lo dijo hace un rato y he podido seguirla en internet. Bien hecho. Me ha gustado.
Tirándome de las perneras de los pantalones, me senté en el sofá. —Un mal necesario, pero estoy de acuerdo, salió bien.
—¿Qué tal está Maite?
—¿Me está preguntando que cómo reaccionó al ver la foto?
El doctor Petersen sonrió. —Me imagino su reacción. ¿Qué tal está ahora?
—Está bien. —Aún me entraban escalofríos con el recuerdo de lo mal que se había puesto—. Estamos bien.
Lo que no evitaba que me hirviera la sangre cada vez que pensaba en ello. Esa foto existía desde hacía meses. ¿Por qué guardarla y sacarla a la luz en estos momentos? Habría sido noticia en mayo.
La única respuesta que se me ocurría era que querían hacerle daño a Maite. Tal vez abrir una brecha entre nosotros. Querían humillarnos a los dos.
Alguien pagaría por ello. Cuando me hubiera tomado la revancha, sabrían lo que era bueno. Y sufrirían, como habíamos sufrido Maite y yo. —Maite y tú decís que las cosas van bien. ¿Qué significa eso?
Giré los hombros hacia atrás para eliminar tensión. —Tenemos una relación... sólida. Ahora hay una estabilidad que no había antes.
El terapeuta dejó la tableta en el reposabrazos y me miró a los ojos. —Ponme un ejemplo.
—La foto es uno bueno. Hubo un tiempo en nuestra relación que nos habría jodido de verdad.
—Y esta vez es diferente.
—Muy diferente. Maite y yo discutimos porque mi despedida de soltero fuera a celebrarse en Río. Es muy celosa. Siempre lo ha sido y no me importa. En realidad, me gusta. Pero no me gusta que se torture con ello.
—Los celos hunden sus raíces en la inseguridad.
—Cambiemos las palabras, entonces. Es territorial. No volveré a tocar a otra mujer en lo que me resta de vida y ella lo sabe. Pero tiene una imaginación muy viva, y en esa foto están todos sus temores a todo color.
El doctor Petersen estaba dejando que hablara yo, pero por un momento no pude. Tuve que sacarme esa imagen —y toda la ira que me provocaba— de la cabeza para poder continuar. —Maite se encontraba a miles de kilómetros de distancia cuando esa mierda explotó en internet y yo no tenía ninguna prueba de que era falso. Sólo mi palabra, y ella me creyó. Sin preguntas. Sin dudas. Me expliqué como pude y lo aceptó.
—Y eso te sorprende.
—Sí, me... —Hice una pausa—. En realidad, ahora que hablo de ello, me doy cuenta de que no me sorprendió.
—¿No?
—Los dos tuvimos un momento difícil, pero no la cagamos. Fue como si supiéramos cómo arreglar las cosas entre nosotros. Y sabíamos que lo haríamos. Tampoco había ninguna duda.
Él sonrió con delicadeza. —Estás siendo muy franco. En la entrevista y ahora.
Me encogí de hombros. —Es sorprendente lo que es capaz de hacer un hombre cuando se enfrenta a la posibilidad de perder a la mujer sin la que no puede vivir.
—Te cabreaste mucho con su ultimátum. Le guardabas rencor. ¿Aún se lo guardas?
—No. —La respuesta me salió sin dudar, aunque nunca olvidaría lo mal que me había sentido cuando ella se empeñó en que nos separásemos—. Si quiere que hable, hablaré. Da igual lo que le suelte, el humor en el que me encuentre, lo mal que se sienta ella cuando lo oiga... Maite puede soportarlo. Y me ama más.
Me eché a reír, sorprendido por la oleada de dicha que me invadió de repente. El doctor Petersen enarcó las cejas con una sonrisa en los labios.—Nunca te había oído reír de esa manera.
Yo negué con la cabeza desconcertado. —No se acostumbre.
—No sé yo. Hablar más, reír más... Ambas cosas van de la mano, ¿sabes?
—Depende de quién hable.
Su mirada era cálida y compasiva. —Dejaste de hablar cuando tu madre dejó de escuchar.
Mi sonrisa se desvaneció. —Hay quien piensa que los hechos dicen más que las palabras —continuó—, pero aun así necesitamos palabras. Necesitamos hablar y necesitamos que se nos oiga.
Me quedé mirándolo, acelerándoseme el pulso de manera inexplicable. —Tu mujer te escucha, William. Te cree. —Se echó hacia adelante—. Yo te escucho y te creo. Así que vuelves a hablar y obtienes una respuesta diferente de la que te habías acostumbrado a esperar. Abre posibilidades, ¿verdad?
—Me abre a mí, querrá decir.
Asintió. —Cierto. Al amor y la aceptación. A la amistad. A la confianza. A un mundo nuevo, en realidad.
Me froté el cogote. —Y ¿qué se supone que debo hacer?
—Para empezar, reír más. —El doctor Petersen se echó hacia atrás con una sonrisa en los labios y volvió a coger su tableta—. Luego ya veremos.
***
Entré en el vestíbulo de casa con Nina Simone y Lucky como sonidos de fondo, sintiéndome bien. El cachorro ladraba al otro lado de la puerta, arañándola como un loco. Sonriendo a pesar de mí mismo, giré el pomo y me agaché para coger aquel cuerpecillo inquieto cuando se lanzó hacia mí por la abertura. —Me has oído llegar, ¿a que sí? —Cuando me puse de pie, lo mecí contra mi pecho y dejé que me lamiera la mejilla mientras yo le acariciaba el lomo.
Entré en el salón a tiempo para ver a mi padrastro levantarse de donde había estado sentado en el suelo. Me saludó con una cálida sonrisa y una mirada aún más cálida, hasta que se moderó un poco y corrigió la expresión. —Hola —me saludó, acortando la distancia que nos separaba. Vestía unos vaqueros y un polo, pero se había quitado los zapatos, dejando ver unos calcetines rojos remendados con hilo rojo en las punteras. El pelo, ondulado, del color de un penique desgastado, lo tenía más largo de lo que nunca le había visto, y una barba de varios días le oscurecía la mandíbula.
Me quedé inmóvil, los pensamientos se me agolpaban en la cabeza. Por un momento, Chris me había mirado como hacía el doctor Petersen. Como hacía Angus. Como me miraba mi padre en sueños.
Incapaz de sostenerle la mirada, me tomé unos segundos para dejar a Lucky en el suelo e inspirar profundamente. Cuando me enderecé, me encontré con que Chris me tendía la mano.
Con ese hormigueo que me era tan familiar, fui consciente de su presencia antes de verla y, cuando miré detrás de él, descubrí a Maite en la entrada de la cocina. Su mirada se cruzó con la mía, suave, tierna y llena de amor.
Algo en él había cambiado radicalmente. Aquel saludo tan natural me recordó a cómo eran las cosas entre nosotros hacía unos años. Hubo un tiempo en que Chris no había sido tan formal conmigo, un tiempo en que me había mirado con afecto. Había dejado de hacerlo porque yo se lo pedí. Él no era mi padre. Nunca sería mi padre. No se me ocultaba que yo era sólo la carga que venía con el hecho de que se hubiera enamorado de mi madre. No hacía falta que fingiera que yo le importaba una mierda.
Pero, por lo visto, había fingido que yo no le importaba. Le estreché la mano y le di un rápido abrazo, palmeándole la espalda firmemente pero con suavidad. Él no me soltaba, y yo me quedé petrificado; los ojos se me fueron a Maite.
Ella hizo como que me servía algo de beber, y luego se retiró para servirme una copa de verdad.
Chris me soltó, retrocediendo y aclarándose la garganta. Detrás de sus gafas de montura dorada, tenía los ojos brillantes y húmedos. —¿Un martes informal? —preguntó bruscamente, mirándome los vaqueros y la camiseta—. Trabajas demasiado. Sobre todo teniendo a esa monada de perro y a tu preciosa mujer esperándote en casa.
«Tu mujer te escucha, William. Te cree. Yo te escucho y te creo.» Mi padrastro también me creía. Y le estaba costando. Me daba cuenta de lo que estaba ocurriendo, lo reconocía de los tiempos en que yo mismo me había sentido así. Separarme de Maite había sido casi como la muerte en vida, y nuestra relación seguía siendo nueva. Chris había estado casado con mi madre más de dos décadas.
—Tenía cita con mi terapeuta —le dije. Esas palabras, tan normales, sonaron ajenas a mis oídos, como si fueran más propias de una persona inestable mentalmente que cuenta demasiadas cosas íntimas.
Él tragó saliva. —Estás viendo a alguien... Eso es bueno, William. Me alegra oírlo.
Maite apareció con una copa de vino en la mano. Me la tendió, levantando la barbilla para ofrecerme la boca. La besé, sellando nuestros labios durante un largo y dulce momento. —¿Tienes hambre? —preguntó cuando la solté.
—Canina —dije.
—Vamos, entonces.
La miré de arriba abajo mientras nos precedía camino de la cocina, admirando cómo sus pantalones piratas le ceñían el exuberante trasero. Iba descalza y el pelo le caía con suavidad sobre los hombros. Con la cara lavada y algo de brillo en los labios, estaba deslumbrante.
Maite había dispuesto que comiéramos en la isla de la cocina, poniéndonos a Chris y a mí en el lado de los taburetes, mientras que ella estaba enfrente y comía de pie. Era así de espontánea y relajada, como la atmósfera que había creado.
Tres velas aromatizaban el ambiente con una fragancia de cítricos y especias. La cena consistía en ensalada de bistec a la plancha con queso gorgonzola, rodajas de cebolla roja, pimientos rojo y amarillo y una vinagreta picante. En un cestillo forrado con tela se mantenía caliente pan de ajo tostado, y una botella de vino tinto, decantado, iba a servirse en copas sin pie.
No dejaba de mirar a Maite mientras se movía al ritmo de la música a la vez que comía y charlaba con Chris sobre la casa de la playa de los Outer Banks. De pronto me acordé de cómo era el ático antes de que ella empezara a mudarse. Era la casa donde vivía yo, pero no podía decir que fuera un hogar. De alguna manera debía de saber que ella estaba a punto de aparecer en mi vida cuando lo compré. Ese lugar la esperaba, al igual que yo, la necesitaba para darle vida. —Tu hermana va a venir conmigo a la cena de mañana, William —dijo Chris—. Está entusiasmada.
Maite frunció el ceño. —¿Qué cena?
Él enarcó las cejas. —A tu marido se le va a hacer un homenaje por su generosidad.
—¿En serio? —Maite abrió mucho los ojos y dio un saltito—. Y ¿vas a dar un discurso?
—Eso es lo que se espera siempre, sí —respondí divertido.
—¡Yupi! —Se puso a saltar y a aplaudir como si fuera una animadora—. Me encanta oírte hablar.
Por una vez, pensé que a lo mejor hasta me gustaba hacerlo, dado que la sola idea le ponía a Maite aquel provocativo brillo en los ojos. —Me apetece muchísimo ver a Ireland —añadió—. ¿Es de etiqueta?
—Sí.
—¡Doble yupi! Tú vestido de esmoquin, dando un discurso. —Se frotó las manos.
Chris se reía. —Está claro que tu mujer es tu mayor admiradora.
Ella le hizo un guiño. —Y que lo digas.
Saboreé el vino antes de tragarlo. —Nuestra agenda social debería estar sincronizada con tu teléfono, cielo —dije.
La sonrisa de Maite se convirtió en un ceño fruncido. —Creo que no lo está.
—Lo miraré.
Apoyándose en el respaldo de la silla, Chris se llevó la copa al pecho y suspiró. —Una cena estupenda, Maite. Gracias.
Ella le restó importancia con un gesto de la mano. —No era más que una ensalada, pero me alegra que te haya gustado.
Pasé de mirarla a ella a mirar a mi padrastro. Me debatía entre decir algo o no, devanándome los sesos. Las cosas estaban bien como estaban. A veces los cambios fastidiaban asuntos que antes iban bien. —Deberíamos hacer esto más a menudo. —Las palabras me salieron de la boca sin que me diera cuenta.
Él se me quedó mirando un momento, luego bajó la vista a su copa y carraspeó. —Me encantaría, William. —Volvió a mirarme—. Te acepto el ofrecimiento cuando quieras.
Hice un gesto con la cabeza. Bajándome del taburete, recogí su plato y el mío y los llevé al fregadero. Maite me siguió y me dio el suyo. Cruzamos la mirada y ella sonrió. Luego volvió con Chris. —Vamos a abrir otra botella de vino.
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Mensaje por tamalevyrroni Miér Jul 27, 2016 12:46 pm

***
—Llevamos dos semanas de adelanto. A menos que suceda algún imprevisto, deberíamos terminar enseguida.
—Excelente. —Me levanté y estreché la mano al gestor de proyectos—. Estás haciendo un buen trabajo, Leo.
Abrir el nuevo complejo Crosswinds antes de lo previsto reportaba innumerables beneficios, y no era el menor de ellos hacer coincidir las necesarias inspecciones finales con un tiempo de recreo en compañía de mi mujer. —Gracias, señor Cross. —Recogió el material y se enderezó. Leo Aigner era un hombre robusto, con el pelo rubio, que empezaba a perder, y una gran sonrisa. Era muy trabajador, se ajustaba estrictamente a los plazos y se adelantaba siempre que podía—. Enhorabuena, por cierto. He oído que se ha casado hace poco —añadió.
—Sí, es cierto. Gracias.
Lo acompañé hasta la puerta de mi despacho y, cuando se marchó, miré el reloj. Maite iba a venir al Crossfire a mediodía para almorzar con Mark y su prometido Steven. Quería verla. Deseaba saber su opinión antes de seguir adelante con algo en lo que llevaba pensando todo el día. —Señor Cross. —Scott estaba en la puerta, interceptándome cuando me dirigía a mi escritorio.
Lo miré interrogante. —Deanna Johnson lleva media hora aguardando en recepción. ¿Qué quiere que le diga a Cheryl?
Pensé en Maite. —Dile que haga pasar a la señorita Johnson.
Mientras esperaba, envié un mensaje de texto a mi mujer. Concédeme un rato antes de irte del Crossfire. Tengo que preguntarte algo. ¿Una reunión en persona? —respondió—. ¿Estás pensando en mi trasero y en mis tetas otra vez?
Siempre, contesté.
Así me encontró Deanna Johnson, sonriéndole al teléfono. Levanté la vista cuando entró y toda mi diversión desapareció al instante. Iba vestida con un traje pantalón blanco, con una gargantilla de oro alrededor del cuello; era evidente que había cuidado mucho su aspecto. El pelo, oscuro, le caía ondulado hasta los hombros, y se había maquillado con intención dramática.
Se acercó a mi mesa. —Señorita Johnson. —Dejé el teléfono a un lado y me acomodé en el sillón antes de que ella se sentara—. No dispongo de mucho tiempo.
Ella tensó la boca. Tiró el bolso en la silla más cercana y permaneció de pie.—¡Me prometiste una exclusiva de tus fotos de boda!
—Es cierto. —Y, como recordaba lo que había obtenido a cambio, me hice con el mando que cerraba la puerta de mi despacho.
Plantó las manos encima de mi mesa y se inclinó sobre ella. —Te di toda la información sobre el vídeo sexual de Maite y Brett Kline. Cumplí con mi parte del acuerdo.
—Mientras convencías a Corinne para que te entregara lo que necesitabas para escribir un libro sobre mí.
Algo le cruzó la mirada. —¿Acaso crees que me estaba tirando un farol durante la entrevista? —pregunté sin alterarme, echándome hacia atrás y juntando las yemas de los dedos—. ¿Que no sabía que la escritora fantasma eras tú?
—¡Eso no tiene nada que ver con el trato que habíamos hecho!
—¿Ah, no?
Deanna se apartó de la mesa en una violenta explosión de movimiento. —¡Maldito cabrón hijo de puta! A ti no te importa nadie excepto tú mismo.
—Eso ya lo habías dicho. Lo que me lleva a preguntarme: ¿por qué te fiaste de mí?
—Estupidez total. Creí que eras sincero cuando te disculpaste.
—Era sincero. Lamento mucho haberte follado.
La cara se le tiñó de furia y vergüenza. —Te odio —dijo entre dientes.
—Lo sé. Desde luego, eres muy libre de hacerlo, pero te sugiero que, antes de llevar a cabo una campaña contra mí o mi mujer, lo pienses dos veces. —Me levanté —. Vas a salir por esa puerta y me olvidaré de que existes... otra vez. No te gustaría que pensara en ti, Deanna. Ni te imaginas por dónde irían mis pensamientos
—¡Podría haber hecho una fortuna con ese vídeo! —exclamó en tono acusador —. E iban a pagarme mucho dinero por escribir ese libro. Tus fotos de boda habrían sido muy valiosas. Y ahora, ¿qué tengo? Me lo has quitado todo. Estás en deuda conmigo.
Enarqué una ceja. —¿Ya no quieren que escribas ese libro? Qué interesante.
Ella se enderezó, intentando recobrar la compostura. —Corinne no lo sabía. No sabía lo nuestro.
—Aclarémoslo de una vez por todas: «lo nuestro» no ha existido nunca. —Me sonó el móvil con un mensaje de Raúl, que me hacía saber que estaba llegando al Crossfire con Maite. Me acerqué al perchero—. Querías follar y follamos. Pero si me querías a mí, bueno..., yo no soy responsable de tus exageradas expectativas.
—¡No te responsabilizas de nada! Utilizas a la gente.
—Tú también me utilizaste a mí. Para echar un polvo. Para engordar tu cuenta bancaria. —Me enfundé la chaqueta—. Y, en cuanto a lo que te debo por tus pérdidas económicas, mi mujer me ha sugerido que te ofrezca un trabajo.
Sus ojos negros se abrieron como platos. —¿Bromeas?
—¿Bromeas?
—Ésa fue mi respuesta también. —Cogí el móvil y me lo guardé en el bolsillo—.Pero lo decía muy en serio, así que he preparado una oferta. Si te interesa, Scott te pondrá en contacto con alguien de recursos humanos.
Me dirigí a la puerta. —Ya conoces la salida —terminé.
***
No era necesario que bajara al vestíbulo. Maite tenía planes para almorzar y lo que tenía que decirle no daría ni para una breve conversación.
Pero quería verla. Tocarla aunque sólo fuera un momento. Recordarme a mí mismo que el hombre que era cuando follaba con mujeres como Deanna ya no existía. Nunca más el olor a sexo volvería a revolverme el estómago ni haría que me desollara vivo bajo la ducha.
Pasaba por los torniquetes de seguridad del vestíbulo cuando vi que Raúl entraba detrás de Maite por la puerta giratoria y volvía luego a su puesto fuera. Mi mujer llevaba un mono color vino con unos tacones de vértigo, tan delicados que no sé cómo no se rompían. Los finos tirantes dejaban al descubierto sus hombros bronceados, y de las orejas le colgaban unos aros dorados. Las gafas de sol que lucía le ocultaban parcialmente la cara, y los ojos se me fueron a aquella boca que horas antes me había anillado la verga. Llevaba un bolso de mano, y cruzaba el suelo de mármol estriado con un seductor contoneo de caderas.
La gente volvía la cabeza al verla pasar. Algunas de esas miradas se detenían a admirarle el trasero.
¿Qué pensarían esas personas si supieran que, en lo más profundo de su ser, seguía bañada en mi leche? Que tenía los pezones tiernos de mis succiones e hinchados los regordetes labios de su perfecto coñito del roce de mi polla entre ellos. Sabía lo que pensaba yo: «Mío. Todo mío».
Como si ella sintiera el ardor de esa silenciosa reivindicación, volvió la cabeza de repente y me vio. Separó los labios. Pude ver cómo le subía y le bajaba el pecho con una rápida inhalación. «Aquí lo mismo, cielo. Como si me dieran un puñetazo en el estómago cada vez.» —Campeón.
Poniéndole las manos en su esbelta cintura, la acerqué a mí y la besé en la frente, aspirando el aroma de su perfume. —Cielo.
—Qué grata sorpresa —musitó, venciéndose hacia mí—. ¿Vas a salir?
—Sólo quería verte.
Se apartó un poco, con un brillo de placer en los ojos. —Te ha dado fuerte, ¿eh?
—Es muy contagioso. Me lo has pegado tú.
—¡No me digas! —Su risa era como un cálido torrente de amor que lo inundaba todo.
—Ahí está el gran hombre en persona —dijo Steven Ellison al llegar a nuestro lado—. Enhorabuena, a los dos.
—Steven. —Maite se giró y dio un abrazo a aquel fornido pelirrojo.
Él la apretó hasta separarle los pies del suelo. —El matrimonio te sienta bien.
La soltó y me estrechó la mano. —A ti también —me dijo.
—Sienta bien —repuse.
Steven sonrió. —Yo lo estoy deseando. Mark lleva años haciéndome esperar.
—No puedes seguir dándome la lata con eso —dijo Mark, apareciendo de repente. Él también me estrechó la mano—. Enhorabuena, señor Cross.
—Gracias.
—¿Vienes con nosotros a almorzar? —preguntó Steven.
—No lo había pensado.
—Estaríamos encantados. Cuantos más seamos, mejor. Vamos a ir al Bryant Park Grill.
Miré a Maite. Se había colocado las gafas en lo alto de la cabeza y me observaba expectante. Con un gesto, me animó a acompañarlos. —Tengo que ponerme al día —respondí, lo que no era mentira.
Llevaba dos días de retraso. Como debía adelantar el trabajo antes de marcharnos de luna de miel, tenía pensado quedarme a comer y trabajar. —Tú eres el jefe —dijo Maite—. Podrías hacer novillos si quisieras.
—Es usted una mala influencia, señora Cross.
Me agarró del brazo y me llevó hacia la puerta. —Te encanta.
Eché el freno y miré a Mark. —Sé que está ocupado —dijo—. Pero sería muy agradable que nos acompañara. Me gustaría hablarle de algo.
Me dejé convencer. Salimos a la calle, e inmediatamente sentimos el bofetón del calor del día y los ruidos de la ciudad. Raúl esperaba junto al bordillo con la limusina, cruzando la mirada con la mía antes de abrir la puerta a Maite. Un resplandor hizo que volviera la cabeza, atrayendo mi atención hacia el teleobjetivo de una cámara con el que nos acechaban desde un coche aparcado al otro lado de la calle.
Le planté a Maite un beso en la sien antes de que entrara en la parte de atrás. Ella me miró, toda contenta y sorprendida. No le di explicaciones. Me había pedido más fotos nuestras para combatir la publicación del libro de Corinne. No me costaba nada mostrarle mi afecto, tanto si el maldito libro llegaba a ver la luz como si no.
El Bryant Park quedaba cerca. Al cabo de unos momentos nos encontrábamos ante los escalones de la calle, y yo estaba volviendo atrás en el tiempo al acordarme de cuando Maite y yo nos peleamos en ese mismo lugar. Ella había visto una foto mía con Magdalene, una mujer a la que yo consideraba amiga de la familia desde hacía mucho tiempo pero de la que se rumoreaba que era mi amante. Yo había visto una foto de Maite con Cary, un hombre al que ella quería como a un hermano pero de quien se rumoreaba que era su amante y compañero de piso.
A ambos nos corroían los celos, con una relación recién estrenada y atrofiada ya por los muchos secretos que había entre nosotros. Estaba obsesionado con ella, mi mundo se tambaleaba para darle cabida. Incluso llena de furia, me había mirado con amor y acusado de no saberlo cuando lo veía. Pero sí lo sabía. Sí lo veía. Me aterrorizaba como nada en el mundo. Y me dio esperanza, por primera vez en la vida.
Maite me miró cuando nos acercábamos a la entrada cubierta de hiedra del restaurante, y me di cuenta de que ella también se acordaba. Habíamos vuelto después a ese lugar, cuando Brett Kline intentó reconquistarla. Ella ya me pertenecía entonces, en sus dedos llevaba mis anillos, estábamos comprometidos. Éramos más fuertes que nunca, pero ahora... Ahora nada nos haría tambalear. Estábamos firmemente anclados. —Te quiero —dijo cuando entrábamos detrás de Mark y Steven.
El bullicio del concurrido restaurante nos asaltó. El sonido metálico de los cubiertos en la vajilla, el zumbido de las múltiples conversaciones, el apenas perceptible hilo musical y el ajetreo de una cocina con mucho movimiento. Curvé los labios en una sonrisa. —Lo sé —dije.
Nos sentamos inmediatamente y un camarero vino enseguida a tomar nota de las bebidas. —¿Pedimos champán? —preguntó Steven.
—¡Venga ya! Sabes que tengo que volver a trabajar —respondió Mark. Seguía agarrando a mi mujer de la mano por debajo de la mesa. —Vuelve a preguntarlo cuando trabaje para mí. Entonces lo celebraremos.
Steven sonrió. —Hecho.
Pedimos las bebidas —agua con y sin gas y una limonada—, y el camarero se marchó a por ellas. —La cuestión es la siguiente —empezó Mark, irguiéndose en la silla—. Una de las razones por las que Maite dejó el trabajo fue por la propuesta de LanCorp...
Ella se le adelantó, sonriendo como el gato que se comió al canario: —Ryan Landon te ha ofrecido un trabajo.
Mark abrió los ojos desmesuradamente. —¿Cómo lo sabes?
Maite me miró y luego a él otra vez. —No irás a aceptarlo, ¿verdad?
—No. —Mark se nos quedó mirando a los dos—. Habría sido un paso lateral. Nada parecido al empujón hacia adelante que me supondrá Cross Industries. Y, además, recordé lo que me dijiste acerca de que había animosidad entre Landon y Cross. Lo comprobé cuando te marchaste. Conociendo los antecedentes, el asunto no me parecía bien: que declinara trabajar con nosotros y que luego tratara de cazarme.
—Puede que sólo te quiera a ti, sin la agencia —dijo Maite.
—Eso es lo que dije yo —coincidió Steven.
Naturalmente, pensé, porque él creía en su pareja. Pero, al parecer, Mark tenía mejor criterio. Maite me miró. En sus ojos vi claramente el «ya te lo dije». Le apreté la mano. —Tú no lo crees —replicó Mark, dándonos la razón a los dos.
—No —respondió ella—. No lo creo. Voy a serte sincera, les tendí una trampa.
Les dije que William y yo te apreciamos mucho y que estábamos deseando volver a trabajar contigo. Quería ver si mordían el anzuelo. Supuse que, si era una buena oferta, estaba haciéndote un favor. Y, si no lo era, pues todos tan contentos. Mark frunció el ceño. —Pero ¿por qué lo hiciste? ¿No quieres que me quede en Cross Industries?
—Por supuesto que sí, Mark —tercié yo—. Maite fue sincera con ellos.
—Estaba tanteando el terreno —dijo ella—. Dudé si decírtelo o no, pero no quería que te sintieras incómodo si él te ofrecía un trabajo tan estupendo que podrías plantearte seriamente aceptar.
—Entonces ¿qué haces ahora? —preguntó Steven.
—¿Ahora? —Maite se encogió de hombros—. William y yo estamos organizando una ceremonia para renovar nuestros votos matrimoniales y después nos vamos de luna de miel. Ryan Landon es un problema que no va a desaparecer así como así. Seguirá por ahí, haciendo de las suyas. Yo no lo subestimaría. Y Mark va a empezar un magnífico nuevo trabajo en Cross Industries.
magnífico nuevo trabajo en Cross Industries. Maite me miró y lo supe. Como todas las demás batallas, la de Landon ya no tendría que librarla yo solo. Mi mujer estaría ahí, haciendo lo que pudiera por mí, peleando la buena batalla. Mark esbozó una blanca sonrisa enmarcada por su perilla. —Suena bien.
***
—¿Quieres jugar a la secretaria traviesa otra vez? —susurró Maite.
Mientras entrábamos en mi despacho, me agarró de una mano y con la otra me rodeó el bíceps. La miré de reojo, disfrutando de la insinuación, y vi una cálida risa en sus ojos. —Hoy tengo que trabajar un poco —dije secamente.
Me hizo un guiño y me soltó, sentándose sumisamente en una de las sillas que había frente a mi mesa. —¿En qué puedo ayudarlo, señor Cross?
Yo sonreía mientras colgaba la chaqueta en el perchero. —¿Qué te parece si le pido a Chris que esté a mi lado en nuestra boda?
Me volví justo a tiempo para ver su sorpresa. —¿En serio?
—¿Opiniones?
Se apoyó en el respaldo y cruzó las piernas. —Primero me gustaría oír las tuyas.
Me senté en la silla que había al lado de la suya en lugar de hacerlo en la de mi escritorio. Maite era mi compañera, mi mejor amiga. Afrontaríamos ese asunto y todo lo demás hombro con hombro. —Después del fin de semana en Río, iba a pedírselo a Arnoldo, una vez que lo hubiera hablado contigo.
—Me parecería bien —dijo, y comprendí lo que quería decir—. Es una decisión que deberías tomar por ti mismo, no por mí.
—Él entiende lo que hay entre nosotros, y eso es bueno para los dos.
Maite sonrió. —Me alegro.
—Yo también. —Me froté la mandíbula—. Pero después de lo de anoche...
—¿Qué parte de anoche?
—La cena con Chris. Me hizo pensar. Las cosas han cambiado. Y hay algo que me dijo el doctor Petersen. Yo...
Maite me agarró de la mano. No sabía cómo expresarlo. —Quiero que a mi lado haya alguien que lo sepa todo cuando vengas camino del altar. No quiero fingimientos, no para algo tan importante. Cuando nos miremos el uno al otro y pronunciemos nuestras promesas, quiero que sea... verdadero.
—Oh, William. —Se levantó de la silla y se puso en cuclillas junto a mis rodillas. Sus ojos se iluminaron y se humedecieron, como el cielo tormentoso después de la lluvia—. Eres una hermosura de hombre —susurró—. Ni siquiera sabes lo romántico que eres.
Le rodeé la cara con las manos, secándole con los pulgares las lágrimas que le corrían por las mejillas. —No llores. No lo soporto.
