Foro Maite Perroni & William Levy (LevyRroni)
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WebNovela LevyRroni Cautivada Por Ti(4 Saga CrossFire)

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Mensaje por asturabril Vie Nov 06, 2015 7:00 pm

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Mensaje por EsperanzaLR Sáb Nov 07, 2015 10:40 am

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Mensaje por tamalevyrroni Sáb Nov 07, 2015 12:09 pm

—Por cierto, enhorabuena por su compromiso.

Mi mirada pasó del rostro del ingeniero de proyectos que había en mi pantalla a la fotografía de Maite en la que lanzaba besos al aire. —Gracias.

Habría preferido mirar directamente a mi mujer. Por un momento, me imaginé a Maite tal y como había estado la noche anterior, con sus suaves labios envolviendo mi polla. Le había dado carta blanca con mi cuerpo, y lo único que ella quiso fue chupármela. Una y otra vez. Y otra. Dios. Llevaba todo el día pensando en la noche que habíamos pasado. —Lo mantendré informado sobre el impacto de la tormenta —dijo el hombre, haciendo que mi atención volviera al trabajo—. Agradezco que haya llamado personalmente para ver cómo vamos. Las condiciones meteorológicas pueden hacer que nos retrasemos una o dos semanas, depende. Pero abriremos a tiempo.

—Tenemos un margen. Primero cuida de ti y de tu equipo.

—Lo haré. Gracias.

Cerré la ventana de la conversación y miré mi agenda, pues necesitaba saber exactamente de cuánto tiempo disponía para prepararme para la siguiente reunión con el equipo de investigación y desarrollo de PosIT. La voz de Scott salió por el altavoz de mi teléfono. —Christopher Vidal sénior está al teléfono. Es la tercera vez que llama hoy. Ya le he dicho que usted se pondrá en contacto con él cuando pueda, pero insiste. ¿Qué quiere que le diga?

Las llamadas de mi padrastro nunca presagiaban nada bueno, lo cual significaba que retrasarlas consumiría el tiempo que tenía para solucionar el problema que él quisiera imponerme. —Pásamelo.

Pulsé el botón del altavoz. —Chris, ¿qué puedo hacer por ti?

—William, oye, siento molestarte, pero tenemos que hablar tú y yo. ¿Sería posible que nos viéramos hoy?

Noté un pinchazo al notar el tono urgente de su voz. Cogí el auricular y desconecté el altavoz. —¿En mi despacho o en el tuyo?

—No, en tu ático.

Me recosté contra el respaldo, sorprendido. —No llegaré a casa hasta cerca de las nueve.

—De acuerdo.

—¿Están todos bien?

—Sí, todos están bien. No te preocupes por eso.

—Entonces, es por Vidal. Nos ocuparemos de ello.

—Dios mío. —Se rio con fuerza—. Eres un buen hombre, William. Uno de los mejores que conozco. Debería decírtelo más a menudo.
Entorné los ojos al percibir su nerviosismo. —Tengo unos minutos ahora. Cuéntame.

—No, ahora, no. Te veré a las nueve.

Colgó. Yo me quedé sentado un largo rato con el auricular en la mano. Sentía un nudo en el estómago, un nudo frío y fuerte.

Dejé el auricular en su base y volví a concentrarme en el trabajo, sacando esquemas y revisando el paquete que Scott había dejado antes en mi mesa. Aun así, mi mente iba a toda velocidad.

No podía controlar lo que sucedía con mi familia. Nunca había tenido ningún poder sobre ella. Sólo podía solucionar los desastres que provocaba Christopher y tratar de evitar que Vidal Records se hundiera. Sin embargo, ponía el límite en la utilización de la grabación de Maite. Nada de lo que Chris pudiera decir cambiaría eso.
Se iba acercando el momento de la reunión de PosIT cuando apareció un mensaje en mi monitor con el avatar de Maite. Aún puedo saborearte. Qué rico .