Me agarró de las muñecas y se levantó, apretando la boca contra la mía. —No puedo creer que sea tan feliz —dijo susurrando las palabras contra mi piel —. A veces no parece real. Como si estuviera soñando y fuera a despertarme y a darme cuenta de que sigo en el suelo del vestíbulo, viéndote por primera vez e imaginando todo esto porque estoy loca por ti.
La ayudé a levantarse y la senté en mi regazo, hundiendo la cara en su cuello. Ella siempre veía lo que yo no. Me pasó las manos por el pelo y por la espalda. —Chris estará encantado.
Cerré los ojos y la estreché con fuerza. —Ha sido obra tuya.
Maite hacía que todo fuera posible, que yo fuera posible. —¿Ah, sí? —Rio suavemente, echándose hacia atrás para tocarme la cara con dulzura.
—Eres tú, campeón. Yo sólo soy la afortunada que consigue un asiento en primera fila.
De pronto, el matrimonio no me parecía suficiente para salvaguardar lo que ella significaba para mí. ¿Por qué no existía algo más vinculante que un mero trozo de papel que me diera el derecho de llamarla mi esposa? Los votos eran una promesa, pero lo que yo necesitaba era la garantía de que la tendría todos los días de mi vida. Quería que el corazón me latiera al ritmo del suyo y que se detuviera cuando lo hiciera el suyo.
Volvió a besarme, con delicadeza. Con dulzura. Sus labios eran todo suavidad. —Te quiero.
Nunca me cansaría de oírlo. Siempre necesitaría oírlo. Palabras que, como había dicho el doctor Petersen, necesitaban ser dichas y oídas. —Te quiero.
Más lágrimas. —Vaya, estoy hecha un desastre. —Volvió a besarme—. Y tú tienes que trabajar.
Pero no puedes quedarte mucho tiempo. Me voy a divertir ayudándote a ponerte el esmoquin... y a quitártelo.
La dejé ir cuando se deslizó y se levantó, pero no podía quitarle los ojos de encima.
Cruzó el despacho y desapareció en el baño. Yo me quedé allí sentado, sin saber si tendría fuerzas para levantarme. Maite conseguía que me temblaran las piernas, que el pulso se me desbocara. —William. —Mi madre entró en el despacho, con Scott pisándole los talones—. Tengo que hablar contigo.
Me levanté y con un gesto le dije a Scott que no pasaba nada. Se retiró, cerrando la puerta. La emotividad de Maite se diluyó, dejándome vacío y frío en su presencia.
Mi madre vestía unos vaqueros oscuros que se le ceñían como una segunda piel y una camisa amplia que se sujetaba a la cintura. Llevaba el pelo, negro y largo, recogido en una cola de caballo, y la cara lavada. La mayoría de la gente habría visto en ella a una mujer imponente que aparentaba menos años de los que tenía. Pero yo sabía que estaba tan cansada y hastiada como Chris. Sin maquillaje, sin joyas... No era propio de ella. —¡Qué sorpresa! —exclamé, poniéndome en mi sitio detrás de la mesa—. ¿Qué te trae a la ciudad?
—Acabo de dejar a Corinne. —Se acercó hasta mi escritorio y permaneció de pie, igual que Deanna unas horas antes—. Está hecha polvo por esa entrevista que diste ayer. Completamente destrozada. Tienes que ir a verla y hablar con ella.
Me quedé mirándola, incapaz de comprender de qué iba. —Y ¿por qué tendría que hacerlo?
—Por el amor de Dios —saltó, mirándome como si me hubiera vuelto loco—. Tienes que disculparte. Dijiste algunas cosas hirientes...
—Dije la verdad, que probablemente es más de lo que puede decirse del libro que quiere publicar.
—Ella ignoraba que hubieras tenido una historia con esa mujer..., la que iba a escribirlo. En cuanto se enteró, le dijo al editor que no podría trabajar con esa persona.
—Me da igual quién escriba el libro. Otro autor no cambiará el hecho de que Corinne está violando mi intimidad y sacando a la luz algo que podría hacer daño a mi mujer.
Ella alzó el mentón. —No puedo ni hablar de tu mujer, William. Estoy dolida. No, estoy furiosa porque te has casado sin tu familia, sin tus amigos. ¿Eso no te dice nada? ¿Que tuviste que hacer algo tan importante sin la bendición de la que gente que te quiere?
—¿Estás insinuando que nadie habría dado su aprobación? —Crucé los brazos —. Desde luego, eso no es verdad pero, aunque lo fuera, elegir a la persona con la que quieres pasar el resto de tu vida no se decide por mayoría. Maite y yo nos casamos en privado porque era íntimo y personal y no teníamos por qué hacer partícipes a nadie más.
—¡Pero si se lo has contado a todo el mundo! ¡Antes de decírselo a tu familia! No puedo creer que pudieras ser tan desconsiderado e insensible. Tienes que arreglar las cosas —dijo con vehemencia—. Tienes que responsabilizarte del dolor que causas a los demás. No te he educado para que te comportes de esta manera. No sabes lo decepcionada que estoy.
Capté movimiento a sus espaldas y vi a Maite ocupando la entrada del cuarto de baño, con expresión de ira y los puños apretados a ambos lados. Le hice un gesto cortante con la cabeza para que se mantuviera al margen. Bastante había luchado ya esa batalla por mí. Ahora me tocaba a mí, y por fin estaba preparado. Cogí el mando y oscurecí la pared de cristal. —No vengas a darme lecciones sobre infligir dolor o sentirse decepcionado, madre.
Ella echó la cabeza hacia atrás como si le hubiera dado una bofetada. —No emplees ese tono conmigo.
—Tú sabías lo que me estaba sucediendo y no hiciste nada para evitarlo.
—No pensarás hablar de eso otra vez. —Golpeó el aire con la mano.
—¿Cuándo hemos hablado de ello? —repliqué—. Te lo dije, pero nunca estuviste dispuesta a discutirlo.
—¡No me eches a mí la culpa!
—Me violó.
Las palabras sonaron como un latigazo y quedaron suspendidas en el aire, afiladas como una cuchilla, con toda su crudeza.
Mi madre dio un respingo. Maite buscó a tientas el marco de la puerta y se agarró con fuerza. Respirando profundamente para recuperar un mínimo de control, saqué fuerzas de la presencia de mi mujer. —Me violó —repetí en un tono más calmado, más firme—. Durante casi un año, todas las semanas. El hombre al que metiste en casa me toqueteaba. Me sodomizaba. Una y otra vez.
—No sigas. —Respiraba con dificultad, agitadamente—. No digas esas cosas tan feas y horribles.
—Sucedió. Repetidamente. Mientras tú estabas en otra habitación cercana. Aún jadeaba de excitación cuando aparecía. Me miraba con aquel nauseabundo brillo en los ojos. Y tú no lo veías. Te negabas a verlo.
—¡Eso es mentira!
La furia me consumía, hacía que necesitara moverme, pero me mantuve firme y volví a mirar a Maite. Esta vez, afirmó con la cabeza. —¿Cuál es la mentira, madre? ¿Que me violó? ¿O que decidiste mirar para otro lado?
—¡Deja de decir eso! —exclamó irguiéndose—. Te llevé a que te examinaran. Traté de encontrar la prueba...
—¿No te bastaba mi palabra?
—¡Eras un niño con problemas emocionales! Mentías respecto a todo. Sobre cualquier cosa. De las cosas más evidentes.
—Eso me proporcionaba algún control. No tenía poder sobre nada..., salvo de las palabras que salían de mi boca.
—Y ¿se suponía que yo tenía que adivinar qué era verdad y qué era mentira? —Se inclinó hacia adelante, tomando la ofensiva—. Te vieron dos médicos. A uno no le dejaste ni que se acercara...
—Y ¿que otro hombre me tocara? ¿Te imaginas lo que me aterraba la idea?
—Dejaste al doctor Lucas...
—Ah, sí, el doctor Lucas. —Sonreí fríamente—. ¿Quién te habló de él, madre? ¿El hombre que abusaba de mí? ¿O tu médico, que le supervisaba la tesis? En cualquier caso, él te condujo derecha hacia su cuñado, a sabiendas de que el muy respetado doctor Lucas diría cualquier cosa para proteger la reputación de su familia.
Ella retrocedió, tambaleándose hasta chocar contra la silla que tenía detrás. —Él me sedó —proseguí, recordándolo todavía. El pinchazo de la aguja. La fría mesa. La vergüenza mientras hurgaba en esa parte de mi cuerpo que me hacía temblar de asco—. Él me examinó. Y luego mintió.
—Y ¿cómo iba yo a saber eso? —susurró con aquellos ojos tan azules que contrastaban con su pálido semblante.
—Lo sabías —afirmé de manera inexpresiva—. Recuerdo la cara que pusiste después, cuando me dijiste que Hugh no volvería y que nunca más volviera a sacar el tema. No te atrevías a mirarme pero, cuando lo hiciste, lo vi en tus ojos.
Miré a Maite. Estaba llorando, abrazándose a sí misma. Me escocían los ojos, pero fue ella la que lloró por mí. —¿Creías que Chris te dejaría? —me pregunté en voz alta—. ¿Creías que sería demasiado para que lo aceptara tu nueva familia? Durante años, creí que se lo habías dicho, te oí mencionarle al doctor Lucas, pero Chris no lo sabía. Dime qué razón hay para que una esposa tenga que ocultar a su marido algo así.
Mi madre no hablaba, sólo meneaba la cabeza una y otra vez, como si esa silenciosa negación fuera la respuesta a todo. Di con el puño en la mesa, sacudiendo todo lo que había encima de ella. —¡Di algo!
—Te equivocas. Te equivocas. Lo tienes todo embarullado. Tú no... —Volvió a negar con la cabeza—. No sucedió de esa manera. Estás confundido...
Maite miraba a mi madre desde atrás con una rabia evidente, intensa. Tenía la boca y la mandíbula tensas a causa de la repugnancia que sentía. Se me ocurrió entonces que podía dejar que ella llevara esa carga. Tenía que deshacerme de ella. Ya no la necesitaba. No la quería.
En cierto sentido yo había hecho lo mismo por ella, con Nathan. Lo que había llevado a cabo le había apartado las sombras de los ojos. Ahora vivían en mí, como tenía que ser. Ya la habían rondado bastante a ella.
Henchí el pecho con una aspiración lenta y profunda. Cuando expulsé el aire, toda la ira y el asco se fueron con él. Permanecí allí parado durante un largo momento, absorbiendo la vertiginosa ligereza que sentí. En mi pecho quedaba una pena infinita, una profunda congoja. Resignación. Una aceptación terrible, clarificadora. Pero me pesaba mucho menos que la disparatada esperanza que albergaba: la de que algún día mi madre me querría lo suficiente para aceptar la verdad. Esa esperanza había muerto.
Me aclaré la garganta.—Acabemos con esto —dije—. No voy a ir a ver a Corinne. Y no pediré perdón por decir la verdad. Se acabó.
Durante un buen rato mi madre no se movió. Luego se alejó de mí sin decir una palabra y se dirigió hacia la puerta. Unos instantes después, ya no estaba; había desaparecido al otro lado del cristal esmerilado.
Miré a Maite. Echó a andar hacia mí y yo hacia ella, rodeando la mesa para encontrarnos a medio camino. Me abrazó con tanta fuerza que casi no podía respirar. Pero no necesitaba aire. La tenía a ella.
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13
–¿Seguro que estás bien? —le pregunté a William mientras le enderezaba la pajarita.
Él me agarró de las muñecas y ejerció una presión firme y constante. Aquella sujeción autoritaria que tan bien conocía suscitaba una respuesta condicionada. Me conectaba al suelo. Me hacía más consciente de él, de mí. De nosotros. La respiración se me aceleró. —Deja de preguntar —repuso en voz baja—. Estoy bien.
—Cuando una mujer dice que está bien quiere decir cualquier cosa menos eso.
—No soy una mujer.
—¡Bah!
Un atisbo de sonrisa le suavizó el gesto. —Y cuando un hombre dice que está bien quiere decir que está bien. —Me apretó la frente con un beso rápido y duro y me soltó. Entonces fue al cajón en el que guardaba los gemelos y examinó el surtido detenidamente.
El pantalón a medida y la camisa blanca lo hacían alto y delgado. Llevaba puestos unos calcetines negros, pero los zapatos y la chaqueta esperaban aún para embellecer su cuerpo.
Había algo en el hecho de verlo a medio vestir que me excitaba. Era una intimidad que me pertenecía a mí sola, y la atesoraba.
Eso me recordó lo que el doctor Petersen había dicho. Tal vez debería pasar algunas noches sin dormir con mi marido. No para siempre, pero sí de momento. De todos modos, tenía esos otros pedazos de él, y me sostenían. —Un hombre... Y ¿qué pasa con mi hombre? —contraataqué, esforzándome en no distraerme con lo macizo que estaba. El problema era su distanciamiento. No había señales de la intensa atención a la que estaba acostumbrada. Tenía la cabeza en otra parte, y me preocupaba que fuera un lugar oscuro en el que no debería estar solo—. Ése es el único que me importa.
—Cariño, llevas meses diciéndome que zanje el problema con mi madre. Lo he hecho. Asunto terminado, olvidémoslo.
—Pero ¿cómo te sientes? Debe de doler, William. Por favor, si es así, no me lo ocultes.
Se puso a tamborilear con los dedos sobre el tocador, con la vista aún fija en los malditos gemelos.—Duele, ¿vale? Pero sabía que dolería. Por eso lo pospuse durante tanto tiempo. Pero es mejor así. Me siento... ¡Joder!, se acabó.
Se me fruncieron los labios, porque quería que me mirara cuando decía cosas así. Me desanudé la bata y dejé que la seda resbalara por mis hombros. Fui a colgarla en la puerta del armario, pasando por encima de Lucky, que se había quedado dormido en todo el medio. Arqueé la espalda al estirarme para coger la percha, ofreciéndole a William una vista privilegiada del culo que tanto amaba.
Como esperaba, me había regalado un vestido nuevo para la ocasión, un precioso vestido largo gris paloma con un corpiño de pedrería y una falda a capas ligeramente transparente que se movía como si fuera humo cuando me desplazaba.
Como era de escote bajo —que por experiencia sabía que sacaría al cavernícola que mi marido llevaba dentro—, había elegido un sujetador diseñado para exhibir las domingas. Junto con la ropa interior a juego, los ojos ahumados y los labios brillantes, tenía el aspecto de sexo caro.
Cuando volví a mirarlo, estaba justo como lo quería: petrificado en el sitio con los ojos clavados en mí. —Necesito que me prometas algo, campeón.
Me repasó de la cabeza a los pies con una mirada tórrida. —Al momento, te prometeré lo que quieras.
—¿Sólo en este momento? —pregunté frunciendo los labios.
Él musitó algo y se acercó a mí, rodeándome la cara con las manos. Por fin estaba conmigo. Al cien por cien. —Y en el siguiente, y en el de después. —Me acarició la cara con la mirada—. ¿Qué necesitas, cielo?
Le puse las manos en las caderas, escrutándole los ojos. —A ti. Sólo a ti. Feliz y completo y locamente enamorado de mí. —El elegante arco de sus cejas se elevó ligeramente, como si ser feliz pareciera una propuesta cuestionable—. Me mata verte tan triste.
Dejó escapar un leve suspiro y vi cómo le desaparecía la tensión. —Creí que estaba más preparado —añadió—. Ella es incapaz de aceptar lo que sucedió. Si no puede hacerlo para salvar su matrimonio, está claro que no lo hará por mí.
—Le falta algo, William. Algo esencial. Ni se te ocurra pensar que tiene que ver contigo.
Torció los labios con sarcasmo. —Entre mi padre y ella... No es el mejor acervo genético, ¿verdad? Introduciendo los dedos en la entallada cinturilla de sus pantalones, lo acerqué más a mí.
—Escucha, campeón. Tus padres se derrumbaron bajo la presión y pensaron primero en sí mismos. No pueden afrontar la realidad. Pero ¿sabes una cosa? Tú no tienes ninguno de sus defectos. Ni uno solo.
—Maite...
—Tú, William Geoffrey Cross, eres la esencia de lo mejor de ellos. Individualmente, puede que no sean gran cosa. Pero juntos... Chico, hicieron algo extraordinario contigo.
—Eso no es necesario, Maite.
—No intento engañarte. Tú no tienes ningún problema con la realidad. Le plantas cara y te enfrentas a la muy puñetera. —Soltó una carcajada—. Tienes derecho a sentirte herido y encabronado, William. Yo también estoy encabronada. No te merecen. Pero no por eso eres menos, sino más. No me habría casado contigo si no fueras un buen hombre, alguien a quien respeto y admiro. Eres una inspiración para mí, ¿o acaso no lo sabes?
Me acarició el pelo hasta la nuca. —Cielo... —Apoyó su frente en la mía.
Yo le acaricié la espalda, sintiendo el cálido y duro músculo bajo la camisa. —Llora si tienes que llorar, pero no te cierres ni te culpes. No te lo permitiré.
—Sé que no lo harás. —Me echó la cabeza hacia atrás y me besó en la punta de la nariz—. Gracias.
—No tienes que dármelas.
—Tenías razón. Necesitaba sacarlo y enfrentarme a ella. No lo habría hecho nunca de no ser por ti.
—Eso no lo sabes.
William me miró con tanto amor que me quedé sin respiración. —Sí, lo sé.
Su teléfono sonó con un mensaje entrante. Me dio un beso en la frente y luego se acercó al tocador a leerlo. —Raúl está de camino con Cary —dijo.
—Entonces será mejor que me vista. Necesito que me abroches.
—Con mucho gusto.
Descolgué el vestido de la percha, entré en él y deslicé los brazos por los tirantes cargados de pedrería. Mi marido enganchó enseguida el corchete que quedaba justo por encima del trasero. Me miré en el espejo de cuerpo entero, mordiéndome el labio inferior al colocar el corpiño donde creía que debía hacerlo. El escote caía hasta un punto a medio camino entre el canalillo y el ombligo.
Estaba escandalosamente sexi, con esa clase de estilo revelador con el que las mujeres de poco pecho podían arriesgarse. En mí, era muy atrevido, aunque el resto del vestido me cubría todo excepto la espalda y los brazos. Decidí no ponerme joyas para atenuar el efecto todo lo posible. Aun así, era un vestido precioso, y éramos una pareja joven. Podíamos permitírnoslo.
William fijó la vista en el espejo. Yo le dediqué mi mirada más inocente y esperé a ver qué atractivos destacaría.
La tormenta empezó a formársele con una arruga entre las cejas que enseguida se transformó en un ceño fruncido como la copa de un pino. Me tiró de los tirantes por detrás. —¿Hay algún problema? —pregunté amablemente.
Él entornó los ojos. Me rodeó con las manos y metió los dedos en el canalillo, intentando separarme los pechos para tapar las curvas debajo de los gruesos tirantes. Tarareé y me apoyé contra él.
Agarrándome de los hombros, me enderezó para poder examinar mi atuendo. —No parecía igual en la foto.
Fingiendo haber entendido otra cosa, le dije: —Aún no me he puesto los tacones. Con ellos no lo arrastraré.
—No me preocupa lo de abajo —dijo él todo serio—. Hay que poner algo en esa parte del medio.
—Y ¿por qué?
—Sabes muy bien por qué. —Se acercó a la cómoda y abrió un cajón. Volvió al cabo de un instante y me lanzó un pañuelo blanco—. Póntelo ahí.
Me eché a reír. —Bromeas, ¿no?
Pero no bromeaba. Rodeándome desde la espalda, metió la tela sin desdoblar en el corpiño, entremetiéndola en ambos lados. —De ninguna manera —repliqué enfadada—. Queda ridículo.
Cuando bajó las manos, le di unos segundos para que viera lo mal que quedaba. —Olvídalo. Me pondré otra cosa.
—Eso —coincidió, asintiendo y metiéndose las manos en los bolsillos.
Me quité el pañuelo. —Algo así —murmuró.
De sus manos surgieron unos destellos cuando, al pasármelas por encima de la cabeza, me colocó una gargantilla de diamantes alrededor del cuello. De unos cinco centímetros de anchura, me abrazaba la base del cuello y relucía como si tuviera luz propia. —William... —La toqué con dedos temblorosos mientras él la abrochaba—. Es preciosa.
osa. Me rodeó la cintura con los brazos, rozándome la sien con los labios. —Tú sí que eres preciosa. El collar es bonito, nada más.
Me giré en su abrazo y levanté la mirada. —Gracias.
Su atisbo de sonrisa hizo que se me encogieran los dedos de los pies sobre la alfombra. Devolviéndole la sonrisa, le dije: —Creí que hablabas en serio respecto a mis tetas.
—Cielo, me tomo tus tetas muy en serio. Así que esta noche, cuando te las coman con los ojos, se darán cuenta de que eres demasiado cara y de que no podrían permitirse a alguien como tú.
Le di un manotazo en el hombro. —Cállate.
Me cogió de la mano y me llevó hasta la cómoda. Hurgó en el cajón abierto y sacó un brazalete de diamantes. Anonadada, miré cómo me lo ponía en la muñeca. A eso le siguió una cajita de terciopelo, que abrió para mostrarme los pendientes de lágrima de diamantes que había dentro. —Deberías ponértelos.
Los miré boquiabierta, y luego a él. William sólo sonreía. —Eres inestimable para mí. Tan sólo con el collar no sé si se habría entendido el mensaje.
Me quedé mirándolo sin saber qué decir. Mi silencio convirtió su sonrisa en un gesto de picardía. —Cuando volvamos a casa, voy a follarte llevando aún las joyas puestas y nada más.
La erótica imagen que me vino a la cabeza me estremeció de arriba abajo. Cogiéndome por los hombros, me giró y me dio un azote en el culo. —Estás sensacional. Desde todos los puntos de vista. Ahora, deja de distraerme, que tengo que arreglarme.
Cogí mis centelleantes tacones y salí del vestidor, más maravillada con mi marido que con las joyas que me había regalado.
***
—Estás deslumbrante. —Cary se separó de mi abrazo para echarme una buena ojeada—. Y menudo pastón llevas encima. ¡La leche!..., estaba tan encandilado con tanto destello que casi ni me había fijado en que has dejado salir a las niñas a jugar.
—A eso iba William —dije secamente, dando una vuelta para colocarme la falda alrededor de las piernas—. Ni que decir tiene que tú estás guapísimo.
Mi amigo esbozó su famosa sonrisa de niño malo. —Ya lo sé.
Tuve que reírme. Pensaba que a todos los hombres les sentaba bien el esmoquin, pero Cary estaba impresionante. Muy apuesto, estilo Rock Hudson o Cary Grant. La combinación de su encanto de pícaro y su extraordinario atractivo lo hacía irresistible. Había engordado un poco. No lo suficiente para cambiar de talla, pero sí para llenarle un poquito la cara. Tenía un aspecto bueno y saludable, lo cual era más extraño de lo que debería.
William, sin embargo, se parecía más a... 007, matadoramente sexi, con un refinado aire de peligro. Entró en el salón y lo único que pude hacer fue contemplarlo, fascinada por la grácil elegancia de su cuerpo escultural, ese paso imperioso que dejaba entrever lo alucinante que era en la cama. «Mío. Todo mío». —He metido a Lucky en su jaula —dijo sumándose a nosotros—. ¿Listos?
Cary afirmó con gesto decidido. —Vamos allá.
Cogimos el ascensor hasta el garaje, donde Angus nos esperaba con la limusina. Yo entré primero y elegí el sofá alargado, sabiendo que Cary se sentaría a mi lado y que William lo haría en su habitual sitio de atrás.
Había visto muy poco a Cary últimamente. Siempre estaba muy ocupado durante la Fashion Week, y como yo pasaba las noches en el ático, no teníamos la oportunidad de charlar un rato por la tarde o tomar un café por la mañana.
Mi amigo miró a William y le señaló el bar antes de ponernos en marcha. —¿Te importa?
—Sírvete tú mismo.
—¿Queréis algo alguno de los dos?
Lo pensé. —Kingsman con zumo de arándanos, por favor.
William me lanzó una mirada. —Yo tomaré lo mismo.
Cary preparó las copas y las sirvió; luego se acomodó con una cerveza y tomó un buen trago directamente de la botella. —Bueno —dijo—, la semana que viene me voy a Londres para una sesión fotográfica.
—¿De veras? —Me eché hacia adelante—. Eso es maravilloso, Cary. Es tu primer trabajo internacional.
—Sí. —Esbozó una sonrisa y me miró—. Estoy eufórico.
—¡Qué bien! Todo te ha sucedido muy deprisa. —Hace unos meses aún vivíamos en San Diego—. Vas a arrasar.
Logré sonreír. Me alegraba sinceramente por mi amigo, pero veía un tiempo, en un futuro no muy lejano, en el que ambos estaríamos tan ocupados y viajando tan a menudo que apenas nos veríamos. Se me empañaban los ojos cuando lo pensaba. Estábamos cerrando un capítulo de nuestras vidas y lamentaba ese final, aunque fuera consciente de que lo mejor para los dos aún estaba por llegar.
Cary levantó su cerveza en un brindis silencioso. —Ése es el plan.
—¿Qué tal Tatiana?
La sonrisa se le tensó, dura la mirada. —Dice que está saliendo con alguien. Va deprisa cuando ve algo que le gusta, siempre ha sido así.
—¿Te parece bien?
—No. —Comenzó a despegar la etiqueta de la botella de cerveza—. Que un tipo se derrame donde está mi niño me parece asqueroso. —Miró a William—. ¿Te imaginas?
—Nadie quiere que me lo imagine —respondió él en ese tono uniforme que anunciaba peligro.
—¿Lo ves? Es jodido. Pero no puedo impedírselo, y no voy a volver con ella, así que... eso es lo que hay.
—¡Vaya! —Le cogí la mano—. Qué duro. Lo siento.
—Somos civilizados el uno con el otro —dijo encogiéndose de hombros—. No es tan bicho cuando folla con regularidad.
—Entonces ¿habláis a menudo?
—La llamo todos los días para ver qué tal está, para asegurarme de que no le falta de nada. Le dije que podía contar conmigo para lo que fuera, menos con mi picha, claro. —Dejó escapar un suspiro—. Es deprimente. Sin sexo por el medio, realmente no tenemos nada que decirnos. Así que hablamos de trabajo. Al menos, tenemos eso en común.
—¿Le has contado lo de Londres?
—¡Qué va! —Cary me apretó la mano—. Tenía que decírselo a mi mejor amiga primero. Se lo contaré mañana.
Me debatí entre sacar el tema o no, pero no pude resistirme. —¿Y Trey? ¿Alguna noticia?
—La verdad es que no. Le mando una foto o un mensaje de texto de vez en cuando. Bobadas, de las que te mandaría a ti.
—O sea, ¿nada de fotos de pollas? —bromeé.
—No. Procuro ser sincero con él. Cree que soy un obseso sexual, lo que no le importa en absoluto cuando se acuesta conmigo, pero da igual. Le envío algo de vez en cuando y él me contesta, eso es todo.
Arrugué la nariz. Miré a William y lo vi tecleando algo en su teléfono. Cary dio un sorbo a su bebida, esforzándose en tragar. —No es una relación. Ya ni siquiera es una amistad. Por lo que yo sé, podría estar saliendo con alguien también, y soy yo el que está de más.
—Bueno, por si te sirve de algo, el celibato te sienta bien —repuse.
Soltó un resoplido. —¿Porque he engordado unos kilos? Es lo que pasa. Comes porque notas que te faltan las endorfinas que segregas con los orgasmos, y haces menos ejercicio porque no practicas gimnasia de cama.
—Cary —me reí.
—Fíjate en ti, chiquilla. Estás toda prieta y tonificada del ahí Marathon Man Cross.
—¿Otra vez? —inquirió William levantando la vista de su teléfono.
—Tío, eso es lo que acabo de decir —le respondió Cary guiñándome un ojo—. Con esas palabras.
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Mensaje por tamalevyrroni Miér Jul 27, 2016 12:50 pm

***
Después de esperar en una fila de limusinas que iban dejando pasajeros, finalmente llegamos a la alfombra roja desplegada frente a un histórico edificio de ladrillo, sede de un club privado. Había tantos paparazzi como hojas secas tapizaban el suelo en otoño, pegados a los cordones de terciopelo que cercaban el pasillo.
Me incliné hacia adelante para mirar por las puertas acristaladas abiertas y vi a más fotógrafos en el lateral derecho de la entrada, mientras que la pared de la izquierda estaba cubierta de telones con logotipos para posibles fotos del evento y marcas patrocinadoras.
Angus abrió la puerta de la limusina y noté la expectación momentánea de los paparazzi, que esperaban a ver quién saldría. En el instante en que lo hizo William, fue como si se desencadenara una espectacular tormenta de relámpagos, con los flashes de las cámaras disparándose en rápida sucesión. —¡Señor Cross! ¡William! ¡Mire hacia aquí!
Él me tendió la mano, y la luz se reflejó en los rubíes de su anillo de boda. Sujetándome la falda con una mano, fui hacia él y apoyé mi mano en la suya. En cuanto salí, me deslumbré, pero conseguí mantener los ojos abiertos a pesar de los puntitos que me danzaban delante de los ojos, y en los labios, una sonrisa ensayada.
Me erguí, con una mano de William en la parte baja de mi espalda, a lo que siguió el caos. Y la cosa no hizo sino empeorar cuando apareció Cary. Los gritos eran ensordecedores. Vislumbré a Raúl junto a la entrada, controlando el tumulto con la mirada. Alzó un brazo y habló por el micro que llevaba en la muñeca, comunicándose con alguien a sus órdenes. Cuando me miró, mi sonrisa era genuina. Raúl respondió con un enérgico gesto de la cabeza.
En el interior nos recibieron dos coordinadores de eventos, que llevaron a buen ritmo la obligada sesión fotográfica, y a continuación nos acompañaron al ascensor que llevaba a la sala de recepciones.
Entramos en aquel vasto espacio en el que se encontraba la élite neoyorquina, una glamurosa reunión de hombres poderosos y mujeres elegantemente vestidas expuestas al efecto favorecedor de la tenue iluminación de las arañas de luz y una profusión de velas. Aromatizaban la atmósfera los grandes arreglos florales que adornaban todas las mesas del comedor, y una orquesta animaba el ambiente tocando alegres temas instrumentales que se mezclaban con el murmullo de las conversaciones.
William me condujo entre grupos de personas que se arracimaban alrededor de las mesas, deteniéndose a menudo con aquellos que salían a nuestro paso con saludos y felicitaciones. Mi marido se había metido en la piel de su personaje público a la perfección: guapísimo, relajado, distante y con un discreto dominio del contexto.
Yo, por el contrario, me sentía agarrotada, con los nervios a flor de piel, aunque confiaba en que mi ensayada sonrisa mantuviera a raya mi nerviosismo. William y yo no teníamos un buen historial de acontecimientos como ése. Siempre habíamos terminado peleándonos y separándonos. Ahora las cosas eran diferentes, pero aun así...
Deslizó la mano por mi espalda desnuda y me rodeó la nuca para masajearme los tensos músculos con delicadeza. Se detuvo a hablar con dos caballeros que se cruzaron en nuestro camino sobre las fluctuaciones del mercado, pero mi instinto me decía que estaba concentrado en mí. Yo iba a su derecha y él se desplazaba con suavidad, retrasándose un poco, de manera que el lado derecho de su cuerpo me rozara por detrás desde el hombro a la rodilla.
Cary me pasó por encima del hombro una copa fría de champán. —Veo a Monica y a Stanton —me dijo—. Les diré que estamos aquí.
Seguí su camino hasta que se aproximó al lugar donde se encontraba mi madre con su radiante y bonita sonrisa. Charlaba, al lado de su marido, con otra pareja. Stanton estaba elegante y atractivo con su esmoquin, y ella brillaba como una perla con su vestido largo de seda color hueso. —¡Maite!
Me volví al oír la voz de Ireland y abrí mucho los ojos al verla rodear la mesa más próxima. Por un momento, mi cerebro dejó de procesar cualquier cosa que no fuera ella. Estaba alta y esbelta, con aquel pelo largo y negro perfectamente recogido en un elegante moño. La raja lateral de su sofisticado vestido de terciopelo negro dejaba ver aquellas piernas kilométricas, mientras que el corpiño con una única hombrera recogía unos pechos que eran del tamaño perfecto para su cuerpo delgado.
Ireland Vidal era una chica de una belleza despampanante, con aquellos ojos de espesas pestañas del mismo llamativo azul de su madre y de William. Y sólo tenía diecisiete años. Imaginar la mujer en que se convertiría cortaba la respiración. Cary no era el único que iba a arrasar.
Vino directamente hacia mí y me dio un fuerte abrazo. —¡Ahora somos hermanas!
Yo sonreí y le devolví el abrazo, con cuidado de no derramar el champán encima de ella. Miré a Chris, que estaba detrás de ella, y él me respondió con una sonrisa. La expresión de su mirada cuando se volvió hacia Ireland reflejaba ternura y orgullo a la vez. Ya podían encomendarse a Dios los muchachos que pusieran los ojos en ella. Con Chris, Christopher y William velando por la chica, antes tendrían que vérselas con tres hombres formidables.
Ireland retrocedió unos pasos y me observó. —¡Vaya! Qué collar más impresionante. ¡Y esas tetas!... Yo quiero unas iguales.
Me eché a reír. —Ya eres perfecta así como estás. Eres la mujer más guapa que hay aquí.
—Qué va. Pero gracias.
Se le iluminó la cara cuando William se excusó de la conversación que estaba manteniendo y se volvió hacia ella. —Hola, hermanita.
Unos instantes después ya estaba en sus brazos, estrechándolo con tanta fuerza como lo había hecho conmigo. En un primer momento, William se quedó como una estatua, pero enseguida le devolvió el abrazo, suavizándose su expresión de una manera que me llegó al alma.
Yo había hablado con Ireland por teléfono después de la entrevista televisiva de William, me había disculpado con ella por mantener nuestra boda en secreto y le había explicado la razón. Quería estrechar la relación con la chica, pero lo estaba haciendo con tiento. Sería muy fácil convertirme en el puente entre ella y William, y no quería que fuera así. Ellos tenían que establecer su propia conexión, independientemente de todos los demás.
Mi cuñada empezaría pronto a estudiar en la Universidad de Columbia, como habían hecho sus hermanos. Estaríamos cerca y nos veríamos más a menudo. Hasta entonces, seguiría animando a William a que fomentara su incipiente relación. —Chris. —Me acerqué a él y lo abracé, contenta con el entusiasmo con el que él me devolvió el abrazo. Se había adecentado un poco desde que había estado en casa cenando, se había cortado el pelo y se había afeitado la barba.
Christopher Vidal era un hombre guapo y tranquilo de mirada afable. Había en él una amabilidad innata que se le traslucía en la voz y en cómo miraba a la gente. Fue lo primero que pensé cuando lo conocí, y nada había alterado esa primera impresión. —William. Maite. —Magdalene Perez se acercó a nosotros, guapa y seductora con un largo y elegante vestido verde esmeralda, del brazo de su novio.
Me alegraba ver que Magdalene había superado su atracción no correspondida por William, que nos había causado problemas a él y a mí al inicio de nuestra relación. Dejándose llevar por el manipulador hermano de William, se había comportado como una mala pécora. Ahora estaba feliz con su artista, era una mujer serena y encantadora, y poco a poco estaba convirtiéndose en una conocida de confianza.
Los saludamos a ambos afectuosamente, yo le estreché la mano a Gage Flynn, y William besó a Magdalene en la mejilla. Yo no conocía muy bien a Gage, pero se le notaba a la legua que estaba coladito por Magdalene. Y sabía que William se habría asegurado de que el tipo fuera lo bastante bueno para la mujer que desde hacía mucho tiempo era amiga de la familia.
Estábamos agradeciéndoles sus felicitaciones cuando mi madre y Stanton se unieron a nosotros, seguidos de Martin y Lacey, a quienes no habíamos visto desde el fin de semana en Westport. Observé, con una sonrisa, a Cary y a Ireland, que se reían por algo que sólo ellos sabían. —Qué chica más guapa —dijo mi madre tomando un sorbo de champán, sin perder de vista a la hermana de William.
—¿Verdad?
—Y Cary tiene buen aspecto.
—Eso mismo le he dicho yo.
Me miró con una sonrisa. —Que sepas que le hemos ofrecido que se quede en el apartamento si quiere, o ayudarlo a buscarse algo más pequeño.
—Ah. —Dirigí hacia él la mirada justo en el momento en que asentía a algo que le decía Chris—. Y ¿qué dijo?
—Que tú le habías ofrecido un apartamento privado contiguo al ático de William. —Se inclinó hacia mí—. Vosotros decidiréis lo que sea mejor, pero quise ofrecerle la posibilidad de que se quedara donde está. Siempre es bueno tener otras opciones.
Suspiré. Ella me buscó la mano. —A ver, William y tú manejáis vuestra imagen pública a vuestra manera, pero tienes que ser consciente de lo que todos esos horribles blogs de cotilleos están diciendo acerca de que tú y Cary sois amantes.
De pronto, el frenesí de la alfombra roja cobró sentido. Nosotros tres llegando juntos. —William negó que te hubiera engañado nunca —continuó en voz baja—, pero se sabe que tiene..., llamémoslo así, apetitos sexuales atrevidos. ¿Te imaginas cómo circularán los rumores si vivís los tres juntos?
—¡Vaya, hombre! —Sí que lo imaginaba. El mundo había visto muy gráficamente que a mi marido le iban los tríos. No con otro hombre en el grupo, pero aun así. Esos días habían terminado, pero eso la gente no lo sabía, y no querrían creerlo, de todos modos. Era demasiado salaz.
—Antes de que digas que no te importa, cariño —prosiguió mi madre—, date cuenta de que a mucha gente sí le importa. Y si alguien con quien William quiera hacer negocios piensa que es moralmente corrupto, eso podría costarle una fortuna.
En serio. En esos tiempos, no era probable, pero me mordí la lengua para no gastarle una broma a mi madre sobre su preocupación por el balance final de la empresa. De alguna manera u otra, todo se reducía siempre a eso. —Te escucho —dije entre dientes.
Según se acercaba la hora de cenar, todos empezaron a buscar la mesa que tenían asignada. William y yo estábamos delante, claro, dado que él iba a hablar. Ireland y Chris tenían sus tarjetas de comensal en nuestra mesa, al igual que Cary. Mi madre, Stanton, Martin y Lacey estaban en la mesa de nuestra derecha; Magdalene y Gage, un poco más atrás.
William retiró mi silla para que me sentara pero, cuando me disponía a hacerlo, me detuve, al quedarme sorprendida de ver a la pareja que se encontraba unas mesas más atrás. Irguiéndome, miré a William.—Los Lucas están aquí.
Levantó la cabeza y los buscó con la mirada. Supe en qué momento los había vislumbrado por cómo se le tensó la mandíbula. —Es cierto. Siéntate, cielo.
Me senté y él empujó mi silla, luego tomó asiento a mi lado. Sacó el teléfono y tecleó un mensaje. —Nunca los había visto juntos —dije inclinándome hacia él.
William levantó la vista hacia mí cuando su teléfono sonó con el zumbido de una respuesta. —No suelen salir como pareja.
—¿Le has enviado un mensaje a Arash?
—A Angus.
—¿Sí? ¿Sobre los Lucas?
—Que les den. —Volvió a guardarse el teléfono en la chaqueta y se inclinó hacia mí, colocando un brazo en el respaldo de la silla y el otro en la mesa, enjaulándome. Luego acercó los labios a mi oreja—. La próxima vez que vengamos a un evento de éstos, te quiero con una falda corta y sin nada debajo.
Di gracias porque los demás estuvieran mirando hacia otro lado y no nos oyeran y porque la orquesta estaba tocando un poco más alto para obligar a los invitados a que se sentaran en sus asientos. —Eres un maníaco.
Él bajó la voz hasta convertirla en un susurro seductor. —Voy a deslizar la mano entre tus muslos y los dedos en tu suave y dulce coño.
—¡William! —Escandalizada, lo miré y vi que me observaba con una sonrisa salvaje y ojos lujuriosos.
—Durante toda la cena, cielo —murmuró, acariciándome la sien con los labios —, voy a follarte con el dedo lentamente, dándole a ese prieto y perfecto conejo tuyo hasta que te corras para mí. Una y otra vez...
—¡Oh, Dios mío! —El tono grave y áspero de su voz era sexo y pecado en estado puro. Me estremecí sólo con eso, pero aquellas sucias palabras me tenían pegada a la silla—. ¿Qué mosca te ha picado?
Apretó los labios en mi mejilla en un beso rudo y rápido, y se irguió. —Estabas muy tensa —repuso—. Ahora, ya no.
Si hubiéramos estado completamente solos, le habría dado un sonoro beso. Se lo
dije.
—Me quieres —me soltó él, paseando la mirada por la sala cuando los camareros empezaron a servir las ensaladas.
—¿Ah, sí?
Volvió a centrar la atención en mí. —Sí, locamente.
No tenía sentido discutir. Llevaba razón.
***
Estaban sirviendo el postre, una cúpula de tarta de chocolate con un aspecto delicioso, cuando una mujer con un clásico traje azul marino se acercó a nuestra mesa y se agachó entre William y yo. —Empezaremos con el programa dentro de quince minutos —dijo—. Glen hablará unos instantes y luego saldrá usted.
Él asintió con la cabeza. —Muy bien. Estaré preparado para cuando usted me diga.
Ella sonrió y me di cuenta enseguida de que se había puesto un poco nerviosa al estar tan cerca de William. Tendría la edad de su madre, pero las mujeres de todas las edades sabían apreciar a un hombre guapo. —Maite. —Ireland se inclinó hacia mí—. ¿Quieres tomarte un descanso antes de que empiece el discurso?
Comprendí a qué se refería. —Claro que sí.
William y Chris se levantaron de la mesa y retiraron nuestras sillas. Como se me había quitado el brillo de labios durante la comida, le planté a mi marido un beso apretado en la mandíbula. —Estoy deseando escucharte —le dije con una amplia sonrisa de expectación.
Él movió la cabeza a un lado y a otro. —Hay que ver qué cosas te ponen.
—Me quieres.
—Sí, locamente.
Siguiendo a Ireland, serpenteé entre las mesas y pasé al lado de los Lucas. Ellos nos observaron en actitud íntima, el doctor Terrence Lucas rodeando los hombros de su mujer con un brazo. Anne cruzó la mirada conmigo y esbozó una amplia sonrisa que me puso los pelos de punta.
Me llevé una mano a la cara y me pasé el dedo medio por la ceja en un sutil pero claro «que os jodan».
Ireland y yo habíamos avanzado unas cuantas mesas cuando ella se paró de repente y choqué contra su espalda. —Perdona.
Como no continuaba, pasé delante para ver qué nos obstaculizaba el camino. —¿Qué ocurre?
Se volvió a mirarme. Tenía los ojos empañados en lágrimas. —Es Rick —dijo con voz temblorosa.
—¿Quién? —Empecé a darle a la cabeza, intentando hacer memoria. Parecía tan dolida, y tan perdida... Entonces caí.
—¿Tu novio?
Volvió la cabeza hacia adelante otra vez y yo traté de ver el lugar hacia donde dirigía la atención, buscando a alguien en las mesas atestadas de gente. —¿Dónde? ¿Cómo es?
—Aquí mismo. —Hizo un gesto brusco con el mentón y vi que las lágrimas le rodaban por las mejillas—. Con la rubia del vestido rojo.
—¿Dónde?
Veía varias posibilidades, hasta que me centré en la pareja más joven. De un solo vistazo supe la clase de chico que era. Yo también me enamoraba de ellos. Seguros de sí mismos, con experiencia sexual, guapos a rabiar. Me sentí un poco mal pensando en la cantidad de chicos como ése por los que me había dejado utilizar. Entonces me cabreé. Rick estaba dedicando a la chica de al lado una sonrisa de lo más sexi y arrogante. Desde luego, no eran sólo amigos. No cuando estaban follando con la mirada.
Cogí del codo a Ireland, conduciéndola hacia adelante. —Sigue andando.
Llegamos al aseo de señoras. En el repentino silencio que había al entrar, oí que sollozaba. La llevé a un lado de la zona de tocador, dando gracias porque no hubiera nadie más, y le pasé unos pañuelos de papel que saqué de la caja que había en la encimera. —Me dijo que esta noche tenía que estudiar —me contó—. Por eso le dije que sí a papá cuando me preguntó si quería venir.
—¿Ése es el chico que no quería hablarles de ti a sus padres por lo del padre de William?
Afirmó con la cabeza. —Están ahí con él.
Empezaba a recordar la conversación que habíamos tenido durante el lanzamiento del videoclip de los Six-Ninths. Los abuelos de Rick habían perdido una buena parte de su riqueza por las operaciones de inversión de Geoffrey Cross. Y les parecía de lo más oportuno que ahora William fuera uno de los hombres más ricos del mundo, aunque era evidente para cualquiera que quisiera ver que él había levantado su imperio con su trabajo y su capital.
Pero, claro, probablemente Rick buscaba excusas para hacer malabarismos y salir con varias chicas a la vez. Después de todo, sus padres estaban allí, y William era la atracción estelar. Me hizo plantearme si esa animadversión de la que le había hablado no sería una gilipollez. —¡Me dijo que había roto con ella hacía meses! —gritó Ireland.
—¿Con la rubia?
Sorbiéndose los mocos, asintió de nuevo. —Estuve con él anoche. No me dijo nada de que fuera a tomarse la tarde libre para venir aquí.
—¿No le dijiste que estarías aquí?
—No. Nunca hablo de William. Con él no, desde luego.
¿Era Rick el típico jovencito idiota que se tiraba a todas las chicas que podía? ¿O estaba follando con la hermana de William a modo de retorcida venganza? Desde luego, el chico era un capullo. —No llores por ese cantamañanas, Ireland. —Le di más pañuelos de papel—. No le des esa satisfacción.
—Quiero irme a casa.
—Eso no servirá de nada. Sinceramente, nada servirá. Te dolerá durante una temporada. Pero puedes tomarte la revancha. Eso te sentaría bien.
Me miró, cayéndole aún las lágrimas. —¿A qué te refieres?
—Tienes a uno de esos guapísimos modelos de Nueva York sentado a tu lado. Sólo tienes que decirle una palabra y Cary se convertirá en el amigo atento y enamoradísimo de ti con el que sales. —Cuanto más lo pensaba, más me gustaba la idea—. Podéis haceros los encontradizos con Rick y... «¡huy!..., holaaa. ¡Qué casualidad encontrarnos aquí!». ¿Qué va a decir? Él tiene a la rubia. Y así te marchas con el marcador igualado.
Ireland empezó a temblar. —A lo mejor si hablara con él...
Magdalene entró entonces en el baño y se quedó parada, evaluando la situación. —Ireland, ¿qué pasa?
Yo no dije ni media palabra; no me tocaba a mí contarlo. —Nada. Estoy bien —respondió ella.
—Vale. —Magdalene me miró—. No quiero entrometerme, pero quiero que sepas que nunca les diría nada a tus hermanos si me lo pidieras.
—Llevaba unos meses saliendo con un chico —dijo Ireland entre lágrimas al cabo de unos instantes—, y resulta que está ahí fuera con otra. Una antigua novia.
Yo sospechaba que, para empezar, Rick nunca había roto con esa chica y se había dedicado a dar falsas esperanzas a Ireland, pero yo era muy cínica con esa clase de cosas. —Oh. —La expresión de Magdalene era de comprensión—. Los hombres pueden ser tan gilipollas... Mira, si quieres marcharte sin que él se dé cuenta, te pido un coche ahora mismo. —Abrió el bolso y sacó el móvil—. Corre de mi cuenta. ¿Qué te parece?
—Un momento —tercié yo, y expuse mi plan.
Magdalene enarcó las cejas. —Artero. ¿Por qué enfadarte cuando puedes vengarte?
—No sé... —Ireland se miró en el espejo y soltó una palabrota. Cogió más pañuelos de papel y se arregló el maquillaje—. Estoy horrible.
—Estás un millón de veces mejor que esa golfa de ahí fuera —le dije yo.
Dejó escapar una risa llorosa. —La odio. Es una cabrona.
—Apuesto a que se ha fijado en algunos de los anuncios de Grey Isles de Cary —terció Magdalene—. Yo lo he hecho.
No hizo falta más. Aunque Ireland no se sentía del todo preparada para dar por perdido a Rick, sí que estaba abierta a darle celos.
Lo demás ya llegaría a su debido tiempo. Con suerte. Pero, claro, había algunas lecciones que las mujeres tenían que aprender por las malas.
***
Regresamos a nuestra mesa justo cuando un caballero, que supuse que era Glen, subía la escalera hacia el estrado y se dirigía al atril. Me arrodillé junto a Cary, poniéndole una mano en el brazo. Él bajó la mirada. —¿Qué pasa?
Le expliqué lo que quería que hiciera y por qué. Esbozó una sonrisa de oreja a oreja.—¡Desde luego, chiquilla!
—Eres el mejor, Cary.
—Eso dicen todos.
Me levanté y volví a mi silla, que William retiró para que me sentara. Mi trozo de tarta aún estaba allí, y lo miré con avidez. —Han intentado llevárselo —susurró William—. Pero yo lo he defendido para ti.
—Ay... Gracias, cariño. Eres tan bueno conmigo... Me puso una mano en el muslo por debajo de la mesa y me dio un suave apretón.
Observé a mi marido mientras comía, admirando su aire de calmada relajación mientras ambos escuchábamos a Glen hablar de la importancia del trabajo que su organización llevaba a cabo en la ciudad. Cada vez que pensaba en dar discursos en nombre de Crossroads, se me ponía un hormigueo en el estómago. Pero acabaría cogiéndole el tranquillo, encontrando la manera de hacerlo. Aprendería lo que tuviera que saber para ser de utilidad tanto a mi marido como a Cross Industries.
Teníamos tiempo y tenía el amor de William. Todo llegaría. —Nos complace rendir homenaje a un hombre que no necesita presentación...
Dejé el tenedor en la mesa y, acomodándome en la silla, escuché a Glen ensalzar los muchos logros de mi marido y su generoso compromiso en beneficio de las víctimas de abusos sexuales. No escapó a mi atención que Chris miraba a William con otros ojos. Y con orgullo. La mirada que le dedicó a mi marido no se diferenciaba de la que había visto que le dedicaba a Ireland.
La sala prorrumpió en un aplauso cuando William se levantó con agilidad. Yo también me levanté, junto con Chris, Cary y Ireland. El resto de los que estaban en la sala siguieron el ejemplo y se pusieron también en pie para recibir a William con una calurosa ovación en el estrado. Me miró antes de echar a andar, rozándome con los dedos las puntas de mi pelo.
Verlo atravesar el escenario era un placer en sí mismo. Su paso era suave y pausado, pero exigía atención. Era de una elegancia poderosa, y sus movimientos eran de tal belleza que era una delicia contemplarlo.
Colocó la placa que le habían dado encima del atril, sus bronceadas manos en marcado contraste con el blanco de los puños de la camisa. Entonces empezó a hablar con su dinámica voz de barítono, fluida y propia de una persona culta, haciendo de cada palabra una caricia diferente. No se oía ningún otro sonido en la sala, todo el mundo cautivado por su oscura belleza y su consumada oratoria.
Todo transcurrió demasiado deprisa. Volví a ponerme en pie en el momento en que él volvió a coger la placa, y aplaudí con tanta fuerza que me dolieron las manos. A continuación lo dirigieron hacia un lateral del escenario, donde lo esperaba un fotógrafo acompañado de Glen. William habló con ellos, luego me miró a mí y me llamó con una mano extendida.
Me recibió al pie de la escalera, ofreciéndome el brazo para ayudarme a subir con mi vestido y mis tacones. —Te deseo muchísimo en estos momentos —le dije con ternura.
Él se rio. —Obsesa.
Bailamos durante una hora después de la cena. ¿Por qué no bailaba más a menudo con mi marido? Era tan hábil y sexual en la pista de baile como en la cama. Moviendo el cuerpo con hábil fortaleza, me llevaba con seguridad y con autoridad de experto.
William conocía muy bien cómo fluíamos juntos y lo utilizaba en su beneficio, aprovechando todas las oportunidades para deslizar su cuerpo contra el mío. Yo estaba excitadísima y él lo sabía, en mi cara, su mirada tórrida y sabedora.
Cuando pude apartar de él la atención, vi a Cary bailando con Ireland. Se había burlado de mí cuando le había pedido que tomara clases de baile conmigo, pero había aceptado y no había tardado en convertirse en el favorito del profesor. Tenía un talento innato y llevaba a Ireland con facilidad, a pesar de la inexperiencia de ella.
Bailarín exuberante, Cary requería un amplio espacio, lo que hizo que Ireland y él se convirtieran en el foco de atención. Él, sin embargo, sólo tenía ojos para su pareja, desempeñando el papel de completo enamorado a la perfección. Aun con el corazón roto, Ireland no pudo sino dejarse cautivar por su absoluta e inquebrantable atención. La vi reír bastante a menudo, con las mejillas coloradas por el esfuerzo.
Me había perdido ese momento de «¡vaya!» con Rick que esperaba presenciar, pero vi el resultado. El chico bailaba con su amiga, lastimosamente incapaz de competir con Cary ni en habilidad ni en belleza. Ya no hubo más sonrisitas ni folleteo con los ojos, pues tanto él como la rubia no dejaban de mirar a Cary y a Ireland, quienes claramente se estaban divirtiendo mucho más.
Terrence y Anne Lucas bailaban también, pero tuvieron la sensatez de permanecer al otro lado de la pista. —Vamos a casa —dijo William en voz baja cuando terminaba la canción y nos fuimos parando lentamente—, y hacemos sudar a esos diamantes.
Sonreí. —Sí, por favor.
Regresamos a nuestra mesa y cogimos la placa y mi bolso de mano.
—Nos vamos con vosotros —dijo Stanton, acercándose con mi madre a su lado. —¿Y Cary? —pregunté.
—Martin lo llevará a casa —respondió ella—. Se están divirtiendo.
Tardamos tanto rato en marcharnos como en llegar, con tanta gente que no había podido saludar a William y a Stanton hasta ese momento. Yo únicamente podía agradecer las felicitaciones, pero mi madre de vez en cuando hablaba con autoridad, añadiendo breves pero agudos comentarios a lo que Stanton decía. Le envidiaba ese conocimiento y me inspiraba en él. Tendríamos que hablar al respecto cuando llegara el momento.
La ventaja de que nos retrasaran durante tanto tiempo era que daba tiempo a que llegaran los coches. Cuando finalmente llegamos al nivel de la calle, Raúl nos informó de que la limusina estaba sólo a un edificio de distancia. Clancy me dedicó una breve sonrisa antes de decirles a mi madre y a Stanton que su coche estaba ya allí mismo. Los paparazzi esperaban fuera. No tantos como antes, pero más de una docena. —¿Por qué no quedamos mañana? —dijo mi madre, dándome un abrazo en el vestíbulo.
—Me parece bien. —Me eché hacia atrás—. Me vendría bien un día de spa.
—Qué idea tan buena. —Su sonrisa era brillante—. Me ocuparé de todo.
Me despedí de Stanton con un abrazo; William le estrechó la mano. Salimos a la calle y empezó la lluvia de flashes. La ciudad nos acogía en su seno con los ruidos del tráfico de última hora y con el suave calor de la tarde. La humedad iba disminuyendo a medida que el verano daba paso al otoño, y yo estaba deseando pasar más tiempo al aire libre. El otoño en Nueva York era algo único, algo que sólo había disfrutado anteriormente durante cortas visitas. —¡Al suelo!
Apenas había oído el grito cuando William me agarró. Un estruendo me sacudió por completo, rebotando en la pared de ladrillo y sonándome en los oídos. Ensordecedoramente cerca... ¡Dios santo! Justo a mi lado.
Caímos contra la acera alfombrada. William rodó para cubrirme con su cuerpo. Más peso al tirarse alguien sobre William. Otro ruido. Luego otro. Y otro... «Aplastada. Pesa mucho. Respirar. —Mis pulmones no podían expandirse. Me martilleaba la cabeza—. Oxígeno. ¡Dios!»
Pugnaba. Arañando la alfombra roja. William me agarró con más fuerza. Su voz era áspera, perdidas las últimas palabras bajo el frenético zumbido de mi cabeza. «Aire. No puedo respirar...». Y el mundo se oscureció.
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Mensaje por tamalevyrroni Miér Jul 27, 2016 12:56 pm

14
–¡Dios mío, Maite...! —Pasé las manos frenético por su cuerpo laxo en busca de heridas mientras el conductor pisaba con fuerza el acelerador y la limusina salía disparada, impulsándome de golpe hacia atrás en el asiento.
Mi esposa yacía inerte en mi regazo, no respondía a mi desesperado examen. No se le veía sangre en el vestido ni en la piel. Pulso, fuerte y rápido, el pecho subiéndole y bajándole con cada respiración.
Me invadió tal alivio que sentí un mareo. La estreché contra mí, meciéndola con mimo. —¡Gracias a Dios!
Raúl ladraba órdenes por el micrófono que llevaba en la muñeca. En cuanto calló, pregunté: —¿Qué demonios ha pasado?
Bajó el brazo. —Uno de los fotógrafos tenía una pistola. Clancy lo ha cogido.
—¿Hay alguien herido?
—Le han dado a Monica Stanton.
—¿Qué? —Los latidos de mi corazón, menos acelerados ya, se me dispararon otra vez. Bajé la vista hacia mi mujer cuando volvía en sí lentamente con un aleteo de los párpados.
—¡Dios mío! ¿Es grave? —pregunté.
Raúl exhaló ruidosamente. —Espero noticias. No tenía buena pinta. Usted agarró a la señora Cross y la señora Stanton quedó expuesta. «Maite». Abracé a mi mujer con más fuerza, acariciándole la cabeza mientras cruzábamos la ciudad a todo gas.
***
—¿Qué ha pasado?
La suave pregunta de Maite, al doblar la esquina que nos conducía al garaje, me puso un nudo en el estómago. Raúl me observó con expresión adusta. Momentos antes había recibido una llamada y cruzado la mirada conmigo, confirmando el peor de mis temores con un gesto de la cabeza y un quedo «lo siento».
La madre de mi mujer había muerto. ¿Cómo iba a decírselo a Maite? Y, cuando lo hubiera hecho, ¿cómo podría protegerla hasta que supiéramos qué demonios estaba ocurriendo? En el bolsillo de la chaqueta, mi teléfono no paraba de sonar. Llamadas. Mensajes. Tenía que atenderlas, pero primero estaba mi mujer.
Entramos en el garaje, pasando por delante del guardia de seguridad en su cabina de cristal. Yo no paraba de dar golpecitos con el pie en el suelo. Quería bajar del coche. Tenía que aislar a mi mujer. —William. —Se aferró a mi chaqueta—. ¿Qué ha pasado? He oído disparos...
—Falsa alarma —dije ásperamente, agarrándola con demasiada fuerza—. Era el petardeo de un coche.
—¿Qué? ¿Ah, sí? —Me miró pestañeando, haciendo un gesto de dolor cuando la atraje aún más hacia mí—. ¡Ay!
—Lo siento. —La había arrojado al suelo con rudeza, incapaz de moderar la violencia de la caída sin exponerla al peligro. Había sido algo instintivo, una brusca respuesta al apremio que había en la voz de Raúl—. Reaccioné de manera exagerada.
—¿De verdad? —Maite intentó sentarse—. Creí haber oído múltiples disparos.
—Algunas cámaras al caer, quizá. Hubo personas que se sobresaltaron y soltaron sus equipos.
El coche fue aminorando la velocidad hasta pararse, Raúl se apeó de un salto y le tendió la mano a Maite. Mi mujer bajó despacio y yo estaba justo detrás de ella, levantándola en brazos en cuanto me enderecé.
A grandes zancadas, me dirigí al ascensor del garaje y esperé mientras Raúl tecleaba el código. Un miembro de su equipo se quedó a nuestras espaldas, mirando en dirección contraria, con la mano en la chaqueta, sobre su arma, mientras vigilaba. ¿Bastaría con él si hubiera otro tirador al acecho? —¡Eh!, que puedo caminar —dijo Maite, grogui todavía, con los brazos alrededor de mi cuello—. Y tienes que responder al teléfono. Esa cosa está enloquecida.
—Dame un minuto. —Entré en el ascensor—. Perdiste el conocimiento. Me has dado un susto de muerte.
—No podía respirar.
Besándola en la frente, volví a disculparme. No me sentí a salvo hasta que entramos en el salón de casa. Eché una mirada a Raúl. —Saldré enseguida —le dije.
Llevé a mi mujer directamente al dormitorio y la acosté encima del edredón. Lucky ladró en su jaula, tocando la puerta con la pata. —Todo ha sido muy raro. —Maite meneó la cabeza con gesto incrédulo—. ¿Dónde está mi bolso? Quiero llamar a mi madre. ¿A Clancy también se le fue la pinza?
Sentí un nudo en las entrañas. Había prometido no engañar nunca a mi mujer y sabía que esa mentira iba a hacerle mucho daño. A los dos. Pero... Dios, ¿cómo demonios se lo decía? Y, en caso de hacerlo, ¿cómo podría retenerla en casa cuando quisiera salir y ver la verdad por sí misma?
Los lastimeros gañidos de Lucky aumentaban mi angustia. —Creo que tu bolso se ha quedado en el coche. —Le retiré el pelo de la frente, tratando de dominar el estremecimiento que amenazaba con sacudirme el cuerpo entero—. Pediré a alguien que vaya a buscarlo y lo suba.
—Vale. ¿Puedo utilizar tu teléfono?
—Primero tienes que descansar un poco. ¿Te duele algo? ¿Alguna magulladura? —Lancé a Lucky una mirada feroz, pero lo único que conseguí fue que golpeara la puerta con más furia.
Maite se palpó la cadera e hizo un gesto de dolor. —Puede ser.
—No te preocupes. Le pondremos remedio.
Fui al cuarto de baño y saqué el teléfono para apagarlo. La pantalla era una interminable lista de llamadas perdidas y mensajes de texto. Vi cómo se oscurecía, me lo guardé en el bolsillo de los pantalones y, a continuación, abrí los grifos de la bañera. Aquellos que quisieran tener noticias podían ponerse en contacto con Raúl o con Angus.
Eché un puñado de sales de baño en el agua humeante, consciente del riesgo que suponía, pues rara era la vez que no me unía a Maite cuando se bañaba. Pero los baños calientes la sosegaban, le devolvían la calma. Sospechaba que dormía siestas durante el día para suplir las horas que nuestra vida sexual nos robaba de las noches, pero iba falta de sueño después del último fin de semana.
Si conseguía que se relajara y se metiera en la cama, quizá se quedara dormida. Eso me daría tiempo para averiguar qué había sucedido y si seguía habiendo peligro, para hablar con el doctor Petersen...
«Joder». Y Victor. Tenía que llamar al padre de Maite. Hacerlo venir a Nueva York cuanto antes. Cary. Él debería estar aquí también. En cuanto tuviera más información y un sistema de apoyo para mi mujer, entonces podría decírselo. Lo único que necesitaba eran unas horas.
Me obligué a no pensar en el pánico que me producía que Maite no me perdonara la demora.
Cuando regresé al dormitorio, estaba dejando salir a Lucky. Rio al ver el entusiasmo del cachorro, y aquel alegre sonido, que tanto amaba, me atravesó el pecho como una puñalada.
Besando a Lucky en la cabeza, me miró con ojos brillantes. —Deberías ponerlo en su camita. Lleva mucho tiempo encerrado.
—Lo haré.
Acarició al perro en la cabeza antes de pasármelo. —Oigo correr el agua —dijo.
—Un baño te sentará bien.
—¿Preparándome? —bromeó.
La expresión de sus ojos... Me mataba. Estuve a punto de decírselo, pero no conseguí que las palabras salvaran el nudo que tenía en la garganta. En cambio, me di media vuelta y me dirigí por el pasillo al aseo que había junto al salón, donde estaba el trozo de césped artificial de Lucky. Lo dejé ahí; me pasé las manos por el pelo. «Piensa, maldita sea.» Dios, necesitaba una copa. Sí. Una copa. Algo fuerte.
Fui a la cocina, traté de pensar en algo que Maite también bebiera. ¿Un digestivo, quizá? El teléfono de casa. Mierda. Fui a desconectar el timbre y vi que ya se le había ocurrido a alguien. Al darme la vuelta, vi la cafetera.
Algo caliente. Relajante. Sin cafeína. Té. Me acerqué a la despensa y busqué, revolviendo en los estantes para ver si encontraba una caja de té que Angus guardaba en el ático. Alguna de esas porquerías de hierbas que él decía que limaban asperezas. Lo encontré, y a continuación llené una taza directamente del grifo de agua caliente. Puse dos bolsitas de té, un generoso chorro de ron y una cucharada de miel. Revolví, se derramó un poco en la encimera. Más ron.
Tiré las dos bolsitas de té al fregadero y me dispuse a regresar con mi mujer. Por unos instantes, cuando vi que no estaba en el dormitorio, me entró el pánico. Luego la oí en el vestidor y solté el aire aliviado. Dejé la taza junto a la bañera, cerré los grifos y fui a donde estaba ella. La encontré sentada en el banco, quitándose los zapatos. —Creo que el vestido se ha echado a perder —dijo, allí descalza, enseñándome el desgarrón que tenía en el lado izquierdo.
—Te compraré otro.
Me sonrió con una amplia sonrisa. —Me mimas demasiado.
Era una puñetera tortura. Cada segundo. Cada mentira que decía. Cada verdad que me callaba.
El amor que había en sus ojos me hacía trizas. La confianza absoluta. El sudor me resbalaba por la espalda. Me deshice de la chaqueta y la tiré a un lado, me aflojé la pajarita y el cuello de la camisa para poder respirar. —Ayúdame a quitarme esto —pidió, volviéndose para darme la espalda.
Le desabroché el vestido y se lo deslicé por los hombros, dejándolo caer al suelo. Luego le solté el sujetador y oí que dejaba escapar un suspiro de placer al sentirse liberada de su constricción.
La examiné y me dio rabia ver el moratón que le oscurecía la cadera y los rasguños del brazo que se había hecho en la alfombra roja. Bostezó. —¡Vaya!, sí que estoy cansada.
«Gracias a Dios». —Entonces deberías dormir.
Me lanzó una vehemente mirada. —No estoy tan cansada.
¡Caray! Ser destripado no podría doler más. No podía tocarla, ni hacerle el amor..., con aquel engaño entre nosotros, no. Tragué saliva. —Muy bien —dije—. Tengo que ocuparme de unos asuntos primero. Y coger tu bolso. Te he preparado algo de beber. Está junto a la bañera. Tú relájate, que yo volveré en cuanto pueda.
—¿Va todo bien?
Ya no podía mentir más, así que le dije una verdad sin importancia.—He perdido tiempo de trabajo esta semana y tengo que resolver algunas cosas urgentes.
—Lo siento. Sé que es culpa mía. —Me besó en la mandíbula—. Te quiero, campeón.
Descolgó una bata de una percha, se la puso y salió. Yo me quedé allí, rodeado de su olor, con el cosquilleo de su tacto en las manos, el corazón acelerado por miedo y desprecio de mí mismo. Lucky entró tan deprisa que rebotó en la puerta antes de venir a parar a mis pies. Lo cogí y le froté la cabeza. Ésa era una pesadilla de la que él no podía despertarme.
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Mensaje por tamalevyrroni Miér Jul 27, 2016 12:59 pm

***
Raúl me esperaba en el despacho del ático, hablando enérgicamente por su teléfono. Entré y cerré la puerta detrás de mí. Terminó la llamada y se levantó. —La policía está en el lugar del suceso. El tirador está bajo custodia.
—Y ¿Monica?
—Están esperando al forense.
No podía ni imaginarlo. Me dirigí a mi escritorio y me dejé caer pesadamente en la silla. Se me fue la mirada a las fotos de Maite que tenía en la pared. —Se ha comunicado a los detectives de la policía que la señora Cross y usted estarán aquí en casa cuando llegue el momento de hacer declaraciones.
Asentí con la cabeza, y recé para que esperaran hasta por la mañana para hacernos esa visita. —Desconecté el teléfono de la cocina cuando llegamos —añadió Raúl en voz baja.
—Ya me he dado cuenta, gracias.
Alguien llamó entonces a la puerta. Me puse tenso, esperando que entrara Maite. Exhalé con alivio cuando vi que se trataba de Angus. —Vuelvo para allá —dijo Raúl—. Lo mantendré al corriente.
—Necesito el bolso de Maite, que está en el coche, y a Cary. Tráelo aquí.
Asintió con la cabeza y se fue. Angus se acomodó en el asiento que acababa de dejar Raúl. —Lo siento, amigo.
—Yo también.
—Tendría que haber estado allí.
—¿Y tener a otro ser querido en la línea de fuego? —Me puse en pie, estaba demasiado inquieto para permanecer sentado—. Fue una bendición que te encontraras en casa de los Lucas.
Se me quedó mirando un momento y luego bajó la mirada a las manos. Tardé unos segundos en reparar en lo que acababa de decir. Y otro más en darme cuenta de que nunca le había dicho que lo quería. De todos modos, confiaba en que sí lo supiera.
Inspirando profundamente, levantó la barbilla y volvió a mirarme. —¿Qué tal está Maite?
—Tengo que ir a ver. Se está dando un baño.
—Pobrecilla.
—No lo sabe. —Me froté la nuca—. No se lo he dicho.
—William. —Abrió mucho los ojos con la misma consternación que yo sentía—. No puede...
—¿De qué serviría? —salté—. No sabemos nada. Su madre ha muerto. No puedo dejar que vuelva allí y vea... aquello. ¿Por qué torturarla y ponerla en peligro? ¡Santo Dios, podría haber sido ella! Aún podría ser ella si no la protegemos.
Angus me observaba ir de un lado a otro con ojos que habían visto —y aún veían— demasiado. —Voy a hacer unas llamadas. —Saqué el teléfono—. Necesito hacerme una idea clara de la situación antes de decírselo. Tratar de amortiguarle el golpe todo lo posible. Ha sufrido demasiado... —Se me quebró la voz. Me ardían los ojos.
—¿En qué puedo ayudar? —preguntó suavemente.
Recobré la compostura. —Necesito disponer de un jet para el padre de Maite. Voy a llamarlo ahora mismo.
—Me ocuparé de ello. —Se levantó.
—Dame unos minutos para comunicarle la noticia, luego envíale un mensaje con la información cuando la tengas.
—Delo por hecho.
—Gracias.
—William... Debería saber que el registro de la residencia de los Lucas fue satisfactorio. —Metió la mano en el bolsillo y sacó una memoria USB no más grande que una moneda de diez centavos—. La tenía guardada en una caja fuerte en el dormitorio, escondida debajo de las joyas en una caja. Ella escaneó todas las notas de él.
Lo miré sin comprender. Anne y Hugh eran la menor de mis preocupaciones en esos momentos. —Todo son mentiras —continuó—. No mencionaba nada de lo que realmente sucedió. Lo que puede que le interese, cuando llegue el momento, es lo que decía sobre Christopher.
Angus dejó la unidad de memoria encima de mi mesa y se marchó. Me quedé mirándolo. Luego me dirigí a mi escritorio, abrí un cajón y guardé allí el dispositivo empujándolo con la mano.
Tras volver a encender el teléfono, vi que había varios mensajes de texto y de voz de Cary, Magdalene, Clancy, Ireland, Chris... Abrumado, fui a la pantalla de inicio.
Busqué el teléfono de la consulta del doctor Petersen y marqué. Me saltó la respuesta del sistema automático, por lo que seleccioné la centralita de urgencias fuera de horario y dije al operador electrónico que era una emergencia relacionada con una muerte y que quería que el doctor me llamara en cuanto pudiera.
El contacto fue frío y aséptico, sobre todo para algo tan desesperadamente personal. El desalentador procedimiento parecía un terrible insulto a mi hermosísima esposa y a la madre que ya no estaba entre nosotros. Y, sin embargo, en el fondo deseaba que la siguiente llamada que tenía que hacer se desarrollara con tan poca emoción.
Mientras oía la señal de llamada, me senté en el sillón. La última vez que había hablado con Victor había sido cuando lo había llamado desde Río de Janeiro para explicarle que la foto mía con aquellas dos mujeres se había tomado antes de que conociera a su hija. Él había recibido la información con fría cautela, haciéndome saber sin decirlo que yo no era lo bastante bueno para Maite. No pude discrepar. Ahora tenía que decirle que habían vuelto a arrebatarle a la otra mujer que le importaba, esta vez para siempre.
Maite creía que su padre seguía enamorado de su madre. De ser así, la noticia lo hundiría. Yo aún notaba la bilis en el fondo de la garganta y el gélido pánico que me había dejado en blanco en los primeros momentos posteriores al tiroteo. No me quedaría nada sin Maite. —Reyes —respondió Victor con un tono de voz frío y alerta. Se oía ruido de fondo, de tráfico, quizá. Música a lo lejos. Miré el reloj y me di cuenta de que debía de estar de guardia.
de guardia. —Soy Cross. Tengo algo que decirte. ¿Estás solo?
—Puedo estarlo. ¿Qué ocurre? —preguntó, captando la gravedad de mi voz—. ¿Le ha pasado algo a Maite?
—No, no se trata de Maite. —«Vamos, suéltalo. Directo y rápido». Así es como querría yo que me dijeran que mi mujer había muerto—. Lo siento. Han matado a Monica esta noche.
Hubo una terrible pausa. —¿Qué has dicho?
Apoyé la cabeza en el respaldo del sillón. Me había oído perfectamente, se lo noté en la voz, pero no podía creerlo. —Lo siento, Victor. No sabemos mucho más de momento.
Al otro lado de la línea, oí que se abría la puerta de un coche y luego se cerraba de golpe. Hubo una serie de transmisiones de una radio policial, seguidas de un silencio sobrecogedor que se prolongó durante unos largos minutos. Pero yo sabía que él seguía allí. —Ha sucedido hace apenas una hora —expliqué quedamente, intentando llenar el silencio—. Salíamos todos de un evento, y un tirador entre la multitud abrió fuego.
—¿Por qué?
—No lo sé. Pero lo han detenido. Pronto sabremos algo más.
Su voz se tornó más dura. —¿Dónde está mi hija?
—Está en casa, conmigo. No saldrá de aquí hasta que tenga la certeza de que no hay peligro. He dispuesto un vuelo para ti. Maite te necesitará, Victor.
—Déjame hablar con ella.
—Está descansando. Recibirás un mensaje de texto con la información del vuelo en cuanto esté confirmado. Será uno de mis jets. Podrás hablar con ella por la mañana cuando llegues.
Victor exhaló ruidosamente. —De acuerdo. Estaré preparado.
—Te veré pronto.
Al colgar, pensé en el otro hombre que era como un padre para Maite. No podía ni imaginar por lo que estaría pasando Stanton; me trastornaba. Pero lo compadecía y lamentaba que cualquier cosa que pudiera ofrecer resultara inapropiada.
Aun así, le escribí un mensaje rápido: Si puedo serte de alguna ayuda, no dudes en decírmelo. Salí del despacho y me dirigí de nuevo al dormitorio principal. Me quedé a la puerta, dolorido y en carne viva por dentro al ver a Maite tumbada en el agua caliente con los ojos cerrados. Se había recogido el pelo en un moño alborotado. Los diamantes brillaban en la encimera. Lucky me dio con la pata en la espinilla. —Hola —musitó ella con los ojos aún cerrados—. ¿Ya te has ocupado de todo?
—Todavía no. En estos momentos, tengo que encargarme de ti. —Me acerqué a ella y vi que se había tomado la mitad de la bebida—. Deberías terminarte esto.
Sus ojos se abrieron lentamente, soñolientos y tiernos. —Está fuerte. Llevo un buen colocón.
—Estupendo. Ahora bébete el resto.
Maite accedió. No por obediencia, sino de la forma en que una mujer con motivos ocultos fingía cumplir una orden: porque le convenía. —¿Vas a meterte conmigo? —preguntó pasándose la lengua por los labios.
—¿Vas a meterte conmigo? —preguntó pasándose la lengua por los labios. Negué con la cabeza. Ella hizo un mohín. —He terminado entonces. —Se levantó de la bañera, hilillos de agua resbalándole por sus coloradas curvas. Me dedicó una sonrisa seductora, sabiendo lo que me hacía—. ¿Seguro que no vas a cambiar de opinión?
Tragué saliva. —No puedo.
Caminando con pasos pesados, cogí una toalla y se la tendí. Me di la vuelta, verla era un suplicio, cogí algunas cosas del botiquín y las coloqué en la encimera. Ella se me acercó y se inclinó hacia mí. —¿Estás bien? ¿Sigues pensando en tu madre?
—¿Qué? No —gruñí con la cabeza gacha—. Cuando te desmayaste... ¡Joder! Nunca me había asustado tanto.
—William. —Se arrimó más a mí y me abrazó—. Estoy bien.
Suspirando, le di un rápido apretón y la solté. Me dolía tanto abrazarla, a sabiendas de lo que me guardaba. —Deja que te eche un vistazo y me asegure.
Lucky se sentó con la cabeza ladeada, mirándome con curiosidad mientras le examinaba el brazo a Maite. Se lo limpié con una toallita desinfectante antes de aplicar una pomada en el enrojecido rasguño. A continuación, le puse una venda para que estuviera protegido. En el moratón de la cadera le di una generosa cantidad de árnica, dibujando suaves círculos con los dedos sobre la oscurecida piel hasta que el gel se absorbió completamente.
Mi roce y la atención que le estaba dedicando la excitaron, pese a que no era ésa mi intención. Apretando los ojos, me enderecé. —A la cama, señora Cross.
—Mmm..., sí, vamos a la cama. —Me puso las manos en los hombros, pasando los dedos por los extremos sueltos de mi pajarita—. Me gustas con el cuello abierto así. Muy sexi.
—Cielo... Me haces trizas. —Le cogí las manos—. Aún tengo cosas que hacer.
—Vale. Me portaré bien. Por el momento.
Con su mano en la mía, la llevé al dormitorio. Maite protestó cuando saqué una camiseta de Cross Industries y se la pasé por encima de la cabeza. —¿Y los diamantes? —preguntó.
Tal vez no volviera a ponérselos después de esta noche. ¿Dónde coño estaba el doctor Petersen? Necesitaba su ayuda para decir lo que tenía que decir cuando llegara el momento.
Le pasé los dedos por la mejilla, el único roce que me permitiría. —Con esto estarás más cómoda —repuse.
La arropé en la cama y le retiré el pelo de la cara. Iba a quedarse dormida creyendo que en su mundo aún habitaba su madre y que su marido nunca le mentiría. —Te quiero. —Le di un beso apretado en la frente, deseando que esas palabras resonaran en sus sueños.Era muy posible que no las creyera cuando se despertara.
***
Cerré la puerta del dormitorio para dejar descansar a Maite y me dirigí a la cocina a por algo de beber, algo fuerte que pudiera aliviar el gélido nudo que tenía en el estómago.
Me encontré a Cary en el salón, sentado en el sofá con la cabeza entre las manos. Angus se hallaba al otro extremo de la mesa del comedor, hablando por teléfono en voz baja. —¿Quieres tomar algo? —le pregunté a Cary al pasar a su lado.
Él levantó la cabeza y vi las lágrimas. El desconsuelo. —¿Dónde está Maite?
—Procurando dormir. Es lo mejor.
Entré en la cocina, cogí dos vasos y una botella de whisky y serví una buena cantidad. Le pasé uno a Cary cuando se me unió en la isla. Me tomé el mío de un trago. Cerré los ojos, noté cómo quemaba. —Te quedarás en la habitación de invitados. —El alcohol hizo que mi voz sonara más áspera—. Te necesitará por la mañana.
—Nos necesitaremos unos a otros.
Me serví otra copa. —Victor viene para acá.
—¡Joder, tío! —Cary se secó los ojos—. El pobre Stanton envejeció de repente. Se le vinieron encima como unos treinta años delante de mí. —Se llevó el vaso a los labios con mano temblorosa.
Me sonó el teléfono en el bolsillo y lo saqué. Respondí, aunque no reconocí el número. —Cross.
—William. Soy el doctor Petersen. He recibido tu mensaje.
—Un momento. —Me apreté el teléfono contra el pecho y miré a Cary—. Tengo que atender esta llamada.
Me indicó que adelante, con la mirada clavada en el líquido ámbar del vaso. Me dirigí al dormitorio y abrí un poco la puerta, aliviado al ver que Maite dormía con el perro acurrucado a su lado. Salí y me encerré en el despacho. —Discúlpeme. He tenido que salir de donde estaba para hablar a solas.
—Está bien. ¿Qué ha pasado, William?
Me dejé caer en mi silla de trabajo y apoyé la cabeza en la mano. —Se trata de la madre de Maite. Ha habido un incidente esta noche y ella ha resultado muerta.
—Monica... —Respiró profundamente—. Cuéntame qué ha sucedido.
Recordé entonces que Monica era —había sido— paciente del doctor Petersen también. Le transmití la misma información que le había pasado a Victor. —Necesito que venga a mi casa —le pedí—. Tiene que ayudarme. No sé cómo decírselo a Maite.
—¿Cómo...? Perdona, William. Es tarde y estoy confuso. Suponía que ella se encontraba contigo cuando sucedió.
—Estaba justo a mi lado, pero la tiré al suelo para protegerla. La dejé sin respiración. Se desmayó y, cuando volvió en sí, le dije que había sido una falsa alarma.
—Oh, William... —Dejó escapar un hondo suspiro—. No ha sido lo más acertado.
—Fue la decisión correcta. No hay nada que ella pueda hacer en relación con lo sucedido.
—No puedes protegerla de todo, y mentir nunca es la solución.
—¡Puedo protegerla de ser un objetivo! —Me levanté de golpe, furioso porque su respuesta y la de Angus reflejaban mis peores temores con respecto a cómo reaccionaría Maite ante mi decisión—. ¡Mientras no sepa cuál es la amenaza, no dejaré que salga al exterior, que es exactamente donde ella querría estar!
—Esa decisión le corresponde a ella.
—Sería una decisión equivocada.
—Sea como sea, tiene derecho a llegar a esa decisión por sí misma.
Negué con la cabeza, a pesar de que el doctor no podía verme. —Su seguridad no es negociable. Ella se preocupa por todo el mundo. Mi obligación es preocuparme por ella.
—Podrías contarle tus aprensiones —dijo el doctor Petersen en voz baja y suave —. Explícaselas.
—Para ella, su seguridad no sería prioritario. Querría estar con Stanton.
—Estar con otras personas que compartan su dolor puede...
—¡En estos momentos Stanton se encuentra junto al cadáver de su madre en una acera de la ciudad!
Las palabras y la imagen que evoqué eran atroces. Se me revolvió el estómago, con el alcohol que le había echado dentro. Pero necesitaba a alguien que cayera en la cuenta del alcance total de aquel horror y entendiera el porqué de mi decisión, que me diera alguna esperanza de que Maite lo comprendería. —No me diga lo que sería mejor para ella en estos momentos —añadí fríamente —. No la dejaré ir allí. Si viera... aquello, viviría obsesionada para siempre.
El doctor Petersen guardó silencio unos momentos. —Cuanto más esperes, más difícil será para los dos — dijo al cabo.
—Se lo contaré en cuanto despierte. Tiene que venir a ayudarme a hacerlo.
—William...
—He hablado con su padre, que está en California. Llegará enseguida. Y Cary también está aquí. —Me puse a caminar de un lado a otro—. Tienen tiempo para asumirlo, así, cuando Maite se despierte, podrán darle el apoyo que necesita. Usted podrá ayudar también.
—¿No te das cuenta de que, para Maite, la mayor fuente de fortaleza y consuelo eres tú, William? Al no revelarle algo de semejante magnitud y no ser sincero desde el principio, has puesto en peligro los cimientos sobre los que se apoya.
—¿Cree que no lo sé? —Me paré en seco delante de un collage de fotos de mi mujer—. Me... me horroriza que no me perdone.
El silencio del doctor Petersen permitió que esas palabras quedaran en el aire, burlándose de mi impotencia. Aparté la vista de las imágenes de Maite. —Pero volvería a hacerlo. Esta situación, los riesgos...
—Está bien. Tendrás que hablar con ella de todo esto en cuanto despierte. Sé sincero sobre tus sentimientos, y céntrate en eso más que en la lógica o en tus razones. Puede que no esté de acuerdo contigo ni con tu punto de vista, pero entender el impulso emocional que te ha llevado a obrar así ayudará.
—¿Usted lo entiende? —lo desafié.
—Sí. Lo que no quita que te habría recomendado un modo diferente de proceder, pero lo entiendo. Voy a darte un número de teléfono en el que podrás localizarme directamente.
Cogí un bolígrafo de mi mesa y lo anoté. —Habla con Maite. Después, si aún quieres que vaya, me acercaré. No puedo prometerte que responda inmediatamente —siguió—, pero acudiré lo antes posible.
—Gracias.
Terminé la llamada y me senté a mi mesa. No podía hacer nada salvo esperar. Esperar a que Maite se despertase. Esperar a la policía. Esperar a las visitas que vendrían, a los amigos y a los familiares, que serían tan inútiles como yo.
Encendí el ordenador y envié un correo electrónico a Scott, diciendo que anulara todas mis citas y reuniones del resto de la semana y que se pusiera en contacto con la organizadora de la boda. Era probable que no hiciera falta informar a nadie, dado que los paparazzi ya estaban allí en el momento del tiroteo. Sería imposible tener un solo día de duelo en la intimidad.
La idea de lo que debía de haberse publicado online me enfurecía y me hacía sentir impotente. Gráficas fotografías de la escena del crimen. Teorías conspirativas y especulación salvaje. El mundo no dejaría de mirar por nuestras ventanas durante meses.
Aparté esos pensamientos de mi cabeza y me obligué a pensar en las cosas que aliviarían el estrés de Maite. Tenía planes que discutir con Victor, y hablaríamos de su familia, dado que estaba programado que llegaran el viernes.
Cuando quise darme cuenta, tenía ya el teléfono en la mano. Comprobé las llamadas perdidas y revisé los mensajes de texto. No había nada de mi madre, aunque imaginaba que Chris o Ireland le habrían contado algo a esas alturas. Su silencio no me sorprendió tanto como el mensaje de texto de Christopher. Por favor, dale mi más sentido pésame a Maite.
Me quedé mirando el mensaje durante un buen rato, dando golpecitos en la pantalla cada vez que se oscurecía para mantenerla iluminada y delante de mí. Era ese «por favor» lo que me chocaba, una cotidiana expresión de cortesía que Christopher no utilizaba conmigo.
Pensé en las personas a las que había llamado por parte de Maite. Cary, que era como un hermano para ella. Victor, su padre. ¿A quién llamaría ella si la situación fuera a la inversa? ¿A Chris? Desde luego, a mi hermano no. ¿Por qué? No había dejado de preguntármelo durante todos esos años. Christopher podría haber significado mucho más para mí, haber sido un vínculo con la nueva familia que mi madre había creado.
Abrí el cajón y me quedé mirando la diminuta memoria USB que Angus había encontrado en casa de los Lucas. ¿Estaba ahí la respuesta? ¿Importaría ya si así fuera?
El momento que tanto temía llegó rápidamente. Estaba acostado en la cama con los ojos cerrados, notando el movimiento del colchón cuando Maite se dio la vuelta y oí su suave suspiro al acomodarse en la nueva posición. Si la dejaba, volvería a quedarse dormida. Podría darle unas horas más de paz.
Pero el vuelo de Victor había aterrizado ya en Nueva York. La policía podría llegar en cualquier momento. Por mucho que me empeñara en impedirlo, la realidad terminaría imponiéndose, lo que quería decir que el tiempo que me quedaba para darle la noticia a mi mujer estaba llegando a su fin.
Me incorporé y me pasé una mano por la cara, notando la barba incipiente que me oscurecía la mandíbula. Luego la toqué en el hombro, despertándola con todo el cuidado que pude. —Hola. —Se volvió hacia mí con ojos soñolientos—. Sigues vestido. ¿Has estado trabajando toda la noche?
Me levanté y encendí la lámpara de la mesilla, incapaz de hablar de la situación sin estar de pie. —Maite..., tenemos que hablar.
Parpadeando, se incorporó y se apoyó en un codo. —¿Qué ocurre?
—Refréscate la cara mientras te preparo una taza de café, ¿vale?
Frunció el ceño. —Pareces muy serio.
—Lo estoy. Y tú tienes que estar bien despierta.
—Muy bien. —Retiró el edredón y se levantó de la cama.
Cogí a Lucky y cerré la puerta del dormitorio al salir, luego lo dejé en el baño antes de preparar café para Maite y para mí. Día nuevo, misma rutina. Unos minutos más de fingir que nada había cambiado equivalían a una diferente forma de mentira.
Cuando regresé al dormitorio, Maite estaba poniéndose unos pantalones de pijama. Se había recogido el pelo en una cola de caballo y tenía una salpicadura de pasta de dientes en la camiseta. Normal. De momento, era la esposa a la que amaba más allá de toda razón.
Me cogió la taza y aspiró el aroma, cerrando los ojos de puro placer. Ese gesto era tan propio de ella, tan suyo, que me dolió el pecho.
Yo dejé mi café a un lado; de repente notaba el estómago demasiado revuelto como para contemplar la posibilidad de meter nada en él. —Siéntate en esa silla, cielo —le pedí.
—Estás empezando a asustarme.
—Lo sé. Lo siento. —Le toqué la mejilla—. No pretendo alargarlo más. Si te sientas, te lo explicaré.
Maite se acomodó en uno de los sillones de lectura junto a las ventanas abovedadas. El cielo estaba pasando de oscuro noche a gris azulado. Encendí la luz que quedaba a su lado, luego cogí el otro sillón y lo coloqué delante de ella. Alargando una mano para tomarle la suya, me senté y le apreté los dedos con dulzura.
Respiré profundamente. —Te he mentido. Defenderé esa decisión cuando haya acabado, pero de momento...
Ella aguzó los ojos. —Suéltalo ya, campeón.
—Tenías razón respecto a los disparos que oíste. Uno de los fotógrafos abrió fuego contra nosotros anoche. Tu madre resultó herida. —Hice una pausa, me costaba decir las palabras—. No ha sobrevivido.
Maite se me quedó mirando, con sus ojos grandes y oscuros en su repentina cara pálida. La mano le temblaba de tal manera que dejó el café en un extremo de la mesita. —¿Qué estás diciendo?
—Recibió un balazo, Maite. —Apreté sus manos, cada vez más frías, percibiendo su pánico—. Fue mortal. Lo siento.
Empezó a respirar más deprisa. —En estos momentos no tengo más explicaciones. Detuvieron al tirador y Raúl me ha dicho que el caso se les ha asignado a los detectives Graves y Michna.
—Son policías de homicidios —dijo ella con voz monótona.
—Sí. —Eran los mismos que habían investigado la muerte de Nathan Barker. Los conocía mejor de lo que habría deseado.
—Y ¿por qué alguien querría matar a mi madre?
—No lo sé, Maite. Podría haber sido al azar. Podría ser que el tirador hubiera errado el disparo. Podríamos llamar a Graves o a Michna, aún tienes sus tarjetas, ¿no? Puede que no nos digan nada, pero estoy esperando a que vengan a tomarnos declaración.
—¿Por qué? Yo no sé nada.
El miedo contra el que había estado luchando toda la noche me inundó. Esperaba rabia y lágrimas, una violenta explosión de emotividad. Sin embargo, Maite parecía desorientada, casi exánime. —Cielo. —Le solté una mano para acariciarle la mejilla—. Cary está aquí, en la habitación de invitados. Tu padre viene desde el aeropuerto. Llegará enseguida.
—¿Papá? —Una solitaria lágrima le resbaló por la mejilla—. ¿Lo sabe?
—Sí. Se lo dije. Cary lo sabe también. Él estaba allí.
—Tengo que hablar con él enseguida. Era como una madre para él.
—Maite. —Me deslicé hasta el borde del sillón y la agarré de los hombros—. No tienes que preocuparte de nadie ahora mismo.
—¿Por qué no me lo dijiste? —Me miraba con expresión de no comprender—. ¿Por qué mentirme?
Empecé a explicarme, luego vacilé. —Para protegerte —dije finalmente.
Ella apartó la mirada y la dirigió hacia un lado. —Creo que sabía que algo malo había sucedido —repuso—. Creo que por eso no estoy sorprendida. Pero cuando nos marchamos..., ¿ella estaba...?
—Ya estaba muerta, Maite. No volveré a mentirte. Cuando te saqué de allí, no sabía si alguien más había resultado herido. Lo más importante era llevarte a un lugar seguro. Después...
—No importa.
Dilaté el pecho, mis pulmones se estremecieron. —No había nada que pudieras hacer.
—De todas formas, ya no importa.
—Estás en shock, Maite. Mírame. —Como no lo hacía, la cogí en brazos y la senté en mi regazo. Estaba helada. La estreché contra mí para que entrara en calor, pero ella temblaba.
aba. Me levanté, la llevé hasta la cama y retiré el edredón. Me senté en el borde del colchón y arrebujé las sábanas a nuestro alrededor, cubriéndola de los hombros hacia abajo. Luego la mecí, apretando los labios contra su frente. —Lo siento, cielo. No sé qué hacer. Dime qué puedo hacer.
No me respondió y tampoco lloró.
***
—¿Has dormido? —me preguntó Chris suavemente—. Quizá deberías echarte un rato.
Miré hacia el otro lado de mi escritorio, sorprendido al darme cuenta de que mi padrastro estaba delante de mí. No lo había oído entrar, absorto como estaba mirando por la ventana sin ver.
Victor y Cary se encontraban en el salón con Maite, ambos incapaces casi de hablar, rotos de dolor. Angus estaba en algún lugar del edificio, trabajando con el personal del vestíbulo para controlar el aluvión de fotógrafos y reporteros acampados en la entrada principal. —¿Has hablado con Maite? —Me froté los ojos, escocidos—. Su padre y Cary están destrozados, y ella...
¡Santo Dios! ¿Cómo estaba ella? No tenía ni idea. Parecía... distante. Como si no tuviera nada que ver con la angustia y la impotencia que desprendían aquellos dos hombres a quienes tanto quería. —Está anonadada. —Tomó asiento—. Al final, acabaré acusando el golpe. De momento, lo está afrontando tan bien como puede.
—¡Al final... no es cuantificable! —repliqué—. Necesito saber cuándo, cómo..., qué hacer.
—Por eso tienes que cuidarte, William. —Me escrutó con una afable mirada—. Para que puedas ser fuerte cuando ella necesite que lo seas.
—No me deja consolarla. Está demasiado atareada preocupándose por los demás.
—Es una distracción, estoy seguro —dijo quedamente—, algo en lo que concentrarse aparte de su propio dolor. Y, si sigues mi consejo, ahora debes concentrarte en ti. Es evidente que has estado despierto toda la noche.
Solté una risa carente de humor. —¿Qué me ha delatado? ¿El esmoquin?
—Los ojos enrojecidos, la barba sin afeitar. No tienes el aspecto del marido con el que Maite cuenta para mantener la calma y hacer todo lo que pueda.
—Maldita sea. —Me levanté—. No me parece bien... actuar como si no pasara nada.
—No he querido decir eso. Pero la vida sigue. Y, para Maite, eso va a suceder contigo. Así que sé tú. En estos momentos estás tan aturdido como los de ahí fuera.
Lo estaba. El hecho de que Maite no viniera a mí en busca de consuelo..., era justo lo que temía.
Pero sabía que tenía razón. Si no tenía aspecto de poder apoyarla, ¿cómo iba a esperar que ella acudiera a mí?
Chris se levantó a su vez. —Prepararé café mientras te das una ducha. Por cierto, he traído algo de comer. Unos pastelitos y sándwiches de una panadería que me ha recomendado tu hermano. Pronto será la hora del almuerzo.
No creía que pudiera comer nada, pero era un detalle por su parte. —Gracias.
Vino conmigo hasta la puerta. —Ahora resido en la ciudad, como ya sabes. Christopher se encargará de todo en el trabajo durante unos días, así que puedo echarte una mano aquí. Si necesitas algo, a cualquier hora, no importa, llámame.
Me detuve. Sentía una opresión en el pecho y me costaba respirar. —William. —Me apoyó una mano en el hombro—. Los dos lo superaréis. Tenéis familia y amigos...
—¿Qué familia?
Bajó el brazo. —No, espera —dije lamentando que se hubiera apartado, lamentando haberle puesto esa expresión de dolor en la cara—. Oye, me alegro de que estés aquí. No lo esperaba, pero me alegro...
Me abrazó con todas sus fuerzas. —Entonces, aprende a esperarlo —dijo bruscamente—. Porque esta vez no pienso quedarme al margen. Somos familia. Quizá ahora podamos empezar a pensar en lo que eso significa para todos. Para ti y para mí. Para tu madre, Christopher e Ireland.
Apoyé la cabeza en su hombro, pugnando por recobrar un mínimo de compostura. Estaba cansado, rendido. Mi cerebro no procesaba bien las cosas. Ésa debía de ser la razón por la que me sentía... ¡Joder! No sabía lo que sentía.
El padre de Maite y Cary estaban destrozados. Stanton..., ni siquiera imaginaba cómo debía de estar él. Lo que yo sintiera no importaba, no era comparable. Tenso, con la mente trastornada, hablé sin pensar: —Christopher necesitaría un trasplante completo de personalidad para que pudiera considerarlo familia.
Molesto, mi padrastro se apartó. —Sé que Christopher y tú no os lleváis bien, pero...
—No por culpa mía, que quede claro. —Pugné por no hacer la pregunta, por volver a tragármela—. ¿Alguna vez te ha dicho por qué me odia? ¡Por el amor de Dios! ¿Por qué? ¿Por qué tuve que preguntarlo? Ya no debería importar. Y menos después de todos esos años.
Chris negó con la cabeza con incredulidad. —No te odia, William.
Me enderecé, deseando con todas mis fuerzas no temblar, no sabía si de cansancio, de emoción o de qué. El pasado había quedado atrás. Lo había dejado atrás, bien enterrado, que era donde debía estar. Ahora tenía a Maite... Maldita sea. Confiaba en que aún tuviera a Maite.
Mi mujer nunca me había empujado a solucionar las cosas con Christopher, como sí había hecho con el resto de mi familia. Para ella, mi hermano había ido demasiado lejos, utilizado a Magdalene cruelmente, algo que Cary captó en vídeo. Tal vez a Maite le daba igual que arreglara mi relación con Christopher...
Pero tal vez estaría orgullosa de que lo intentara. Y, si lo estaba, si le demostraba que era diferente, que había cambiado como ella quería... «Maldita sea.» Acababa de estropear todos los progresos que habíamos hecho al no contarle que Monica había muerto en el momento en que lo supe. Si arreglar las cosas con mi familia podía ayudar a que me perdonara por la mentira que le había dicho, entonces merecía la pena hacer el esfuerzo.
Me obligué a relajar las manos. Cuando volví a hablar lo hice con voz serena. —Tengo que enseñarte algo.
Con un gesto invité a mi padrastro a sentarse a mi mesa. Cuando echó hacia adelante la silla, moví el ratón para que el monitor se activara. Las notas manuscritas de Hugh llenaron la pantalla.
Los ojos de Chris iban de un lado a otro, leyendo rápidamente. Supe en qué momento comprendió lo que estaba viendo. La espalda se le tensó. —Ignoro cuánto de todo esto es verdad —le advertí—. Las notas de Hugh de sus sesiones conmigo son un montón de falsedades. Da la impresión de que elaboró un perfil de mí para utilizarlo como prueba en caso de que alguna vez presentáramos cargos contra él.
—Deberíamos haberlo hecho —repuso apretando los dientes—. ¿Cómo las has conseguido?
—Eso da igual. Lo que importa es que tiene notas de cuatro sesiones diferentes con Christopher. Una de ellas se supone que era una sesión de grupo conmigo. O es una invención, o yo la he olvidado.
—Y ¿qué crees tú que es?
—Realmente no lo sé. Hay... retazos de mi infancia que no recuerdo. —Recordaba más en sueños que cuando estaba despierto.
Chris se giró en la silla para mirarme. —¿Crees que abusó de tu hermano?
Tardé unos instantes en apartar de mí aquellos recuerdos y responder. —No lo sé, tendrás que preguntárselo a Christopher, pero lo dudo.
—¿Por qué?
—Según las fechas y las horas que aparecen en las notas de Hugh, las sesiones de Christopher iban detrás de las mías. Si esas marcas temporales son correctas, que sería lo más acertado si no quería dejar huellas, entonces no le quedaría nada. —Crucé los brazos. Intentar explicarlo me devolvía toda la amargura. Y el odio, tanto por Hugh como por mí mismo—. Era un cabronazo, pero..., mira, no puede decirse de manera más amable. Cuando terminaba conmigo, nunca le quedaba nada.
—¡Dios mío!... William.
Aparté la vista del impacto y el resentimiento que se traslucían en sus ojos. —Hugh le dijo a Christopher que él estaba viéndome porque mamá y tú temíais que yo lo matara. —¡Dios mío!... William. Aparté la vista del impacto y el resentimiento que se traslucían en sus ojos. —Hugh le dijo a Christopher que él estaba viéndome porque mamá y tú temíais que yo lo matara.
Pensar en las otras personas que había en el ático era lo único que impedía que me pusiera a golpear las paredes. Dios sabía que más de una vez la había emprendido a puñetazos cuando era pequeño.
Recordando lo que podía de aquel tiempo, veía con qué facilidad Hugh podía haberle lavado el cerebro a un muchacho cuyo hermano mayor sufría frecuentes arrebatos de ira y destrucción. —Seguro que Christopher no lo creería —afirmó.
Agotado, me encogí de hombros. —Christopher me dijo en una ocasión, no hace mucho, que he deseado verlo muerto desde el día en que nació. Yo no tenía ni idea de a qué se refería, pero ahora...
—Deja que lo lea —dijo con tristeza, volviéndose hacia el monitor—. Ve a darte esa ducha. Tomaremos café cuando salgas. O algo más fuerte.
Me disponía a salir del despacho, pero me detuve antes de abrir la puerta. Volví la vista hacia Chris y lo vi totalmente concentrado en las palabras que tenía delante. —Tú no conocías a Hugh como yo —le dije—. Hasta qué punto lo tergiversaba todo..., te hacía creer cosas...
Chris alzó la vista y me sostuvo la mirada. —No tienes que convencerme, William —repuso—. Me basta con tu palabra.
Enseguida miré para otro lado. ¿Se imaginaba lo que esas últimas cinco palabras significaban para mí? No podía decírselo; tenía un nudo en la garganta. Asentí con la cabeza y salí.
***
Decidir qué ponerme me llevó más tiempo del debido. Elegí las puñeteras prendas pensando en Maite. Los pantalones grises que tanto le gustaban y una camiseta negra de cuello de pico. Hecho. Alguien llamó a la puerta. —Adelante.
Angus apareció en el vano.—Los detectives de policía están subiendo —me informó.
—Muy bien. —Fui con él por el pasillo hasta el cuarto de estar.
Mi mujer estaba sentada en el sofá, vestida con un pantalón de chándal, un jersey amplio y calcetines. Apoyaba la cabeza en el hombro de Victor, y éste, la mejilla en la coronilla de ella. Ella pasaba los dedos entre el pelo de Cary, que estaba sentado en un cojín junto a sus rodillas. No podían estar más conectados. La televisión estaba encendida, sintonizada en una película que ninguno de ellos veía. —Maite.
Volvió los ojos hacia mí lentamente. Le tendí una mano. —La policía está aquí.
Victor se irguió, obligando a que mi mujer se pusiera derecha. Un golpe enérgico en la puerta del vestíbulo nos puso a todos sobre aviso.
Me acerqué al sofá con el brazo todavía extendido. Maite se incorporó y se puso de pie, aún palidísima. Apoyó su mano en la mía y dejé escapar un suspiro de alivio. Le pasé un brazo por los hombros y la besé en la frente. —Te quiero —le dije con dulzura, llevándola hacia la puerta.
Ella me rodeó la cintura y se apoyó en mí. —Lo sé.
Giré el pomo. —Adelante, por favor, detectives. Giré el pomo. —Adelante, por favor, detectives.
Graves entró primero, mirando inmediatamente a Maite con sus brillantes ojos azules. Lo siguió Michna, que, al ser más alto que su compañera, cruzó la mirada conmigo.
Me saludó con un gesto brusco de la cabeza. —Señor Cross.
—Nuestro más sentido pésame, señora Cross —dijo Graves, de esa manera que tenía la policía y que dejaba traslucir cuán a menudo pronunciaban esas palabras. —Quizá recuerden al padre de Maite, Victor Reyes — añadí—. Y el escocés alto de ahí es Angus McLeod.
Ambos policías saludaron con un gesto, pero Graves tomó la delantera, como siempre. —Detective Shelley Graves. Él es mi compañero, el detective Richard Michna. — Miró a Cary, con quien había hablado unas horas antes—. Señor Taylor.
Señalé la mesa de comedor. —Vamos a sentarnos.
Mi mujer se alisó el pelo con manos temblorosas. —¿Les apetece tomar un café? ¿Agua?
—Café, gracias —respondió Michna, retirando una silla.
—Yo lo traeré —terció Chris, entrando en el salón desde el pasillo—. Hola. Soy el padrastro de William, Chris Vidal.
Tras saludarse con los policías, pasó a la cocina. Graves se sentó junto a su compañero, dejando una gastada cartera de cuero encima de la mesa al lado del codo. Ella era delgada como un junco, mientras que él tiraba a corpulento. La detective tenía el pelo moreno y rizado, recogido en una cola de caballo tan austera como su cara de rasgos zorrunos. A Michna el pelo le empezaba a encanecer y a ralear, lo que hacía que destacaran sus ojos negros y sus rasgos duros.
Graves me miró cuando retiraba una silla para mi mujer. Le devolví la mirada y se la sostuve, y él reconoció oscuramente mi crimen. A cambio, le mostré mi determinación. Sí, había cometido actos inmorales para proteger a mi esposa. Reconocía haber tomado esas decisiones, incluso aquellas que me llevaría a la tumba.
Me senté junto a Maite y, tras acercar mi silla, la agarré de la mano. Victor se acomodó en el otro extremo, con Cary a su lado. Angus se quedó detrás de mí. —¿Podrían ustedes dos relatar cómo discurrió la tarde desde el momento en que llegaron al evento? —preguntó Michna.
Empecé yo, dolorosamente consciente de la atención que Maite prestaba a cada palabra que decía. Ella se perdió sólo los últimos momentos, pero yo sabía que esos minutos eran cruciales. —¿No vio al tirador? —insistió Graves. Empecé yo, dolorosamente consciente de la atención que Maite prestaba a cada palabra que decía. Ella se perdió sólo los últimos momentos, pero yo sabía que esos minutos eran cruciales. —¿No vio al tirador? —insistió Graves.
—No. Oí gritar a Raúl y tiré al suelo a Maite. El protocolo del equipo de seguridad consiste en evacuar a la primera señal de peligro. Nos sacaron de allí en dirección opuesta y no miré atrás. Mi único interés era mi mujer, que en ese momento estaba inconsciente.
—¿No vio caer a Monica Stanton?
Maite me apretó la mano. Yo negué con la cabeza. —No. No supe que habían herido a nadie hasta minutos después de haber abandonado el lugar.
Michna miró a Maite. —¿En qué momento se desmayó, señora Cross?
Ella se humedeció los labios, que empezaban a agrietársele. —Me di fuerte contra el suelo. William se me echó encima para que no me moviera. No podía respirar, y luego alguien cubrió a William. Pesaban mucho... Creí oír dos, quizá tres disparos. No estoy segura. Cuando recuperé el conocimiento, estaba en la limusina.
—Muy bien —dijo el detective—. Muchas gracias.
Graves abrió la cartera y sacó una carpeta. La abrió y extrajo una foto policial que dejó encima de la mesa, de cara a nosotros. —¿Alguno de ustedes reconoce a este hombre?
Yo me acerqué más. Rubio con ojos verdes. Barba recortada. Aspecto normal. —Sí —respondió Angus a mi espalda. Me volví a mirarlo—. Es el tipo al que espantamos en Westport, el que estaba haciendo fotos.
—Vamos a necesitar una declaración suya, señor McLeod —advirtió Michna.
—Por supuesto. —Se irguió y cruzó los brazos—. ¿Es el que disparó a la señora Stanton?
—Sí. Se llama Roland Tyler Hall. ¿Alguna vez ha tenido contacto con este hombre, señor Cross? ¿Recuerda haber hablado alguna vez con él?
—No —respondí, rebuscando en la memoria sin encontrar nada.
Maite se echó hacia adelante. —¿Estaba acosándola? ¿Tenía algún tipo de obsesión? —quiso saber.—Sí. Se llama Roland Tyler Hall. ¿Alguna vez ha tenido contacto con este hombre, señor Cross? ¿Recuerda haber hablado alguna vez con él? —No —respondí, rebuscando en la memoria sin encontrar nada. Maite se echó hacia adelante. —¿Estaba acosándola? ¿Tenía algún tipo de obsesión? —quiso saber.
Hizo las preguntas con voz queda, su callado dolor dejando traslucir una furia glacial. Era la primera chispa que veía en ella desde que le había dado la noticia. Y llegó en el momento en que recordé que había otra cosa que le ocultaba: el misterioso pasado de su madre. Una complicada historia que podía ser la razón de que Monica estuviera muerta.
Graves empezó a sacar más imágenes, comenzando con las fotos de Westport. —No era con su madre con quien Hall estaba obsesionado —declaró. «¿Qué?». El terror que sentí me devolvió al temor que no me había abandonado durante toda la noche.
Había muchas imágenes, era difícil concentrarse en una sola. Había numerosas fotos de nosotros sacadas a la puerta del Crossfire. Algunas de eventos, que parecían las típicas que tomaban los paparazzi. Otras hechas fuera de la ciudad.
Maite tiró de la esquina de una y la sacó, ahogando un grito al ver una foto de mí besándola apasionadamente en una abarrotada acera a la puerta de un gimnasio CrossTrainer.
Esa foto había sido la primera de nosotros que se había hecho viral. Yo había respondido a las preguntas de la prensa asegurando que aquélla era la mujer de mi vida, y que ella me había hablado de Nathan y de su pasado.
Había otra ampliamente difundida que nos había pillado discutiendo en Bryant Park. Y otra en el parque de otro día en la que nos abrazábamos. Ésa no la había visto nunca. —No las vendió todas —dije.
Graves negó con la cabeza. —Hall tomó la mayoría de las fotos para sí mismo. Cuando andaba mal de dinero, vendía unas pocas. Llevaba meses sin trabajar y vivía en su coche.
Tras apartar la primera capa de fotos para exponer las que estaban debajo, me di cuenta de que muchas de las veces que Maite y yo habíamos divisado a un fotógrafo se trataba de Hall.
Me eché hacia atrás, soltando a mi esposa para rodearla luego con el brazo y arrimarla a mí. Hall había estado muy cerca de mi mujer, y ni siquiera lo sabíamos. —¿Puedo verlas? —dijo Victor.
Las empujé por encima de la mesa, deslizándose primero la capa de arriba. Las fotografías que quedaron expuestas me hicieron erguirme en la silla. Saqué la publicitada imagen de Magdalene y de mí que había desencadenado la tristemente famosa pelea con Maite en Bryant Park. Y otra de Corinne y yo en la fiesta de Vodka Kingsman.
La respiración se me aceleró. Solté a Maite y me senté al borde de la silla para pasar las fotos con ambas manos.
Cary se inclinó hacia adelante para mirar por encima del hombro de Victor. —¿Ese tipo tenía mala puntería? ¿O confundió a Maite con Monica?
—No estaba acosando a Maite —dije firmemente, dándome cuenta horrorizado. Saqué la foto del club en la que estaba yo con las dos mujeres. Tomada en mayo, había sido antes de que Maite llegara a Nueva York.
Graves respondió a mi interrogante mirada con un gesto de la cabeza. —Hall está obsesionado con usted.
Lo que significaba que yo no sólo había ocultado lo que sabía sobre la vida de Monica, sino que, además, era indirectamente responsable de su muerte.
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Mensaje por EsperanzaLR Miér Jul 27, 2016 2:18 pm

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Mensaje por SuenoLR Jue Jul 28, 2016 3:32 am

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Mensaje por tamalevyrroni Jue Jul 28, 2016 11:53 am

Me acerqué a la mesa, apoyé la mano sobre la espalda de William y sentí la tensión. Su piel estaba caliente bajo el suave algodón de su camiseta y tenía los músculos endurecidos.
Chris entró procedente de la cocina con una bandeja con cuatro tazas humeantes de café, otra más pequeña de leche semidesnatada y un cuenco de azúcar. La dejó cerca de Michna, pues el resto de la superficie de la mesa del comedor estaba cubierto de fotografías.
Los detectives le dieron las gracias y cada uno de ellos cogió una taza. Graves tomaba el café solo. Michna le añadió un poco de leche y azúcar.
Yo solamente había visto a Michna durante la investigación de la muerte de Nathan. A Graves la conocía a un nivel más personal. Había luchado con ella en las clases de Krav Maga de Parker. Creía gustarle o, al menos, pensaba que le caía bien. Además, estaba segura de que era el amor de William hacia mí lo que la había llevado a cerrar el caso de Nathan, pese a que ella seguía teniendo preguntas sin respuesta.
Me reconfortaba el hecho de que los dos detectives estuviesen al cargo. —A ver si lo he entendido bien —dije abriéndome paso entre la pena que me había estado nublando la mente todo el día—. ¿Este hombre acosaba a William?
Mi padre apartó las fotos. —¿Hall iba a por mi hija o a por Cross? —inquirió.
—Hall cree que Cross lo ha traicionado —respondió Graves—. Por haberse casado.
Yo me quedé mirándola. No llevaba joyas ni maquillaje, pero era de lo más cautivadora. Pese a haber sufrido golpes por la rutina de su trabajo, seguía mostrando pasión por la justicia, aunque sobrepasase los límites de la ley. —¿Si no podía tener a William, nadie más podría tenerlo?
—No exactamente. —Miró a William—. Hall cree que tiene un destino enlazado al de usted, una especie de pacto cósmico, y que su matrimonio rompe ese pacto que hay entre los dos. Matarlo a usted era el único modo de evitar que su vida fuera en una dirección que él no quería.
—¿Se supone que eso tiene algún sentido? —preguntó Cary a la vez que apoyaba los codos sobre la mesa y se llevaba las manos a la cabeza.
—La fijación de Hall no era sexual —explicó Michna con aspecto desaliñado y cansado tras haber pasado la noche en vela. Aun así, era profunda y desconcertantemente observador. Su compañera iba directa al grano. Él examinaba la periferia—. Ni siquiera romántica. El tipo asegura que es heterosexual.
Graves sacó otra fotografía del expediente y la dejó sobre las demás. —Los dos conocen a esta mujer.
Anne. Las palmas de las manos se me humedecieron de pronto. El cuerpo de William se tensó como un arco. —Joder —murmuró Cary con los puños apretados cayendo sobre la mesa con un golpe seco que me sobresaltó.
—La vi anoche —dijo Chris mientras se sentaba junto a William—. Estaba en la cena. Es difícil no fijarse en ese cabello tan pelirrojo.
—¿Quién es? —preguntó mi padre con voz firme y neutra.
—La doctora Anne Leslie Lucas —contestó Graves—. Es la psiquiatra que estaba tratando a Hall, aunque se reunía con él en un segundo despacho, lejos de su consulta principal, bajo el alias de doctora Aris Matevosian.
William dejó escapar un resoplido entre dientes. —Conozco ese nombre —dijo.
Graves fue directa al grano, mirándolo fijamente. —¿De qué?
—Un momento. Se lo enseñaré. —Se apartó de la mesa y salió por el pasillo.
Lo observé alejarse y vi cómo Lucky salía tras él. El cachorro había estado pegado a mí durante la mayor parte de la mañana, como si pensara que yo lo necesitaba ahora más que William. Algo había cambiado. Y como el barómetro emocional de Lucky era más preciso que el mío en ese momento, tenía que prestarle atención. —¿Alguien me va a explicar quién es la doctora Lucas y su relación con Hall y Monica? —preguntó mi padre.
—Dejemos que Cross nos informe —respondió Michna.
—Tuvieron una relación sexual hace un tiempo —intervine con la esperanza de quitarle a William de los hombros la carga de tener que contarlo. Se sentía avergonzado por lo que había hecho. Yo lo sabía.
Levanté las rodillas hacia el pecho y las rodeé con los brazos para darme calor. Sabía que tenía que elegir con cuidado las palabras. Contar toda la verdad resultaría difícil, teniendo en cuenta la poco favorecedora imagen que mi padre se iba a formar de mi marido. —Ella terminó confundiendo las cosas y quiso dejar a su esposo —continué—. Así que William cortó. Ella no ha podido superarlo ni pasar página. Se presentó una vez en mi edificio y ha tratado de acercarse a Cary en un par de ocasiones disfrazada con una peluca, fingiendo ser otra persona.
Graves me observaba con una mirada perspicaz. —Hemos revisado su demanda. Usted y Cross se enfrentaron a ella, por separado, en dos ocasiones distintas.
—Maldita sea, Maite. —Mi padre me fulminó con la mirada con los ojos inyectados en sangre y los párpados enrojecidos—. ¿Por qué hiciste eso?
—¿Sabes una cosa? —le espeté—. Yo sigo sin entender nada. Esa mujer estaba acosando a mi mejor amigo y a mi marido. Le dije que se apartara.
William regresó con el teléfono levantado en el aire para mostrar una fotografía que había hecho.
—Hubo un tiempo, hace un par de meses, en que Corinne se volvió un poco errática —contestó William con voz monótona—. Descubrí que había estado viendo a una terapeuta que le había recetado unos antidepresivos que le provocaban constantes cambios de humor. Le saqué una foto a la receta para saber con quién debía ponerme en contacto si seguía teniendo problemas.
Me rodeó con el brazo para que me echara sobre él. En el momento en que lo hice, sentí que se hundía pesadamente sobre la silla, como si abrazarme supusiera para él un enorme alivio. Deslicé mi brazo alrededor de su cintura y noté cómo sus labios se apretaban contra mi frente.
Su pecho retumbaba sobre mi oído al hablar: —Así que Anne era la psiquiatra de Hall... —dijo con la voz ronca por la fatiga —. ¿Por qué usar un alias?
—Se tenía por una mujer lista —contestó Graves sin rodeos—. Nosotros lo somos más que ella. Y tenemos a Hall, que está muy trastornado pero también se muestra muy colaborador. Ha confesado nada más sentarnos con él. Él también ha sido lo suficientemente listo, o paranoico, como para grabar todas sus sesiones con la doctora Lucas. Hemos encontrado esas grabaciones al registrar su coche.
—¿Ha sido ella la que lo ha incitado a esto? —pregunté para asegurarme de que no la malinterpretaba.
—No creo que Hall pensara que estaba tratando con una persona que llevara segundas intenciones —respondió Michna—. Pero tenía un trabajo, un lugar donde vivir y ningún interés especial en Cross. Anne Lucas lo cameló.
Graves se dispuso a recoger las fotos con la ayuda de su compañero. —Hall le contó que había dejado los estudios después de que la estafa piramidal de Cross dejara arruinados a sus abuelos. No era algo por lo que él le guardase rencor, pero la doctora Lucas le hizo pensar que su vida y la de Cross encerraban un cierto paralelismo.
—¿Puede ir ella a la cárcel por eso? —Me apreté con más fuerza contra William —. Lo que hizo... es en parte la causa por la que mi madre está... muerta. No puede irse de rositas sin más, ¿no?
—La hemos detenido hace una hora más o menos. — Graves me miraba a los ojos con determinación—. Cuando llegue su abogado intentaremos sacarle algo.
—La oficina del fiscal determinará los cargos —añadió Michna—. Pero las grabaciones de Hall, además de las de las cámaras de seguridad tanto de la doctora Lucas como de Hall saliendo y entrando de su otra consulta, nos proporcionan una causa probable.
—Manténgannos informados —pidió mi padre.
—Por supuesto. —Graves volvió a guardarlo todo en su cartera y miró a William —. ¿Vio usted a la doctora Lucas en la cena?
—Sí —respondió él a la vez que acariciaba mi brazo arriba y abajo—. Maite me la señaló.
—¿Alguno de los dos habló con ella? —preguntó Michna.
—No. —William bajó los ojos hacia mí con una mirada inquisitiva.
—Yo le hice una peineta desde lejos —confesé al recordarla en mi mente borrosa —. Ella sonreía con suficiencia. Quizá por eso había ido allí, para poder ver lo que pasaba.
—Cielo. —William me abrazó contra su cálido cuerpo y el olor de su piel.
—De acuerdo. Por ahora tenemos lo que necesitamos —concluyó Graves—. Tomaremos declaración al señor McLeod sobre el incidente de Westport y nos marcharemos. Gracias por dedicarnos su tiempo.
Dando por terminada la reunión, nos levantamos todos de la mesa. —Maite. —Graves esperó a que nuestras miradas se cruzaran. Por un momento, no era una simple policía—. Lo siento mucho.
—Gracias. —Cohibida, aparté los ojos de ella.
¿Le extrañaba no verme llorar? Dios sabía que a mí sí. Por muy loca que mi madre me volviera a veces, la quería. ¿No? ¿Qué tipo de hija no siente nada cuando su madre muere?
Angus ocupó la silla que William había dejado y empezó a contar lo que había ocurrido en Westport.
Mi marido me agarró de la mano y me apartó unos metros. —Necesito hablar un rato contigo.
Fruncí el ceño y asentí. —Claro.
Me llevó consigo en dirección al dormitorio. —Cross.
Los dos nos giramos al oír la voz de mi padre. —¿Sí?
Papá estaba junto al salón con expresión dura y los ojos encendidos. —Tenemos que hablar —dijo.
—Estoy de acuerdo —contestó William—. Dame solamente cinco minutos con mi esposa.
Continuó adelante sin darle a mi padre la oportunidad de objetar nada. Yo lo seguí hasta nuestro dormitorio con Lucky corriendo por delante de nosotros. Vi cómo William cerraba la puerta con los tres dentro. A continuación, me miró fijamente. —Deberías echarte un rato —le dije—. Pareces cansado. —Y eso me preocupaba. No recordaba haberlo visto nunca tan agotado.
—¿Me ves? —preguntó con voz áspera—. ¿Me estás mirando de verdad?
Mi extrañeza aumentó. Lo miré de los pies a la cabeza. «Ah, se ha vestido para mí. Pensando en mí», me dije. —Sí.
Extendió la mano en mi dirección y me acarició la cara. Sus ojos atormentados me miraban fijamente. —Me siento como si fuese invisible para ti.
—Te estoy viendo.
—Yo... —Dejó escapar un profundo suspiro, el pecho se le movía como si acabara de correr varios kilómetros—. Lo siento, Maite. Siento lo de Anne..., lo de anoche...
—Lo sé. —Por supuesto que lo sabía.
Estaba muy enfadado. Mucho más que yo. ¿Por qué? Mi autocontrol no había sido nunca tan bueno como el suyo. Salvo ahora. Desde el momento en que había sabido la verdad, había sentido que en algún lugar dentro de mí aparecía una firmeza heladora. No la comprendía, pero estaba haciendo uso de ella. Para enfrentarme a la policía, y a mi padre, y a Cary, que necesitaban que me mantuviese fuerte. —Maldita sea. —Se acercó a mí y sujetó mi cara entre las manos—. Grítame. Abofetéame. Por el amor de Dios...
—¿Por qué?
—¿Que por qué? —Se me quedó mirando como si estuviera loca—. ¡Porque todo esto es culpa mía! Anne era mi problema y no supe detenerla. No pude...
—Tú no eres el responsable de sus actos, William —respondí enfadada, frustrada al ver que pensaba eso—. ¿Por qué crees que sí? No tiene lógica.
Sus manos bajaron hasta mis hombros y me sacudió ligeramente. —¡Eres tú la que no piensa con lógica! ¿Por qué no te has enfadado por no contarte lo de tu madre? Te volviste loca cuando contraté a Mark y no te lo dije. Me dejaste... —La voz se le quebró—. No vas a dejarme por esto, Maite. Lo superaremos. Buscaremos la forma de hacerlo.
—No voy a dejarte. —Le acaricié la cara—. Tienes que dormir, William.
—Dios...
Me abrazó y tomó mi boca, sus labios sobre los míos. Yo lo rodeé con los brazos y le acaricié la espalda para tranquilizarlo. —¿Dónde estás? —murmuró—. Vuelve conmigo.
Puso la mano sobre mi mentón y apretó suavemente con dedos temblorosos, incitándome a abrir la boca. En el momento en que lo hice, su lengua se deslizó en el interior y me lamió con desesperación. Con un gemido, me levantó con fuerza contra su cuerpo, introduciéndome con insistencia la lengua en la boca.
uerpo, introduciéndome con insistencia la lengua en la boca. El calor estalló dentro de mí. La calidez de su piel febril penetró en mi ropa y se introdujo en mi carne. Desesperada porque algo me descongelara, lo besé yo también, acariciando su lengua con la mía. —Maite... —Las manos de William se movían por todo mi cuerpo, deslizándose por mi espalda y por mis brazos.
Me puse de puntillas para intensificar el contacto de nuestras bocas. Mis manos se introdujeron por debajo de su camisa y él suspiró y arqueó el cuerpo hacia el mío para huir del frío de mis dedos. Yo seguí tocándolo, acariciando su piel, buscando el calor. —Sí —jadeó dentro de mi boca—. Dios, Maite. Te quiero.
Lamí sus labios, chupé su lengua cuando él lamió los míos. El sonido que emitió fue tanto de dolor como de alivio, y colocó las palmas de las manos sobre mis nalgas para apretarme contra su cuerpo. Yo me aferraba a él, perdida dentro de él. William era lo que necesitaba. No podía pensar en otra cosa cuando me abrazaba. —Dime que me quieres —susurró—. Que me vas a perdonar. La semana que viene..., dentro de un año..., algún día.
—Te quiero.
Apartó su boca y me abrazó con tanta fuerza que me costaba respirar. Mis pies colgaban sobre el suelo, con mi sien apretada a la suya. —Lo solucionaré todo —prometió—. Buscaré la forma.
—Shhh... —Estaba allí, en el fondo de mi mente, la consternación. El dolor. Pero no sabía si era por William o por mi madre.
Cerré los ojos, concentrada en aquel olor suyo tan familiar y que tanto adoraba. —Bésame otra vez —le pedí.
William giró la cabeza y sus labios buscaron los míos. Yo ansiaba que penetrara más, con más fuerza, pero él me lo negaba. Aunque sus primeros besos habían sido voraces y apasionados, éste fue suave, tierno. Gimoteé a modo de protesta, con mis manos metiéndose entre su pelo para acercarlo más. —Cielo. —Me acarició con la nariz—. Tu padre está esperando.
Dios. Yo quería a mi padre, pero su angustia y su rabia desesperada lo estaban minando, y a mí me estaba machacando. No sabía cómo consolarlo ni tranquilizarlo. Había un vacío dentro de mí, como si no me quedara nada que pudiera ofrecer a nadie. Pero todos me necesitaban.
William me dejó de nuevo en el suelo y estudió mi cara. —Permíteme estar a tu lado. No me excluyas.
—No es mi intención. —Aparté los ojos hacia el baño. «Hay una toalla en el suelo. ¿Por qué está ahí?»—. Algo va mal.
—Sí. Todo —dijo él con expresión seria—. Todo es una mierda. No sé qué hacer.
—No. Algo va mal dentro de mí.
—Maite, ¿cómo puedes decir eso? No hay nada malo en ti. —Volvió a coger mi cara entre las manos y la movió para que lo mirara.
—Te has cortado. —Toqué la pequeña mancha de sangre seca de su mentón—. Eso tampoco lo haces nunca.
—¿Qué está pasando en esa cabecita tuya? —Me envolvió con un abrazo—. No sé qué hacer —repitió—. No sé qué hacer.
***
William seguía agarrando mi mano cuando regresamos al salón. Mi padre levantó la vista desde el sofá y se puso de pie. Unos vaqueros gastados. Una camiseta descolorida de la Universidad de San Diego. La sombra de la barba incipiente en su fuerte mentón recto.
William se había afeitado. ¿Por qué no lo había pensado cuando vi su corte en el mentón? ¿Por qué no me había dado cuenta de que se había quitado el esmoquin? Algunas cosas acudían a mí con extraña claridad. Otras permanecían perdidas en medio de la niebla que inundaba mi mente.
Los detectives se habían ido. Cary estaba acurrucado junto al brazo del sofá, profundamente dormido, con la boca entreabierta. Pude oír que roncaba suavemente. —Podemos pasar a mi despacho —dijo William mientras me soltaba de la mano para indicar el pasillo.
Con un leve asentimiento, mi padre rodeó la mesa.—Tú primero —dijo.
William empezó a andar. Yo me dispuse a seguirlo. —Maite. —La voz de mi padre me detuvo y me giré—. Necesito hablar con Cross a solas.
—¿Por qué?
—Tengo que decirle ciertas cosas que no tienes por qué oír.
Yo negué despacio con la cabeza. —No.
Él soltó un resoplido de frustración. —No vamos a discutir sobre esto.
—Papá, no soy una niña. Lo que sea que tengas que decirle a mi marido tiene que ver conmigo, y creo que debería estar presente.
—Yo no pongo ninguna objeción —dijo William volviendo a mi lado.
La expresión de mi padre se tensó, sus ojos moviéndose de uno a otro. —Está bien —asintió finalmente.
Los tres entramos en el despacho de William. Chris estaba sentado a la mesa, hablando por teléfono. Se incorporó y se puso de pie cuando entramos. —Cuando termines —le dijo a quienquiera que fuera con quien estuviera hablando—. Te lo explicaré cuando te vea. De acuerdo. Hablamos luego, hijo.
—Necesito mi despacho un minuto —le dijo William cuando colgó.
—Claro. —Nos miró a los tres con expresión de preocupación—. Sacaré unos platos y cosas para almorzar. Todos tenemos que comer algo.
Chris salió del despacho y mis ojos se volvieron hacia mi padre, que estaba contemplando el collage de fotos de la pared. La del centro era yo, durmiendo. Era una imagen íntima, la clase de foto que un hombre toma para recordar las cosas que ha hecho con su amante antes de que se quede dormida.
echo con su amante antes de que se quede dormida. Miré las demás fotografías. Me fijé en la mía con William en un evento, que ahora supe que había tomado Hall. Aparté la cabeza al sentir un hormigueo que me recorría la espalda.
¿Miedo? Hall se había llevado a mi madre de mi lado, pero a quien de verdad quería era a William. Ahora yo podría estar lamentando la muerte de mi marido. Sentí un calambre en el estómago al pensarlo y me encorvé hacia adelante. —Cielo. —Acudió a mi lado en un instante e hizo que me sentara en una de las dos sillas que había frente al escritorio.
—¿Qué te pasa? —Mi padre también se acercó con ojos desolados. Estaba asustado por mí, más preocupado de lo necesario.
—Estoy bien —los tranquilicé, aunque busqué la mano de William y la apreté con fuerza.
Tienes que comer —dijo él.
—Y tú también —repliqué—. Cuanto antes acabéis los dos, antes podremos hacerlo.
La simple idea de la comida me daba náuseas, pero no lo dije. Ya estaban los dos bastante preocupados por mí. Mi padre se incorporó. —He hablado con mi familia —le dijo a William—. Aún quieren venir para acompañar a Maite. Y a mí.
William se sentó a medias en el borde del escritorio y se pasó una mano por el pelo. —De acuerdo. Los traeremos en avión directamente hasta Carolina del Norte. Tendremos que acordar el plan de vuelo.
—Te lo agradecería —contestó mi padre a regañadientes.
—Está bien. No te preocupes.
—Entonces ¿por qué pareces preocupado tú? —le pregunté a William al ver su ceño fruncido.
—Es sólo que... Ahora mismo la calle es un manicomio. Podemos hacer que tu familia entre por el garaje, pero si llega a saberse que están en Nueva York, puede que tengan que enfrentarse a los medios de comunicación y a los fotógrafos en su hotel o en cualquier otro sitio de la ciudad al que vayan.
—No vienen de turismo —espetó mi padre.
—No es a eso a lo que me refiero. —William suspiró agotado—. Sólo estoy pensando en voz alta. Lo solucionaré. Déjalo de mi cuenta.
Me imaginé lo que debía de haber abajo, en la puerta. Imaginé a mi abuela y a mis primos enfrentándose a algo así. Negué con la cabeza y tuve un momento de lucidez. —Si quieren venir, deberíamos ir a los Outer Banks, como habíamos planeado. Ya tenemos las habitaciones reservadas para ellos. Allí estaremos tranquilos y tendremos privacidad.
De repente deseaba estar en la playa, notar el viento en mi pelo, las olas rodeando mis pies desnudos. Allí me había sentido viva. Quería volver a sentirlo. —Habíamos contratado un servicio de catering. Habrá comida y bebida para todos.
William me miró. —Le diré a Scott que hable con Kristin. Lo habíamos cancelado todo.
—No han pasado más que unas horas. Probablemente el hotel no ha reservado todas esas habitaciones en tan corto espacio de tiempo. Y la comida ya estará medio preparada.
—¿De verdad quieres ir a la casa de la playa? —me preguntó en voz baja.
Asentí. Allí no había recuerdos de mi madre, como sí los había en la ciudad. Y, si quería salir a dar un paseo, nadie me molestaría. —De acuerdo —dijo William—. Yo me encargo.
Miré a mi padre con la esperanza de que ese plan le pareciera bien. Estaba a mi lado, con los brazos cruzados, mirándose los pies. —Lo que ha pasado lo cambia todo —dijo por fin—. Para todos nosotros. Quiero mudarme a Nueva York.
Sorprendida, miré a William y, después, de nuevo a él. —¿En serio?
—Tardaré algún tiempo en arreglar lo del trabajo y vender la casa, pero voy a ponerlo todo en marcha. —Me miró—. Necesito estar más cerca de ti, no al otro lado de este maldito país. Eres lo único que tengo.
—Pero, papá, tú estás loco por tu trabajo.
—Lo estoy más por ti.
—¿En qué vas a trabajar? —preguntó William.
Había algo en su tono que atrajo mi atención hacia él. Se giró un poco para mirarnos mejor. Levantó una pierna hacia la mesa y cruzó las manos sobre ella. Miraba a mi padre con avidez. No había en su rostro la sorpresa que yo sentía. —De eso es de lo que quería hablar —dijo mi padre con expresión seria en su hermoso rostro.
—Maite necesita un jefe de seguridad en exclusiva —se le adelantó William—. Estoy abusando hasta el límite de Angus y de Raúl, y mi esposa necesita su propio equipo de seguridad.
Me quedé con la boca abierta mientras asimilaba lo que mi marido había propuesto. —¿Qué? No, William.
Él me miró sorprendido. —¿Por qué no? Sería lo ideal. No puedo confiar en que nadie te vaya a proteger mejor que tu propio padre.
—Porque es... raro, ¿vale? Mi padre se basta solo. Resultaría incómodo que estuviera en la nómina de mi marido. No es..., no está bien.
—Angus es lo más parecido a un padre que he tenido nunca —respondió él—. Y tiene el mismo trabajo. —Levantó la mirada hacia mi padre—. No lo tengo en peor estima. Y, como jefe de una empresa de la que tengo participación mayoritaria, también puede decirse que Chris trabaja para mí.
—Eso es distinto —insistí.
—Maite. —Mi padre me apoyó una mano en el hombro—. Si a mí me parece bien, deberías aceptarlo.
Lo miré con los ojos muy abiertos. —¿Hablas en serio? ¿Se te había ocurrido esto antes de que él lo mencionara? Asintió, aún con gesto lúgubre.
—Llevo pensándolo desde que me llamó para contarme... lo de tu madre. Cross tiene razón. No confío en nadie más que en mí mismo para mantenerte a salvo.
—¿A salvo de qué? Lo que pasó anoche... no es algo habitual.
No podía pensar lo contrario. ¿Vivir con el miedo de que William pudiese estar en peligro en cualquier momento? Eso me volvería loca. Y, desde luego, no podría soportar tener a mi padre en la línea de fuego. —Maite, te he visto más en la televisión, en internet y en las revistas que en persona durante todo este último año y, durante la mayor parte de ese tiempo, he estado viviendo en San Diego. —Su gesto se endureció—. Dios no quiera que corras nunca ningún peligro, pero no puedo correr el riesgo. Además, Cross está planeando contratar a alguien de todos modos. Podría ser yo mismo.
—¿De verdad lo estabas pensando? —pregunté mirando a William.
Él asintió. —Sí. Lo tenía en mente.
—No me gusta.
—Lo siento, cielo. —Por su tono supe que tendría que hacerme a la idea.
Mi padre se cruzó de brazos.—No voy a aceptar ninguna ventaja ni compensación por encima de lo que les pagues a los demás.
William se puso de pie y rodeó el escritorio. Luego abrió un cajón para sacar unos papeles sujetos por un clip. —Angus y Raúl están de acuerdo en que te muestre sus salarios. También he redactado con qué puedes contar, para empezar.
—No me lo puedo creer —protesté—. ¿Tenías pensado todo esto y no me lo has dicho?
—He estado haciéndolo esta mañana. No ha surgido antes, y no iba a decir nada a menos que tu padre hablara de mudarse a la ciudad.
Así era William Cross. Nunca se le pasaba una. Mi padre cogió los papeles, leyó detenidamente la primera página y, después, miró a mi marido con incredulidad. —¿Esto es de verdad?
—Piensa que Angus lleva más de media vida conmigo. También tiene bastante formación en operaciones encubiertas y militares. En pocas palabras, se lo ha ganado. —William vio cómo mi padre pasaba a la otra página—. Raúl lleva menos tiempo conmigo, así que no se encuentra en la situación de Angus... todavía. Pero también tiene bastante formación y talento. Mi padre soltó un suspiro cuando pasó a la siguiente página. —Vale, esto es... —Piensa que Angus lleva más de media vida conmigo. También tiene bastante formación en operaciones encubiertas y militares. En pocas palabras, se lo ha ganado. —William vio cómo mi padre pasaba a la otra página—. Raúl lleva menos tiempo conmigo, así que no se encuentra en la situación de Angus... todavía. Pero también tiene bastante formación y talento.
Mi padre soltó un suspiro cuando pasó a la siguiente página. —Vale, esto es...
—Más de lo que probablemente esperabas, pero esa hoja de cálculo te ofrece la información que necesitas para estimar la compensación ofrecida en comparación con mis otros jefes de seguridad. Puedes ver que es justa. Está calculada con la expectativa de que accederás a recibir mayor formación y pedirás los permisos, las licencias y los registros necesarios.
Vi que mi padre echaba los hombros hacia atrás y levantaba el mentón a la vez que la expresión empecinada de su boca se suavizaba. Lo que fuera que hubiese visto lo consideraba un desafío. —De acuerdo —dijo.
—Habrás visto que se incluye una asignación para alojamiento —continuó William con absoluta actitud de empresario poderoso a pesar de su tono despreocupado—. Si lo deseas, hay un apartamento junto al que era de Maite que está disponible y amueblado.
Me mordí el labio inferior al saber que estaba hablando del apartamento que él había ocupado cuando Nathan había supuesto una amenaza. Nos habíamos visto allí a escondidas durante semanas mientras fingíamos que ya no estábamos juntos. —Lo pensaré —dijo mi padre.
—Otra cosa en lo que debes pensar es en el hecho de que tu hija es mi mujer — continuó William—. Desde luego, tendremos presente el papel personal que tienes en la vida de Maite y lo respetaremos. Sin embargo, respetar tu posición como padre significa que no seremos descarados, pero no que no tengamos nuestra intimidad. «Dios mío». Me encogí de hombros avergonzada y fulminé con la mirada a William. También lo hizo mi padre.
Papá tardó un largo rato en relajar la mandíbula y responder: —Lo tendré en mente mientras considero todo esto.
William asintió. —De acuerdo. ¿Hay alguna otra cosa de la que debamos hablar?
Mi padre negó con la cabeza. —Ahora mismo, no.
Me crucé de brazos mientras pensaba que yo sí tendría que decir algo más en algún momento. —Cielo, ya sabes dónde encontrarme cuando estés lista para entrar al ataque. — Mi marido me ofreció la mano—. Mientras tanto, vamos a darte algo de comer.
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Mensaje por tamalevyrroni Jue Jul 28, 2016 11:56 am

***
El doctor Petersen apareció alrededor de las tres con expresión algo nerviosa. Atravesar a la multitud que se agolpaba en la acera para entrar en el vestíbulo había resultado claramente difícil. William le presentó a todos mientras yo miraba, tratando de interpretar su reacción al conocer a las personas sobre las que había oído cosas tan íntimas.
Habló conmigo brevemente para ofrecerme sus condolencias. Le había gustado mi madre y, a menudo, para disgusto mío, se mostraba algo indulgente con respecto a su comportamiento neurótico. Vi con claridad lo afectado que estaba por su pérdida, y eso hizo que me preguntara cómo me estaría viendo él. Evidentemente, él no podía saber cómo me sentía. Me esforcé por responder a sus preguntas sobre cómo me encontraba.
Petersen habló con William durante mucho más rato cuando se retiró con mi marido al comedor, donde conversaron en voz baja.
Pero no demasiado tiempo. William se giró hacia mí y supe que su conversación había terminado. Acompañé al doctor al vestíbulo y lo vi salir, pero no antes de haber visto mi bolso en una mesita rinconera.
Cuando recuperé mi teléfono, vi las docenas de llamadas perdidas y de mensajes. Megumi, Will, Shawna, el doctor Travis..., incluso Brett. Abrí los mensajes, y ya había empezado a enviar respuestas cuando el teléfono vibró en mi mano con una llamada. Leí el nombre en la pantalla, levanté los ojos hacia Cary y vi que estaba hablando con mi padre. A continuación, fui por el pasillo hacia el dormitorio.
A través de las ventanas pude ver cuánto había avanzado la tarde. Oscurecería dentro de pocas horas y el primer día sin mi madre habría terminado. —Hola, Trey.
—Maite, yo..., probablemente no debería entrometerme en un momento así, pero he visto la noticia y te he llamado antes de que me diera tiempo a pensar que era una mala idea. Sólo quería decirte cuánto lo siento.
Me senté en uno de los sillones de lectura, negándome a pensar en lo que los titulares debían de estar diciendo en ese momento. —Gracias por pensar en mí —repuse.
—No doy crédito a lo que ha pasado. Si hay algo que pueda hacer, por favor, dímelo.
Dejé que el peso de mi cabeza cayera contra el respaldo y cerré los ojos. Recordé el hermoso rostro de Trey, sus amables ojos color avellana y el pequeño bulto de su nariz que indicaba que se la habían roto en el pasado.—Oye, Trey, no quiero que te sientas culpable, pero debes saber que mi madre significaba mucho para Cary. Era como una madre adoptiva para él. Lo está pasando muy mal en este momento.
Suspiró. —Lo siento mucho.
—He querido llamarte... antes. —Acurruqué las piernas y me senté sobre ellas—. Para ver cómo estabas, pero también..., bueno, hay algo más. Quería decirte que sé que tienes que hacer lo que sea mejor para ti. Dicho lo cual, si estás pensando que quizá te gustaría tener algo con Cary, deberías decidirte pronto. Esa puerta se está cerrando.
—Deja que adivine: se está viendo con alguien —dijo con frialdad.
—No. Justo lo contrario. Está dedicándose un tiempo a sí mismo, a reconsiderar lo que quiere. Sabes que rompió con Tatiana, ¿no?
—Eso es lo que dice.
—Si no confías en que él te esté diciendo la verdad, lo mejor es que hayáis roto.
—Lo siento. —Emitió un leve sonido de frustración—. No era eso lo que quería decir.
—Cary se está reconciliando consigo mismo, Trey. Muy pronto estará listo para pasar página. Deberías pensarlo.
—Lo único que hago es pensar en ello. Aún no sé cuál es la respuesta.
Me froté el espacio que había entre mis cejas. —Quizá no te estés haciendo la pregunta adecuada. ¿Estás más feliz con él o sin él? Si te respondes a eso, creo que lo demás quedará más claro.
—Gracias, Maite.
—Por si te sirve de algo, tú y yo tomamos un camino parecido. William y yo siempre dijimos que íbamos a conseguir que funcionara, pero eso fue..., no sé... — Busqué las palabras entre la niebla de mi mente—. Una bravuconería. Tozudez. Fue parte de nuestro problema, sabíamos que era un castillo de naipes. No estábamos dando los pasos para convertirnos en una pareja sólida. ¿Eso tiene sentido?
—Sí.
—Pero los dos hicimos grandes cambios, lo mismo que ha hecho Cary por ti. Y grandes concesiones.
Noté que mi marido entraba en la habitación y abrí los ojos. —Ha merecido la pena, Trey —añadí en voz baja—. Ya no se trata de querer hacerse ilusiones. Seguimos sufriendo golpes, hay gente que nos sigue complicando las cosas, pero cuando decimos que vamos a superarlo todo, no hay nada como la verdad.
—¿Me estás diciendo que le dé a Cary otra oportunidad?
Extendí la mano hacia William y sentí una suave excitación en mi pecho cuando se acercó a mí. —Lo que te estoy diciendo es que te van a gustar los cambios que está haciendo. Y, si te reúnes con él en mitad del camino, verás que el viaje ha merecido la pena.
***
Chris se marchó para cenar con Christopher poco después de las seis. Por alguna razón, él y William intercambiaron una larga mirada cuando mi marido lo acompañó a la puerta. Sin embargo, lo dejé pasar sin pedir ninguna explicación. Su relación había cambiado. El recelo con el que solían verse había desaparecido. De ningún modo iba yo a cuestionarlo ni a hacer que William pensara mucho en ello. Había llegado el momento de que tomara decisiones con el corazón.
Mi padre y Cary se fueron alrededor de las nueve y se dirigieron a mi antiguo apartamento, pues allí había espacio para los dos y no el suficiente en el ático.
¿Dormiría mi padre en la cama donde le había hecho el amor a mi madre por última vez? Y, si lo hacía, ¿cómo iba a soportarlo? Cuando William y yo estuvimos separados, tuve que quedarme en casa de Stanton. Mi habitación guardaba demasiados recuerdos de William, y lo último que necesitaba era atormentarme con evocaciones de lo que quería más que a nada pero que temía no poder tener.
Mi marido recorrió el ático apagando luces y Lucky lo siguió todo el rato. Yo veía a William moverse con un caminar más pesado de lo habitual. Estaba muy cansado. No tenía ni idea de cómo había podido aguantar todo el día, teniendo en cuenta lo ocupado que había estado durante la mañana coordinándolo todo con Kristin, respondiendo a las ocasionales llamadas de Scott y poniendo al día a Arash sobre la visita de la policía. —Cielo. —Extendió su mano hacia mí.
Me quedé mirándola un momento. Durante todo el día me había estado ofreciendo su mano, un gesto que, en realidad, era muy simple pero poderoso. «Estoy aquí. No estás sola. Podemos pasar por esto juntos».
Me levanté del sofá donde estaba sentada, entrelacé mis dedos con los suyos y dejé que me llevara al dormitorio y, después, al baño. Allí, realicé casi la misma rutina que él. Me lavé los dientes y la cara. William añadió el paso de tomarse una de las pastillas que el doctor Petersen le había recetado y dejé que me desvistiera antes de deslizarme otra camiseta por la cabeza. Luego me arropó con un beso tierno y lento. —¿Adónde vas? —le pregunté cuando se apartó.
—A ningún sitio. —Se desnudó con rápida eficacia y se dejó puesto el bóxer. A continuación, se metió conmigo en la cama, ayudó a Lucky a subirse y, después, apagó la luz.
Se dio la vuelta hacia mí, me agarró de la cintura y me apretó contra sí, adaptando su cuerpo al mío. Yo solté un pequeño gemido al sentir su calor y me estremecí a la vez que él combatía el frío de mis huesos.
Cerré los ojos y me concentré en el sonido y en la sensación de su respiración. En pocos segundos, cayó en el ritmo regular del sueño.
***
El viento sopla entre mi pelo mientras camino por la playa y mis pies se hunden en la arena a la vez que las olas borran cada paso. Delante de mí, veo las erosionadas tejas de la casa de la playa que William compró para los dos. Está posada por encima de la marea sobre altos pilotes, y desde sus muchas ventanas se ve el mar. Las gaviotas dan vueltas, sueltan graznidos por encima de mí con sus rápidos chapuzones y planean inmóviles como en una danza en la brisa teñida de sal.—No me puedo creer que vaya a perderme el banquete.
Giro la cabeza y veo a mi madre caminando a mi lado. Lleva el mismo vestido elegante con el que la vi por última vez. Está muy guapa, realmente impresionante. Los ojos me queman cuando la miro. —Todos nos lo vamos a perder —le digo.
—Lo sé. Con todo lo que me he esforzado para prepararlo. —Me mira y las puntas de su pelo ondean sobre su mejilla—. Conseguí darle algunos toques de rojo.
—¿Ah, sí?
Eso me hace sonreír, a pesar del dolor. Me quiere de la mejor forma que puede hacerlo. Sólo porque no sea siempre del modo que yo quiero que lo haga no significa que no lo valore. —Aunque la verdad es que es un color llamativo para una boda. Ha sido difícil.
—En cierto modo, es culpa tuya, ¿sabes? —replico—. Por haber comprado ese vestido rojo que me puse la primera noche que salí con William en plan cita.
—¿Eso fue lo que te inspiró? —Niega con la cabeza—. La próxima vez deberías elegir un color más suave.
—No va a haber una próxima vez. William es el hombre de mi vida. —Cojo una concha y, a continuación, la vuelvo a lanzar al agua, de donde ha venido—. Ha habido veces en las que no estaba segura de que lo conseguiríamos, pero ya no me preocupa. Éramos nosotros nuestros peores enemigos, pero hemos soltado el lastre que nos retenía.
—Se supone que los primeros meses deben ser los más fáciles. —Mi madre baila un poco por delante de mí y me dedica una elegante pirueta—. El cortejo, los fabulosos viajes, las centelleantes joyas...
Suelto un bufido. —Para nosotros no ha sido fácil. El principio ha sido lo más escabroso. Pero cada día se ha ido volviendo más llano.
—Vas a tener que ayudar a tu padre para que encuentre a alguien —dice. Esta vez, el tono aniñado y alegre ha desaparecido de su voz—. Lleva mucho tiempo solo.
—Eres difícil de igualar. Él sigue queriéndote.
Me lanza una triste sonrisa y, después, mira hacia el agua. —Yo conseguí a Richard. Es un hombre muy bueno. Ojalá pueda volver a ser feliz.
Pienso en mi padrastro y me preocupo. Mi madre lo era todo para él. ¿Dónde va a encontrar la alegría ahora que ella no está? —Nunca seré abuela —dice pensativa—. He muerto joven y en la flor de la vida. No es tan malo, ¿no?
—¿Cómo puedes preguntarme eso? —Dejo que las lágrimas fluyan.
He pasado todo el día buscando en mi alma la razón por la que no podía llorar. Ahora que las lágrimas han aparecido, las agradezco. Siento como si de pronto se hubiese abierto una presa. —No llores, cariño. —Se detiene y me abraza, y el aire que respiro se inunda de su perfume—. Ya verás que...
***
Me desperté ahogando un grito, con el cuerpo retorcido por una fuerte sacudida de sorpresa. Lucky gimoteó y me dio con sus patitas, amasándome el vientre. Yo le acaricié su cabeza aterciopelada con una mano y, con la otra, me froté los ojos, pero estaban secos. El dolor de mi sueño ya se había diluido en un recuerdo lejano. —Ven aquí —murmuró William, y su voz fue como un faro cálido en medio de nuestro dormitorio iluminado por la luna.
Sus brazos me rodearon y volvieron a atraerme hacia su cuerpo. Me giré hacia él, busqué su boca y la encontré y me zambullí en su interior con un profundo y delicioso beso. La sorpresa hizo que se quedara inmóvil por un momento y, después, la palma de su mano se apoyó en la parte posterior de mi cabeza, sujetándome a la vez que él tomaba el control.
Enredé mis piernas con las suyas y sentí la áspera mata de pelo, la deliciosa calidez de su piel y los poderosos músculos que había debajo. El suave y rítmico acariciar de su lengua me calmó y me excitó. Nadie besaba como William. El persuasivo deseo de su boca era ardientemente sexual, pero también tierno, reverente. Sus labios eran tan firmes como suaves, y se sirvió de ellos para provocarme, para rozar los míos con delicadeza.
Metí la mano entre los dos y agarré su miembro, acariciándolo con un deseo que respondía al suyo. Se agrandó con mi tacto y se alargó hasta que su ancho capullo apareció bajo la cintura elástica de su bóxer. Soltó un gruñido y su cadera embistió contra mi mano. —Maite...
Oí la pregunta que había en el modo en que pronunció mi nombre. —Hazme sentir —susurré.
Deslizó la mano por debajo de mi camiseta y sus dedos se movieron como una ligera pluma por mi vientre hasta que tocó mi pecho. Apretó y la carne deseosa se hinchó antes de que sus hábiles dedos me agarraran el pezón. Con un gran conocimiento de mi cuerpo, William lo movió en círculo y tiró de la dura punta. Aquella presión implacable me provocó oleadas de deseo.
Gemí excitada, desesperada. Apreté las piernas alrededor de él para poder frotar mi sexo húmedo contra su pierna. —¿Se está quejando tu precioso coño, cielo? —Mordisqueó la comisura de mis labios y sus palabras me sedujeron—. ¿Qué es lo que necesita? ¿Mi lengua..., mis dedos..., mi polla?
—William... —gimoteé con descaro cuando se apartó.
Mis brazos se extendieron hacia él cuando se levantó por encima de mí. Emitió un leve siseo de consuelo y dejó a Lucky con cuidado en el suelo. Después, puso las manos sobre mi cadera para bajarme la ropa interior por las piernas. —Todavía no me has respondido, Maite. ¿Qué quieres que meta en tu coñito glotón? ¿Todo lo que he dicho?
—Sí —susurré—. Todo.
Un momento después, mis piernas estaban levantadas en el aire y su oscura cabeza bajaba hacia la sensible carne de mi entrepierna.
Contuve la respiración expectante. Como estaba doblada, no podía ver... El caliente y húmedo terciopelo de su lengua se deslizó entre los tiernos pliegues de mi sexo. —Oh, Dios. —Combé mi cuerpo hasta convertirlo en un rígido arco.
William ronroneó. Yo me removí en un intento por levantar la cadera hasta el éxtasis de su traviesa boca. Sujetó mis piernas para dejarme inmóvil a la vez que me saboreaba al ritmo que él deseaba, lamiéndome por encima y alrededor de la resbaladiza abertura..., mofándose de mi ansia de sentir su lengua dentro de mí. Colocó sus labios alrededor de mi palpitante clítoris y su boca chupó mientras su lengua acariciaba ese punto tan sensible y placentero. —Por favor... —No me importaba suplicar. Cuanto más le daba, más me devolvía él.
Pero me hacía esperar mientras me saboreaba, su pelo rozaba la tierna piel de la parte posterior de mis muslos y su lengua me masajeaba el clítoris con una leve presión.
Apreté las manos contra mi cara. —Cómo me gusta... No pares...
Abrí la boca cuando él lamió más abajo e introdujo una pequeña parte en mi interior... Después, más abajo, bordeando la roseta que se estremecía bajo su sedosa caricia. —¡Ah! —jadeé, casi loca por aquella oleada de sensaciones tras haber pasado horas adormecida.
Su gemido hizo que me atravesara un escalofrío. Mi cuerpo se sacudió cuando por fin me dio lo que quería, su lengua dura entrando en mi escurridiza fuente de calor con un embate lento y delicioso. —Sí... —jadeé—. Fóllame.
Su boca era exquisita, el manantial de todo placer y tormento. Y su lengua se retorcía en su sensual asalto, zambulléndose entre mis delicados y apretados músculos.
William me engullía con tensa concentración, con tanta avidez y ansia que yo me retorcía con el increíble éxtasis que me invadía todo el cuerpo. Sentí una presión y, después, su dedo pulgar se introdujo por la parte de atrás y empezó a follarme la tierna abertura. Esa sensación de plenitud contrastaba con los envites rítmicos de su lengua. Mi coño se puso en tensión. Estaba acercándome al precipicio del orgasmo.
Grité su nombre con mi cuerpo en llamas, mi piel caliente y húmeda. Estaba llena de placer, ardiendo con él. El clímax me destrozó, me hizo añicos. Pero William era incansable, y su lengua se deslizó hacia arriba para atacar mi clítoris. Un orgasmo se mezcló con el siguiente.
Gimoteando y corriéndome con fuerza una y otra vez, apreté los puños sobre mis
ojos.
—No más —supliqué con voz ronca y mis piernas temblando mientras mi coño lanzaba espasmos con otra oleada—. No puedo soportar más. Sentí que el colchón se hundía cuando él se movió y me sujetó los tobillos con una mano. Oí el chasquido del elástico de su bóxer al bajárselo.
—¿Cómo lo quieres? —preguntó amenazante—. ¿Lento y suave? ¿Rápido y duro?
Dios mío...Pude responder a través de mis labios resecos. —Muy dentro. Fuerte.
Se colocó sobre mí y echó mis piernas hacia atrás hasta que quedé doblada por la mitad. —Te quiero —dijo entonces en un tono fuerte y áspero.
El exuberante capullo de su gruesa polla se introdujo en mi sexo, acariciando los tejidos ya hinchados y tiernos.
Doblada, con las piernas unidas por mis bragas alrededor de las rodillas, sentí cómo se tensaba dentro de mí, tan grande. Su cintura me presionaba y mi carne sensible ardía con la fuerza de su dominación. Aún tenía que darme más.
Pronunció mi nombre con un gemido y balanceó la cadera, entrando y saliendo, metiendo su miembro más adentro. —¿Lo notas, cielo? —preguntó con la voz ronca por el deseo.
—Tú eres lo único que noto —respondí entre gemidos, ansiosa por moverme, por recibir más. Pero él me mantenía inmóvil a la vez que su cuerpo me follaba con una habilidad destructiva.
Lo sentía... tan duro..., con sus embates incesantes y pausados. Mis dedos se agarraron a las sábanas. Mi sexo ondeaba frenéticamente alrededor de su polla, agarrando la ancha cabeza con una codicia voraz. Cada vez que se retiraba me sentía vacía, y cada deslizamiento de su grosor me provocaba un placer que recorría mis venas como si fuese una droga. —Dios, Maite...
William se cernía sobre mí bajo la luz de la luna como un enigmático ángel caído. Su hermoso rostro estaba endurecido por el deseo, y sus ojos me miraban relucientes. Sus brazos rígidos por el implacable apetito, su torso cincelado por la tensión de sus músculos. —Si sigues succionando mi polla con ese coño tuyo tan prieto vas a conseguir que me corra. ¿Es eso lo que quieres, cielo? ¿Quieres que te llene del todo?
—¡No! —exhalé rápidamente, deseando que mi sexo calmara su dureza ansiosa.
Movió la cadera para empujar de nuevo dentro de mí y suspiró entre dientes mientras yo lo recibía en mi interior. —Joder, Maite. A tu coño le encanta mi polla.
Se agarró al cabecero y se colocó encima de mí, con mis piernas atrapadas entre ambos. Completamente expuesta y recostada para darle placer, me desesperaba por no poder hacer nada más que mirar cómo enderezaba la cadera y hundía dentro de mí los últimos centímetros de su verga.
El sonido que salió de mi cuerpo fue como un fuerte lamento, con un placer tan intenso que casi me dolió. En la distancia, oí que William maldecía, y sentí cómo su poderoso cuerpo se estremecía. —¿Estás bien? —espetó con los dientes apretados.
Traté de contener la respiración y mis pulmones se expandieron cuanto pudieron. —Maite —dijo mi nombre con un gruñido—. ¿Estás... bien?
Incapaz de hablar, agarré sus caderas y mis dedos se aferraron a sus calzoncillos. Tuve un momento para pensar en lo sensual que era aquello, que William no se hubiese molestado en desvestirnos a ninguno de los dos...
Entonces, empezó a follarme, bombeando su cadera con un ritmo incesante mientras su larga polla se zambullía y salía desde la base hasta la punta con rápidas embestidas. Apoyaba todo su peso en los brazos y en las puntas de sus pies y se introducía en mí, clavándome al colchón con su rígido miembro.
Me corrí con tanta fuerza que la visión se me nubló, y mi cuerpo recibió un placer tan intenso que me quedé inmóvil, suspendida en medio de las fuertes oleadas de sensación erótica.
Estaba desbordada por la ferocidad de mi orgasmo. Sentí un hormigueo de la cabeza a los pies. William se detuvo cuando estaba introduciéndose, triturándome, proporcionándole a mi cuerpo la dura longitud de su verga para que yo lo amarrara. Mi sexo se movía con espasmos de éxtasis alrededor de la deliciosa dureza, aferrándose a ella con ansia. —Joder —espetó—. Qué bien me estás ordeñando la polla.
Me agité con fuerza tratando de respirar. En el momento en que me hundí en el colchón, saciada, sacó su polla de mi temblorosa raja y se levantó de la cama. Me sentí despojada y levanté la mano hacia él. —¿Adónde vas?
—Espera. —Se quitó del todo el bóxer.
Seguía empalmado, con la polla orgullosamente levantada, humedecida por mi orgasmo, pero yo no me había mojado con el suyo. —No te has corrido —señalé.
Me sentía demasiado lánguida como para ayudarlo a que me quitara la ropa interior. Él deslizó entonces una mano por debajo de mi espalda, me levantó y me quitó la camiseta por la cabeza.
Sus labios me rozaron la frente. —Tú lo querías rápido y fuerte. Yo, lento y suave.
Se puso encima de mí de nuevo, esta vez acomodándose entre mis brazos y mis piernas abiertos. En el momento en que noté su peso, su calor, su deseo, me di cuenta de lo mucho que deseaba también que lo hiciese lento y suave. Entonces, aparecieron las lágrimas por fin, liberadas por el calor de su pasión y la calidez de su amor. —Lo eres todo para mí —dije con las palabras entrecortadas por las lágrimas.
—Maite...
Movió la cadera, metió la punta de su verga dentro de mi coño y empujó con suavidad, tomándose su tiempo y moviéndose con cuidado para llenarme de él. Sus labios se movían sobre los míos y la caricia de su lengua era, de algún modo, más erótica que el deslizamiento de su polla. —Abrázame —susurró mientras curvaba los brazos bajo mis hombros y colocaba las palmas de las manos en la parte posterior de mi cabeza.
Me agarré a él con más fuerza. Sus nalgas se flexionaron contra mis pantorrillas a la vez que se introducía en mí y las manos se me llenaron de su sudor al acariciarle la espalda. —Te quiero —murmuró secándome las lágrimas con los dedos—. ¿Lo sientes?
—Sí.
Vi cómo el placer inundaba su rostro al moverse dentro de mí.Lo agarré mientras gemía, todo su cuerpo estremeciéndose con un orgasmo. Le limpié las lágrimas con mis besos mientras lloraba en silencio conmigo. Y dejé escapar mi pena bajo el cobijo de sus brazos, sabiendo que, en la alegría y en la pena, William y yo éramos uno solo.
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Mensaje por tamalevyrroni Jue Jul 28, 2016 11:56 am

***
—Este lugar es increíble. —Cary apoyó las manos en la barandilla que rodeaba la cubierta que daba a la playa. Las gafas de sol cubrían sus ojos mientras el viento jugaba con su pelo—. La casa es estupenda. Me siento como si estuviéramos lejos de todo el mundo. Y las vistas..., joder, impresionantes.
—¿Verdad? —Apoyé el trasero contra la barandilla mirando hacia la casa. A través de las puertas correderas de cristal, vi a la familia Reyes pululando por la cocina y por la enorme sala como si fueran abejas, con William prisionero de mi abuela y de mis dos tías.
Para mí, aquella alegría estaba teñida de aflicción. Mi madre no había formado parte nunca de aquel extenso grupo de personas y ya nunca más tendría la oportunidad de hacerlo. Pero la vida seguía adelante.
Dos de mis primos pequeños corrían con Lucky alrededor del sofá, mientras que los tres más mayores estaban con Chris entretenidos con unos videojuegos. Mi tío Tony y mi padre hablaban en el rincón de lectura mientras mi padre mecía sobre sus rodillas a su mimada sobrinita.
William temía a las familias como a ninguna otra cosa, y su rostro de rompecorazones reflejaba confusión y consternación cuando veía todo aquel caos a su alrededor. Como lo conocía bien, también vi un atisbo de pánico en sus ojos, pero yo no podía salvarlo. Mi abuela no lo perdía de vista.
Cary miró para ver qué era lo que había llamado mi atención. —Estoy esperando a que tu hombre salga corriendo como un descosido de un momento a otro.
Me reí. —Por eso le he pedido a Chris que venga, para que William pueda tener un poco de apoyo.
Nuestro grupo —William, Cary, mi padre, Chris y yo— habíamos llegado a la playa sobre las diez de la mañana. Eran poco más de las doce cuando trajeron a la familia de mi padre con un montón de provisiones, para que mi abuela pudiera preparar su famoso pozole. Ella decía que era popular porque consolaba a las almas más sufridoras. Fuera verdad o no, yo sabía de primera mano que su ejecución de aquel clásico guiso mexicano estaba deliciosa.
—Chris lo ha dejado para que se las arregle solo —dijo arrastrando las palabras —. Lo mismo que tú.
—Y ¿qué puedo hacer? ¡Dios mío! —sonreí—. Mi abuela acaba de darle un delantal.
Yo me había puesto un poco nerviosa cuando habían aparecido todos. No había pasado mucho tiempo con la familia de mi padre cuando era pequeña, y sólo había hecho un par de viajes con él a Texas después de empezar en la Universidad de San Diego. Cada vez que los visitaba, los Reyes se habían mostrado un poco reservados conmigo, lo que hacía que me preguntara si es que me parecía demasiado a la mujer que todos sabían que le había roto el corazón a mi padre. Habían visto una vez a mi madre y no habían dado su visto bueno. Decían que mi padre apuntaba muy alto y que su amor por ella no podía terminar bien.
Así que, cuando mi abuela fue directa a William nada más llegar y le cogió la cara entre las manos, yo contuve la respiración a la vez que él.
Mi abuela le había apartado el pelo de la cara, le había girado la cabeza de un lado a otro y había dicho que veía muchos rasgos de mi padre en él. William entendió sus palabras en español y le contestó en el mismo idioma. Consideraba que lo que ella había dicho era un gran cumplido. Mi abuela estaba encantada. Desde ese momento, había estado hablándole en su propio idioma a gran velocidad. —Trey me llamó ayer —dijo Cary en tono despreocupado.
Lo miré. —¿Sí? Y ¿qué tal fue?
—Preciosa..., ¿le dijiste algo para que me llamara?
—¿Por qué piensas eso? —pregunté en un intento por parecer inocente.
Él me lanzó una mirada de complicidad y su boca se retorció con gesto irónico. —Entonces es que lo hiciste.
—Sólo le dije que no vas a estar esperando toda la vida.
—Sí. —Cary también trataba de aparentar inocencia. Esperé que a mí se me hubiese dado mejor que a él—. Sabes que no me opongo a un polvo por compasión. Así que gracias por hacer de celestina.
Le di un suave golpe en el hombro. —Dices muchas tonterías.
Algo había cambiado en Cary las últimas semanas. No había vuelto a sus habituales mecanismos de defensa autodestructivos y, como las cosas le iban bien sin necesidad de ellos, yo tenía la esperanza de que no recayera. —Cierto. —Compuso su resplandeciente sonrisa, y era auténtica, no la fachada arrogante que tan bien conocía—. Aunque lo de follar con Trey es una idea bastante tentadora, la verdad. Supongo que probablemente también lo sea para él, así que me aprovecharé.
—¿Os vais a ver?
Asintió. —Va a venir conmigo al funeral en casa de Stanton el lunes.
—Ah —suspiré con dolor.
Clancy había llamado a William y se lo había dicho esa misma mañana. ¿Debería haberme encargado yo del funeral y habérselo evitado a Stanton? No lo sabía. Aún estaba tratando de asimilar el hecho de que mi madre se había ido de verdad. Después de haber pasado horas llorando la noche anterior, un pesado sentimiento de culpa se había adueñado de mí. Había muchas cosas que le había dicho a mi madre de las que me arrepentía y que ya no podía retirar. Muchas veces había pensado en ella con frustración y falta de respeto.
Ahora, al recordarlo, resultaba irónico que su principal defecto hubiera sido quererme demasiado.
Como la había querido mi padrastro. De forma desmesurada.—He intentado hablar con Stanton —dije—. Pero todo el tiempo me salta el buzón de voz.
—Yo también. —Cary se rascó el mentón sin afeitar—. Espero que esté bien, aunque supongo que no será así.
—Creo que pasará algún tiempo antes de que ninguno de nosotros esté bien. Permanecimos en un cómodo silencio durante un momento antes de que Cary hablara.
—He estado hablando con tu padre esta mañana, antes de que saliera para el aeropuerto, sobre sus planes de mudarse a Nueva York.
Arrugué la nariz. —Me encantaría tenerlo cerca, pero no puedo evitar pensar en lo raro que sería que trabajara para William.
Cary asintió despacio. —Tienes razón.
—¿Qué opinas tú?
Se movió para mirarme. —Bueno, el simple hecho de estar esperando un hijo me ha cambiado la vida, ¿no? Así que, si multiplico eso por los veinticuatro años que tienes tú, diría que un padre cariñoso haría lo que fuera para que las cosas le fueran mejor a su hijo.
Sí, definitivamente, algo había cambiado en Cary. A veces sólo se necesita una fuerte sacudida para que uno se ponga en la dirección correcta. Para Cary, había sido la idea de ser padre. Para mí, conocer a William. Y para William, la posibilidad de perderme. —En fin —continuó mi amigo—. Me ha contado que William le ha ofrecido una asignación para alojamiento y que estaba pensando que le gustaría quedarse en el apartamento conmigo.
—¡Vaya!
Había muchas cosas que asimilar en esas palabras. Una, que mi padre se estaba tomando en serio la idea de trabajar para William en Nueva York. La segunda, que mi mejor amigo estaba pensando en su vida sin mí. No estaba segura de qué sentir al respecto. —Me preocupaba que mi padre lo pasara mal al quedarse en la habitación en la que él y mi madre..., ya sabes.
Creo que yo no podría quedarme en el ático si no tuviera a William. Allí habían pasado demasiadas cosas entre nosotros. No sabía si podría soportar el recuerdo de lo que ya no tenía. —Sí, yo también me lo había preguntado. —Cary me tocó el hombro con una sencilla y reconfortante caricia—. Pero ya sabes, los recuerdos son lo único que en realidad ha tenido Victor de Monica.
Asentí. Con el paso de los años, mi padre habría tenido que preguntarse más de una vez si el amor había sido siempre unilateral. Después de aquella tarde con mi madre, quizá se había dado cuenta de que no era verdad. Ése sería un buen recuerdo al que poder agarrarse. —Así que estás pensando en quedarte allí —dije—. Mamá me contó que te había ofrecido esa opción.
Me lanzó una sonrisa teñida de melancolía. —Lo estoy pensando, sí. En cierto modo, resulta más fácil si tu padre se queda también. Le he advertido que es probable que haya un bebé de vez en cuando por la casa, y me ha dado la impresión de que podría gustarle.
Volví a mirar al interior de la casa y vi que mi padre hacía gestos tontos para divertir a mi primita. Él era el único de sus hermanos que sólo había tenido una hija, y ya era adulta.
Comprobé extrañada que William se acercaba hacia la puerta principal. ¿Adónde iba con un delantal atado a sus vaqueros? Abrió la puerta y se quedó inmóvil durante largo rato. Me di cuenta de que alguien debía de haber llamado, pero no podía ver quién era porque William me tapaba la vista. Por fin, se hizo a un lado.
Cary dirigió la vista hacia donde yo miraba y frunció el ceño. —¿Qué hace aquí?
Cuando entró el hermano de William, me pregunté lo mismo. Entonces, Ireland apareció detrás de él con una bolsa de regalo en la mano. —¿Qué es eso? —preguntó Cary—. ¿Un regalo de bodas que no puede devolver?
—No. —Vi el dibujo de la bolsa, que claramente era demasiado colorido y festivo para una boda—. Es un regalo de cumpleaños.
—Mierda —murmuró Cary—. Me había olvidado por completo.
Cuando William cerró la puerta sin que su madre apareciera, me di cuenta de que Elizabeth no había ido al cumpleaños de su primogénito. Una fuerte mezcla de compasión y dolor me invadió e hizo que apretara los puños.
¿Qué coño le ocurría a esa mujer? William no había tenido noticias de su madre desde que se había enfrentado a ella en su despacho. Teniendo en cuenta la fecha que era, no podía creer que se mostrase tan desconsiderada.
Eso me hizo pensar en que yo no había sido la única que había perdido a su madre en los últimos días.
Chris se puso de pie y se acercó a sus hijos. Le dio un abrazo a Christopher mientras Ireland abrazaba a mi marido. Lo miró sonriendo a la vez que le ofrecía la bolsa. Él la cogió y se giró para señalar hacia el lugar donde yo estaba, en la terraza.
Ireland, encantadora con su vestido de playa con dibujos delicados, vino afuera con nosotros. —¡Vaya, Maite! Esta casa es estupenda.
La abracé. —¿Te gusta?
—¿Cómo no me va a gustar? —Ireland abrazó a Cary y, después, su encantador rostro se puso serio—. Siento mucho lo de tu madre, Maite.
Sentí en los ojos el escozor de unas lágrimas que ya no me quedaban tan lejos. —Gracias.
—No puedo imaginarme cómo estarás —dijo—. Y eso que ni siquiera me gusta mi madre en estos momentos.
Extendí la mano para acariciarle el brazo. A pesar de lo que yo pensara de Elizabeth, no le deseaba a nadie el remordimiento que yo sentía en esos instantes, y menos aún a Ireland.—Espero que lo solucionéis, sea lo que sea —señalé—. Si yo pudiera volver a tener a mi madre, retiraría muchas de las cosas que dije y que hice.
Y, como decir eso en voz alta me dio ganas de llorar, me disculpé enseguida, me dirigí hacia la escalera y bajé corriendo a la playa y, después, al agua. Me detuve cuando mis tobillos quedaron sumergidos y dejé que la brisa del mar me secara las lágrimas.
Cerré los ojos y deseé que el dolor volviera a meterse en la caja donde yo lo había guardado durante el resto del día. Era el cumpleaños de William, una ocasión que yo quería celebrar porque había llegado a este mundo y, después, a mi vida.
Me sobresalté cuando unos cálidos brazos musculosos envolvieron mi cintura y me estrecharon contra un cuerpo duro y familiar. William apoyó el mentón sobre mi cabeza. Sentí como si mi pecho se expandiera y se contrajera con un profundo suspiro cuando coloqué mis brazos sobre los suyos. —Me sorprende que mi abuela te haya dejado escapar —dije cuando me hube recuperado lo suficiente como para poder hablar.
Él soltó una pequeña carcajada. —Dice que le recuerdo a tu padre. Y, bueno, ella me recuerda a ti.
Con lo cual supuse que era apropiado que me hubiesen puesto su nombre. —¿Porque no dejo que te escapes de mis brazos?
—Porque, aunque ella me asusta, parece que no puedo alejarme.
Conmovida, giré la cabeza y apoyé la mejilla sobre su corazón para escuchar sus fuertes y constantes latidos. —No sabía que iban a venir tus hermanos.
—Yo tampoco.
—¿Qué te parece que Christopher esté aquí?
Noté que se encogía de hombros. —Si no se comporta como un cretino, no me importa.
—Muy bien. —Si la inesperada aparición de su hermano no molestaba a William, no iba a dejar que me preocupara a mí.
—Tengo que contarte algunas cosas —dijo—. Sobre Christopher. Pero ahora no es el momento.
momento. Abrí la boca para contradecirlo, pero me quedé callada. William tenía razón. Deberíamos haber renovado nuestros votos ese día, rodeados de amigos y familiares. Deberíamos estar celebrando su cumpleaños y estar tan felices de que no quedara sitio para penas ni remordimientos... En lugar de ello, el día se había ensombrecido por una tristeza que teníamos que ocultar. Aun así, no tenía sentido añadir más situaciones desagradables. —Tengo una cosa para ti —le dije.
—¡Mmm! Menuda tentación, cielo, pero hay demasiada gente aquí.
Tardé un momento en darme cuenta de que se estaba burlando de mí. —Dios mío, eres un salido.
Metí la mano en mi bolsillo y envolví con mis dedos su regalo, que estaba bien protegido por una bolita de terciopelo negro. También tenía una bonita caja, pero había decidido llevar el regalo en mi bolsillo con la esperanza de poder ser espontánea y dárselo cuando viese el momento oportuno. No quería entregárselo junto a sus otros regalos.
Me giré para mirarlo a la vez que sacaba su presente y se lo tendía con las dos manos abiertas. —Feliz cumpleaños, campeón.
Levantó la mirada desde mis manos a mi cara. Había un brillo en sus ojos que solamente le veía cuando le regalaba algo. Eso siempre hacía que deseara regalarle más cosas, dárselo todo. Mi marido merecía ser feliz. Mi misión en la vida era asegurarme de que siempre lo fuera.
William cogió la bolsita y desató el cordón. —Sólo quiero que sepas —empecé a decir tratando de ocultar mi nerviosismo— que es muy difícil comprarle un regalo a alguien que lo tiene todo, incluido un buen trozo de la isla de Manhattan.
—No esperaba nada —repuso—, pero siempre me encantan tus regalos.
Exhalé con un suspiro. —Bueno, puede que no quieras usarlo, cosa que me parece muy bien. Es decir, no te sientas obligado a...
El reloj de bolsillo Vacheron Constantin se deslizó sobre la palma de su mano, con su carcasa pulida centelleando al recibir la luz del sol. Me mordí el labio inferior y esperé a que la abriera y mirara el interior.
William leyó en voz alta las palabras que tenía grabadas: «Tuya por siempre jamás, Maite». —Se le puede poner una fotografía pequeña sobre la inscripción. Tenía planeado que fuese una foto de la ceremonia de renovación de votos, pero... —Me aclaré la garganta cuando él me miró con tanto amor que hizo que todo mi ser se agitara—. Es muy típico, lo sé. Pero pensé que, como te pones chalecos, quizá lo usarías. Aunque sé que llevas reloj en la muñeca, así que es probable que no. Sin embargo...
Me besó para que me callara. —Lo conservaré como un tesoro. Gracias.
—Ah. —Me lamí los labios para saborearlo—. Me alegro. En la caja hay una faltriquera para llevarlo.
Metió con cuidado el reloj en su bolsita y se lo guardó en el bolsillo. —Yo también tengo una cosa para ti.
—No seas grosero —le respondí devolviéndole la broma—. Tenemos público.
William miró hacia atrás y vio que muchos de nuestros familiares habían salido a la terraza. La empresa de catering había llenado la cocina exterior de bebidas y cosas para picar, y todos empezaban a asomarse por ella mientras el cerdo del pozole se cocinaba en el horno.
Levantó un puño y, después, lo abrió para mostrarme la preciosa alianza que tenía en la mano. Unos grandes diamantes redondos en un engarce en carril rodeaban todo el anillo, lanzando destellos de múltiples matices.
Me cubrí la boca con la mano y los ojos se me volvieron a llenar de lágrimas. La brisa salada nos envolvía y nos traía los lastimosos gritos de las gaviotas que planeaban sobre las olas. El movimiento rítmico del oleaje contra la playa me envolvía los pies y me dejaba encallada en ese momento.
Extendí la mano hacia el anillo con dedos temblorosos.La mano de William se cerró y él sonrió. —Todavía no —dijo.
—¿Qué? —Le di un empujón en el hombro—. ¡No te burles de mí!
—Pero yo siempre cumplo —añadió con un ronroneo.
Le lancé una mirada de odio, y su sonrisa de suficiencia desapareció. Me acarició la mejilla con los dedos. —Me siento muy orgulloso de ser tu marido —dijo en tono solemne—. Mi mayor logro ha sido ver en tus ojos que soy merecedor de ese honor.
—Oh, William. —Me deslumbraba. Me sentía abrumada por él, llena de amor—. Yo soy la afortunada.
—Me has cambiado la vida, Maite. Y has conseguido lo imposible: me has transformado. Ahora me gusta ser quien soy. Nunca pensé que eso sucedería.
—Siempre has sido maravilloso —repliqué en tono ferviente—. Te quise nada más verte. Ahora te quiero más.
—No existen palabras para expresarte lo que significas para mí. —Volvió a abrir la mano—. Pero espero que, cuando veas este anillo en tu mano, recuerdes que, en mi vida, brillas tanto como los diamantes y que eres infinitamente más valiosa.
Me puse de puntillas a pesar de que me hundía sobre la arena mojada, busqué su boca y casi lloré de alegría cuando me besó. —Eres lo mejor que me ha pasado nunca.
Sonreía cuando me cogió la mano y deslizó el anillo en mi dedo, colocándolo al lado del precioso diamante Asscher que me había regalado en nuestra boda.
Unos aplausos y vítores nos sobresaltaron. Miramos hacia la casa y vimos a nuestras familias alineadas a lo largo de la barandilla, mirándonos. Los niños bajaban corriendo por la escalera detrás de Lucky, que estaba ansioso por llegar hasta William.
Yo comprendía bien ese sentimiento. Durante el resto de nuestras vidas, siempre iría corriendo hasta él.
Respiré hondo y dejé que la esperanza y la alegría hicieran desaparecer la culpa y la tristeza, sólo por un momento. —Es perfecto —murmuré. Y mis palabras se perdieron con el viento. Sin vestido, sin flores, sin formalidades ni rituales. Sólo William y yo, comprometidos el uno con el otro, teniendo cerca a las personas que nos querían.
Él me levantó entonces del suelo, me hizo girar en el aire y yo solté una carcajada de puro placer. —¡Te quiero! —grité para que todo el mundo lo oyera.
Mi marido me dejó de nuevo en el suelo y me besó apasionadamente. Después, con los labios pegados a mi oído, susurró: —Crossfire.
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Mensaje por tamalevyrroni Jue Jul 28, 2016 12:00 pm

16
Resultaba difícil ver cómo Maite trataba de consolar a Richard Stanton, que era una sombra del hombre con el que habíamos pasado el fin de semana en Westport. Entonces, había estado lleno de una energía vibrante y parecía más joven de lo que realmente era. Ahora, en cambio, tenía un aspecto frágil y encorvado, con la carga de la pena sobre sus anchos hombros.
Una gran cantidad de ramos de flores blancas cubrían cada superficie disponible de la amplia sala de estar del ático de Stanton y perfumaban el ambiente. Había fotografías de Monica a mansalva dispersas alrededor de los ramos en las que aparecía la madre de Maite en los mejores momentos de su vida con él.
Victor estaba sentado con Cary y Trey en la zona más reducida y apartada de la planta principal. Cuando llegamos, hubo un momento en el que el padre de Maite y Stanton se quedaron inmóviles, mirándose el uno al otro. Sospeché que cada uno estaba resentido por lo que el otro había tenido de Monica: Victor había tenido su amor; Stanton, a la mujer.
Sonó el timbre de la puerta. Seguí con la mirada a Maite y a Martin cuando fueron juntos a abrir. Stanton no se movió de su sillón orejero, claramente sumergido en sus pensamientos. Yo había sentido su dolor cuando nos había abierto la puerta y su cuerpo se había sacudido visiblemente al ver a Maite.
Me alegraba saber que mi mujer y yo íbamos a salir hacia el aeropuerto justo después. Durante un mes, estaríamos lejos de la ciudad y del foco de atención. Esperaba que, a nuestro regreso, Stanton pudiera soportar ver a la hija que tanto se parecía a su madre, a la mujer que él había amado. —Cross.
Giré la cabeza y vi a Benjamin Clancy. Al igual que la detective Graves, los ojos de Clancy expresaban conocer lo que yo había hecho para que Nathan Barker dejara de ser una amenaza para mi esposa. Al contrario que Graves, Clancy me había ayudado a ocultar mi implicación, limpiando la escena del crimen y preparando otra sin relación para culpar a un hombre muerto que había pagado con su vida por otros delitos y que no iba a pagar por el mío.
Enarqué las cejas en una pregunta silenciosa. —Necesito que hablemos un momento. —Señaló hacia el pasillo que había detrás de él sin esperar mi respuesta.
—Pase usted delante.
Lo seguí a la biblioteca y vi las estanterías de libros que cubrían las paredes. La habitación olía a cuero y a papel, y la paleta de colores era de una mezcla masculina de coñac y verde. Cuatro espacios con sillones y una barra bien surtida invitaban a los visitantes a que se pusieran cómodos y no se marcharan.
Clancy cerró la puerta cuando entramos y se sentó en uno de los dos sillones que había delante de la chimenea apagada. Yo me senté en el otro.
Fue directo al grano. —La señora Stanton ha dejado un diario que ha estado escribiendo durante veinticinco años y una memoria auxiliar con apuntes electrónicos. Me había pedido que se los diera a Maite en caso de fallecimiento.
—Me aseguraré de que los reciba —dije conteniendo mi curiosidad.
Él se inclinó hacia adelante y apoyó los codos sobre las rodillas. Ben Clancy era un hombre corpulento, con brazos y piernas de grandes músculos. Llevaba su pelo rubio oscuro con un corte militar y en sus ojos la mirada fría y letal de un enorme tiburón blanco. Sin embargo, éstos se llenaban de calidez cuando miraba a Maite, expresando el cariño de un hermano mayor con afán protector. —Tendrá que decidir usted cuál es el mejor momento para dárselos —dijo—. Y quizá decida que nunca los vea.
—Entiendo. —Así que yo tendría que revisarlos. La idea de hacer algo así me incomodaba.
—Aparte de eso —continuó Clancy—, ahora tiene una nueva responsabilidad financiera de la que tendrá que ocuparse en nombre de Lauren. No es poca cosa, pero podrá encargarse de ello sin problema.
Me puse en tensión cuando oí ese nombre, y mi alerta creció cuando continuó. —Usted empezó a investigar su historia después de que los Tramell murieran — dijo.
—Pero usted lo hizo desaparecer casi todo. —De todo lo que habíamos hablado hasta ese momento, eso era lo único que tenía sentido.
—Lo que he podido. Investigué su pasado cuando el señor Stanton comenzó a tomarse en serio la relación. Cuando me enfrenté a ella, me dijo lo que estoy a punto de contarle a usted. El señor Stanton no sabe nada de esto. Me gustaría que siguiera siendo así. Él era feliz. No le importaba quién fuera ella, así que no tiene por qué saberlo.
Fuera lo que fuese, había convencido a Clancy. Ya veríamos si me convencería a mí.Hizo una pequeña pausa. —Conseguirá más información a partir de los diarios. Yo no los he leído, pero la historia de Lauren es más apasionante que la árida información que yo le voy a dar.
—Comprendido. Adelante.
—Lauren Kittrie se crio en una pequeña ciudad a las afueras de Austin, Texas. Su familia era pobre. Su madre la abandonó a ella y a su hermana gemela dejándolas con su padre, que trabajaba de peón en un rancho de la zona. Era un hombre muy ocupado y no mostró mucho interés en educar a dos hermosas y testarudas niñas, ni tampoco se veía capaz de hacerlo.
Apoyé la espalda en el sillón y traté de imaginarme a dos Monicas adolescentes.La imagen me parecía de lo más sorprendente. —Como podrá suponer, se hicieron notar —continuó—. Hacia el final de su etapa en el instituto, llamaron la atención de unos ricos estudiantes universitarios de Austin. Unos gamberros con la peligrosa actitud de quienes se creen con derecho a todo. El cabecilla era Jackson Tramell.
Asentí. —Se casó con él.
—Eso fue después —dijo con voz monótona—. Lauren supo tratar a los hombres desde el principio. Quería salir de la vida que habían tenido sus padres, pero reconocía un problema en cuanto lo veía. Ella lo rechazó muchas veces. Su hermana, Katherine, no era tan lista. Pensaba que Tramell podía ser su billete de ida para salir de allí.
La inquietud hizo que me revolviera en el sillón. —¿Cuánto de todo esto es necesario que yo escuche?
—En contra del consejo de Lauren, Katherine salió con él. Cuando su hermana no regresó a casa ni esa noche ni al día siguiente, Lauren llamó a la policía. Un granjero de la zona encontró a Katherine en su campo, apenas consciente gracias a una tóxica combinación de drogas y alcohol. La habían atacado con violencia. Aunque no se demostró, se sospechaba que habían estado implicados varios individuos.
—Dios mío.
—Katherine estaba mal —siguió Clancy—. Las drogas alucinógenas que tenía en su organismo, mezcladas con las lesiones físicas tras la violación de la pandilla, le provocaron un daño cerebral permanente. Necesitaba de cuidados las veinticuatro horas durante un período indefinido de tiempo, algo que su padre no podía permitirse.
Inquieto, me acerqué a la barra pero, a continuación, me di cuenta de que una copa era lo último que deseaba. —Lauren fue a ver a la familia Tramell, les habló de su hijo y de lo que sospechaba que había hecho. Él lo negó, y nadie fue capaz de demostrar que estuviese implicado debido a la falta de pruebas físicas en aquella época. Sin embargo, él vio la oportunidad y la aprovechó. Era a Lauren a quien quería, así que hizo que sus padres pagaran los gastos de los cuidados básicos de Katherine a cambio de la propia Lauren y de su silencio en cuanto a la violación.
Me giré y me quedé mirándolo. El dinero podía ocultar una multitud de pecados. El hecho de que Stanton hubiese podido ocultar el pasado de Maite con expedientes sobreseídos y acuerdos de confidencialidad lo demostraba. Pero el padre de Nathan Barker había dejado que pagara por sus delitos. Los Tramell se habían quitado de en medio para ocultar los de su hijo.
Clancy se incorporó en su sillón. —Jackson quería sexo. Lauren acordó con sus padres que aceptaran el matrimonio, pues creía que eso garantizaba de algún modo que Katherine estuviese siempre cuidada.
Cambié de opinión en cuanto a la copa y me llené un vaso de whisky por la mitad. —Durante unos meses, la situación entre Lauren y Jackson fue estable. Vivían...
—¿Estable? —Una áspera carcajada me estalló en la garganta—. Acababa de venderse al hombre que había orquestado la violación de su hermana gemela. Dios mío...
Me bebí la copa. Monica —o Lauren— había sido más fuerte de lo que ninguno de nosotros habíamos imaginado. Pero ¿merecía la pena que Maite lo supiera teniendo en cuenta el horror del resto de la historia?
—La situación fue estable —repitió Clancy—. Hasta que conoció a Victor. Lo miré a los ojos. Justo cuando uno cree que algo no puede ir a peor, siempre llega lo peor.
Clancy apretó la mandíbula. —Se quedó embarazada de Maite. Cuando Jackson descubrió que el bebé no era suyo, trató de ocuparse de ello... a puñetazos. Aunque vivían en la casa de los padres de él, los Tramell nunca se entrometían en las discusiones de ellos dos. Lauren temía por la vida de su hija.
»Le pegó un tiro. —Me pasé las manos por el pelo deseando poder sacar de mi mente aquella imagen con la misma facilidad—. La forma sin determinar de la muerte..., ella lo mató.
Clancy se quedó en silencio para dejar que yo asimilara aquella revelación. No era yo el único que había matado para proteger a Maite. Empecé a pasearme por la estancia. —Los Tramell ayudaron a que Lauren saliera impune. ¿Por qué?
—Durante el tiempo en que ella estuvo con Jackson, documentó todo lo que después pudiera utilizar en contra de él. Los Tramell apreciaban su reputación, y también la de Monica, su hija, que pronto tendría su puesta de largo. Sólo querían que Lauren y todos los problemas que ella había causado desaparecieran. Lauren se marchó con su ropa y con la convicción de que, al dar ese paso, los cuidados de Katherine quedaban bajo su completa responsabilidad.
—Así que todo aquello no sirvió de nada —murmuré—. Volvía a estar en el punto de partida.
Entonces, toda aquella información cobró sentido. —Katherine sigue viva.
Eso explicaba que Monica se hubiera casado siempre con hombres ricos y su preocupación por el dinero. Durante todos esos años, había tenido que soportar que su hija la considerara una frívola, pero ella se lo había tragado todo en lugar de contar la verdad.
Por supuesto, yo también había esperado que Maite no se enterara nunca de lo que yo le había hecho a Nathan. Temía que me tomara por un monstruo. Clancy se puso de pie con rapidez a pesar de su corpulencia. —Y, como he dicho al principio, los cuidados de Katherine son ahora responsabilidad suya. Si le revela algo de esto a Maite o no, es algo que tendrá que sopesar usted.
Me quedé mirándolo. —¿Por qué me confía todo esto?
Se colocó bien la chaqueta.—Vi cómo se lanzó usted sobre Maite cuando Hall abrió fuego. Eso, junto con la forma en que se encargó de Barker, indica que usted haría lo que fuera por protegerla. Si cree que lo mejor para ella es saberlo, dígaselo cuando llegue el momento oportuno.
Y, con un brusco movimiento de la cabeza, salió de la habitación. Yo me quedé allí para ordenar mis pensamientos.
***
—Hola.
Me giré al oír la voz de Maite. Miré hacia la puerta y vi cómo se acercaba a mí. —¿Qué haces aquí? —preguntó. Estaba de lo más hermosa, vestida con un sencillo vestido negro—. Te he buscado por todas partes. Clancy ha tenido que decirme dónde estabas.
—He tomado una copa —le contesté contándole parte de la verdad.
—¿Cuántas? —Por el ligero brillo de sus ojos, supe que no le molestaba—. Llevas aquí un buen rato, campeón. Tenemos que llevar a papá al aeropuerto.
Sorprendido, miré el reloj y me di cuenta de que llevaba bastante rato sumergido en mis pensamientos. Me costó volver al presente y dejar de pensar en la trágica historia de Lauren. No podía cambiar el pasado.
Pero sí tenía claro lo que tenía que hacer. Me ocuparía del bienestar de su hermana. Me ocuparía de su querida hija. En esos aspectos, honraría a la mujer que Monica había sido. Y, un día, si me parecía oportuno, se la presentaría a Maite. —Te quiero —le dije a mi esposa a la vez que le cogía la mano.
—¿Estás bien? —me preguntó, pues conocía mis estados de ánimo.
—Sí —le acaricié la mejilla y la miré con una tierna sonrisa—. Vamos.
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Mensaje por tamalevyrroni Jue Jul 28, 2016 12:04 pm

EPÍLOGO
–Qué raro elegir un hotel así para una luna de miel.
Giro la cabeza y veo a mi madre acostada en la tumbona que hay a mi lado en cubierta. Lleva un biquini color púrpura y tiene la piel ligeramente bronceada y firme, con las uñas pintadas de un elegante color carne.
Me inunda la felicidad. Estoy contenta por volver a verla. —Es una broma entre los dos —le explico mientras admiro el océano Pacífico resplandeciendo por detrás de la franja de bosque esmeralda que tenemos delante —. Le dije a William que tenía una fantasía con Tarzán, así que nos ha buscado una lujosa casa encima de un árbol.
Me quedé encantada cuando vi la suite del hotel suspendida sobre el suelo en lo alto de un viejo baniano. La vista panorámica desde la terraza es indescriptiblemente hermosa, algo que William y yo disfrutamos cada vez que salimos de nuestro frondoso emparrado. —Entonces, tú eres Jane... —Mi madre niega con la cabeza—. No pienso decir nada al respecto.
Sonrío, encantada al ver que aún puedo dejarla con la boca abierta de vez en cuando. Con un suspiro, ella echa la cabeza hacia atrás y cierra los ojos mientras toma el sol. —Me alegro de que tu padre haya decidido mudarse a Nueva York. Me tranquiliza saber que va a estar a tu lado.
—Sí, bueno... Me estoy haciendo a la idea.
Es más difícil aceptar que mi madre era una persona completamente distinta de lo que yo creía. Pienso si sacar a relucir todo eso. No quiero echar a perder el placer de volver a pasar un rato con ella. Pero las entradas de su diario las escribió como cartas dirigidas a mí, y no puedo evitar el tener que responder. —He estado leyendo tus diarios —digo.
—Lo sé.
Responde como si nada. Yo siento rabia y frustración, pero decido dejar todo eso de lado. —¿Por qué no me contaste antes nada de tu pasado?
—Quise hacerlo. —Gira la cabeza hacia mí—. Cuando eras pequeña, pensé hacerlo algún día. Luego, Nathan... hizo lo que hizo y tú te estabas recuperando. Y conociste a William. Siempre pensé que encontraría el momento.
Sé que eso no es del todo verdad. La vida sigue. Siempre habrá alguna excusa para seguir esperando. Mi madre no había esperado que llegase el momento en que yo pudiera aceptar todo lo que ella había hecho por su hermana. Esperó todo lo que pudo.
Había que ser una mujer fuerte para tomar las decisiones que ella había tomado y dar los pasos que ella había dado. Me alegraba saber su historia pero, más aún, comprender cuál era la fuente de su fragilidad. Mi madre había sido una mujer atormentada por el camino por el que la vida la había llevado. El hecho de matar a Jackson se había convertido en una obsesión para ella, porque lo había odiado con absoluta desesperación y se alegró de que hubiese muerto, aunque sintiera el horror de su asesinato.
Dejar a mi padre había supuesto para ella la destrucción de una parte fundamental de sí misma, lo mismo que el hecho de vivir como si su hermana Katherine no existiera. Mi madre se había separado de dos trozos de su corazón y, sin embargo, había conseguido salir adelante. Su sobreprotección cobraba ahora sentido. No podía imaginarse la vida también sin mí. —William dice que vamos a ir a ver a Katherine cuando regresemos —le digo—. Estamos pensando en traerla a vivir más cerca, para que pueda formar parte de nuestras vidas.
Yo me estoy haciendo a la idea, sabiendo que mi tía es la hermana gemela de mi madre. Ella me mira con una triste sonrisa. —Se alegrará de verte. Lleva años oyendo hablar de ti.
—¿En serio?
Sé por los diarios que mi madre rara vez pudo ir a ver a Katherine en persona, pues su marido prefería mantenerse cerca de su encantadora esposa. Tuvo que contentarse con cartas y postales, pues los correos electrónicos y las llamadas dejaban rastro. —Por supuesto. No puedo evitar fanfarronear. Me siento muy orgullosa de ti.
Las lágrimas inundan mis ojos. Ella levanta la cabeza hacia el sol. —Durante mucho tiempo estuve furiosa por lo que había sufrido Kathy. Nunca pude recuperar a la hermana de antes. Pero luego me di cuenta de que su mente la ha protegido de aquella noche infernal. No lo recuerda. Y, por muy simples que sean ahora sus pensamientos, en todo ve un motivo para sentir una alegría infantil.
—Nos ocuparemos de ella —le prometo.
Mi madre extiende la mano y yo la agarro. —¿Hay champán en las casas de los árboles? —pregunta.
Yo me río y le aprieto los dedos. —Por supuesto.
***
Me desperté lentamente, elevándome poco a poco desde las profundidades del sueño hasta la absoluta conciencia. La veteada luz del sol se filtraba por la malla antimosquitos que rodeaba la cama. Me estiré y deslicé mi brazo buscando a mi marido, pero no estaba tumbado a mi lado.
En lugar de eso, encontré a William de pie junto a la ventana, en el rústico rincón que utilizaba como despacho, hablando por teléfono. Por un momento, me humedecí al verlo. Desaliñado y sin afeitar, estaba tan absolutamente sensual que casi no podía contenerme. El ver a Lucky tumbado a sus pies no hizo más que aumentar mi apetito.
William vestía tan sólo unas bermudas, con la cremallera subida y el botón desabrochado, de forma que pude darme cuenta de que no llevaba ropa interior. Eso era todo lo que había llegado a vestirse durante nuestra luna de miel. Algunos días, lo único que llevaba encima era el sudor, lo cual le daba una apariencia y un olor tan sensual que me aseguré de que siguiera estando así.
En cuanto a mí, me había sorprendido descubrir que mi equipaje estaba lleno de un montón de vestidos estrechos y sin tirantes y una clara ausencia de ropa interior. En cualquier momento, podía verme inclinada hacia adelante, con la falda subida y alguna parte de la anatomía de mi marido deslizándose en mi interior. Llevábamos dos semanas de luna de miel y, para entonces, William había entrenado mi cuerpo para esperar su deseo. Podía excitarme en cuestión de segundos y satisfacernos a los dos casi en el mismo tiempo.
Era todo de un hedonismo delicioso e insaciable. Entre cada encuentro de sexo loco y animal, regresábamos de vuelta al mundo. Veíamos películas y jugábamos a las cartas. William me enseñaba a jugar bien. En algunas ocasiones, él tenía que trabajar y, cuando lo hacía, yo leía los diarios que mi madre me había dejado. Él había tardado un par de días en hablarme de ellos pero, cuando lo hizo, fue el momento oportuno.
También hablamos mucho de ello. —Lo que exigen es inadmisible —dijo William al teléfono mientras me miraba vestida con mi corta bata de seda—. Hay margen de maniobra en todos los aspectos. Hay que volver a llevarlos hasta ese punto.
Le lancé un beso al aire, me aparté y fui a la cocina. Miré hacia la cubierta exterior mientras se hacía el café, hacia el bosquecillo de árboles que había detrás y el océano que quedaba más allá. Quizá fuéramos a la playa ese día. Teníamos un lugar para nosotros solos. Por ahora únicamente deseábamos estar el uno junto al otro.
Sentí un hormigueo por la espalda cuando oí las patas de Lucky corriendo por el suelo de madera. Debía de estar siguiendo a William, al que adoraba. Mi marido sentía también algo más que cariño hacia el cachorro. Las pesadillas eran cada vez menos frecuentes pero, cuando ocurrían, venía bien que Lucky estuviese cerca. —Buenos días —murmuró William rodeándome con sus brazos.
Me apoyé contra él. —Creo que, en teoría, ya es por la tarde.
—Podríamos volver a la cama hasta la noche —ronroneó acariciándome el cuello con la nariz.
—No puedo creer que no me haya aburrido ya de ti.
—Cielo, si te aburres, tendré que esforzarme más.
Me estremecí ante la imagen que apareció en mi mente al oír esas palabras.William era un amante vigoroso siempre pero, desde que estábamos en nuestra luna de miel, lo había sido aún más. Juraría que su cuerpo era ahora aún más esbelto y musculoso que antes, sólo por el ejercicio que realizaba al hacerme el amor. Desde luego, yo estaba más contenta con mi cuerpo de lo que lo había estado desde hacía años. —¿Con quién hablabas? —pregunté.
Respiró hondo. —Con mi hermano.
—¿En serio? ¿No es ya la tercera vez en las últimas dos semanas?
—No te pongas celosa. Tú eres mucho más atractiva que él.
Le di un codazo. William me había contado lo de los expedientes de Hugh y que Chris había hablado con Christopher. No sabíamos qué cosas se habían dicho durante aquella conversación. Era algo privado entre padre e hijo. Pero, fuera lo que fuese, Christopher se había puesto en contacto con William dos veces —tres con ésa— para pedirle consejo. —¿Siempre es de trabajo de lo que quiere hablar?
—Sí, pero de las cosas que pregunta... ya sabe la respuesta.
—¿Algo personal?
Chris le había asegurado a William que no le había contado a su hermano nada de las violaciones, y mi marido no estaba dispuesto a cambiar eso. Christopher le había causado mucho sufrimiento a lo largo de los años sin haberse disculpado, y William no iba a perdonarlo sin más en un futuro próximo.
Se encogió de hombros. —Que si estamos pasándolo bien..., que qué tal tiempo hace... Ese tipo de cosas.
—Está tratando de acercarse de la mejor forma que puede, supongo. —Yo también dejé a un lado el asunto—. ¿Quieres ir a la playa?
—Podríamos...
Me giré entre sus brazos y levanté los ojos hacia él. —¿Tienes alguna otra cosa en mente?
—Me gustaría consultar contigo un par de cosas antes de dejar el trabajo por hoy.
—De acuerdo. Déjame que antes tome mi dosis de cafeína.
Yo sonreía mientras preparábamos los cafés. Cuando llegamos a su despacho, encendió el ordenador portátil.
La imagen de la pantalla no necesitaba más explicaciones. Aparté la silla y me senté. —¿Más diseños para el GenTen?
Hasta ahora había visto una docena de conceptos distintos para la publicidad. Algunos de los mensajes eran inteligentes, otros demasiado inteligentes y, otros, simplemente vulgares. —Retoques finales —me explicó mientras colocaba una mano en el respaldo de la silla y la otra sobre la mesa, rodeándome con su piel cálida y su delicioso aroma masculino—. Y algunas indicaciones nuevas.
Lo revisé y estuve de acuerdo con la mayoría, pero negué con la cabeza ante una. —Ésa no.
—A mí tampoco me gusta —dijo William—. Pero ¿a ti por qué no te funciona?
—Creo que está enviando el mensaje equivocado. Ya sabes, que la esposa/madre/empresaria agobiada sólo puede encontrar la tranquilidad distrayendo a la familia con el GenTen. —Lo miré—. Las mujeres son capaces de realizar todas esas tareas fácilmente. Les enseñaremos a que participen de esos juegos con la familia o a que disfruten del GenTen a solas.
Asintió. —Ya te dije que no volvería a preguntártelo pero, ya que estamos hablando de mujeres que lo tienen todo..., ¿sigues estando de acuerdo con la idea de dejar tu trabajo?
—Sí. —No vacilé antes de contestar—. Sigo queriendo trabajar —maticé—, y ayudarte en cosas en las que no necesitas ayuda no va a hacer que me sienta satisfecha durante mucho tiempo, pero encontraremos algún sitio donde yo encaje.
Torció el gesto con ironía. —Valoro tu opinión. De lo contrario, no te la pediría.
—Ya sabes a qué me refiero.
—Lo sé. —Pulsó la almohadilla táctil de su portátil para abrir una presentación —. Éstos son algunos de los proyectos que ahora mismo tienen más prioridad. Cuando dispongas de tiempo, revísalos y dime cuáles son los que más te interesan.
—Todos te interesan a ti, ¿no?
—Por supuesto.
—De acuerdo.
Prepararía unas listas, los clasificaría por interés, conocimientos y habilidades necesarias. Después, cruzaría los datos. Y, lo más importante, lo hablaría con William. Eso era lo que más me gustaba de compartir con él su trabajo, explorar su mente, tan fascinante y perspicaz. —No quiero retenerte —dijo en voz baja moviendo una mano hasta mi hombro y haciéndola descender por el brazo—. Quiero verte volar.
—Lo sé, cariño. —Agarré su mano y la besé. El límite estaba en el cielo con un marido que me amaba de esa forma.
***
El sol se escondía por el horizonte incendiando el océano. William volvió a llenar nuestras copas de champán, y un poco de aquel líquido dorado se derramó por el borde cuando el yate se balanceó suavemente sobre las olas. —Esto es muy agradable —dijo mirándome con una lenta y relajada sonrisa.
—Me alegra que te guste.
Me sorprendía verlo tan contento y relajado. Siempre había considerado a William como una tempestad. Rayos y truenos, una energía fuerte y hermosa que podía ser tan peligrosa como cautivadora. Apenas controlada, como el remolino de un tornado.
Ahora lo habría descrito como la calma después de la tormenta, y eso lo convertía en una fuerza de la naturaleza aún más grande. Ahora ambos estábamos... centrados. Nos sentíamos seguros y comprometidos. Tenernos el uno al otro hacía que todo nos pareciera posible.
Y todo aquello hizo que se me ocurriera la idea de cenar en un barco. —Ven aquí, cielo. —Se puso de pie y extendió la mano hacia mí.
Nos llevamos el champán de la mesa iluminada con velas hasta la suntuosa chaise longue para dos. Nos acomodamos en ella y entrelazamos nuestros cuerpos. Su mano recorría mi espalda de arriba abajo. —Estoy pensando en cielos azules y mares tranquilos.
Sonreí. Muchas veces, nuestros pensamientos iban por caminos parecidos. Subí la mano y la llevé a su nuca, pasándole los dedos por la seda alborotada de su pelo. —Le estamos pillando el gusto a esto.
William bajó la cabeza para besarme y su boca se movió suavemente, lamiendo despacio con su lengua y reafirmando el vínculo que había entre nosotros y que se hacía más fuerte cada día. Los fantasmas de nuestros pasados parecían ahora como leves sombras que empezaban a disolverse incluso antes de que renováramos nuestros votos.
Algún día desaparecerían para siempre. Hasta entonces, nos teníamos el uno al otro. Y eso era lo único que necesitábamos.
FIN
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