Se me escapó una carcajada. El nudo que había estado ignorando se suavizó y, después, desapareció. Ella era mi borrón y cuenta nueva. Mi casilla de salida. Más tranquilo, respondí: Ha sido un placer.

***

—Tengo una pista.
Giré la cabeza y vi que Raúl entraba en mi despacho. Se acercó a mi mesa con paso enérgico. —Aún estoy revisando la lista de invitados de ese evento al que asistió usted hace un par de semanas. También he realizado dos búsquedas diarias de fotos. Tengo una alerta de ésta de hoy. He hecho una copia y la he ampliado.

Deslizó unas fotografías sobre mi mesa. Las cogí y las examiné con más atención, una a una. Había una pelirroja al fondo. En cada imagen la habían ampliado más y más. —Vestido verde esmeralda y pelo rojo y largo. Ésta es la mujer a la que vio Maite.

También era Anne Lucas. Había algo en su pose, con la cara vuelta hacia un lado, que hizo que sintiera unas náuseas ya conocidas en mi vientre. Miré a Raúl. —¿No estaba en la lista de invitados?

—Oficialmente, no. Pero sí estuvo en la alfombra roja, así que supongo que iba como acompañante de alguien. Aún no sé de quién, pero estoy en ello.

Nervioso, me levanté y me eché el pelo hacia atrás. —Estuvo acosando a Maite. Tienes que mantenerla alejada de mi mujer.

—Angus y yo estamos desarrollando nuevos protocolos para la seguridad de los eventos.

Me di la vuelta y cogí la chaqueta de la percha. —Dime si necesitáis más hombres.

—Se lo haré saber. —Raúl recogió las fotografías y se acercó a mí—. Ella está hoy en su despacho —dijo adivinando cuál era exactamente mi intención—. Seguía allí cuando he subido a verlo a usted.

—Bien. Vamos.
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Mensaje por tamalevyrroni Sáb Nov 07, 2015 12:14 pm

***

—Disculpe. —La morena bajita que estaba detrás de la mesa se levantó rápidamente cuando pasé por su lado—. No puede entrar ahí. La doctora Lucas está ahora con una paciente.

Así el pomo y abrí la puerta. Entré en la consulta de Anne sin interrumpir el paso.

Ella levantó la cabeza y sus ojos verdes se abrieron como platos antes de que su boca roja se curvara en una sonrisa de satisfacción. La mujer que estaba en el sofá enfrente de ella me miró parpadeando confundida, tragándose lo que fuera que estuviera a punto de decir. —Lo siento mucho, doctora Lucas —se disculpó la morena con voz entrecortada—. He intentado detenerlo.

Anne se puso de pie con la mirada puesta en mí. —Una tarea imposible, Michelle. No te preocupes, puedes irte.

La recepcionista salió. Anne miró a su paciente. —Vamos a tener que dejar la cita de hoy. Le pido disculpas por la burda interrupción. —Me lanzó una mirada de furia—. Y, por supuesto, no se la cobraré. Por favor, hable con Michelle para concertar una nueva cita.

Esperé con la puerta abierta a que la aturullada mujer recogiera sus cosas y, a continuación, me hice a un lado mientras salía. —Podría haber llamado a seguridad —dijo Anne apoyándose en el borde de su mesa al tiempo que se cruzaba de brazos.

—¿Después de todas las molestias que te has tomado para que venga hasta aquí? —repuse—. No lo habrías hecho.

—No sé de qué estás hablando. De todos modos, me alegra verte.

Bajó los brazos y se agarró al filo del escritorio con una pose deliberadamente provocativa, dejando ver su muslo desnudo cuando se abrió la raja de su vestido azul ajustado. —No puedo decir lo mismo.

Su sonrisa se tensó. —Rompes tus juguetes y luego los tiras. ¿Sabe Maite que sus días están contados?

—¿Lo sabes tú?

El desasosiego oscureció sus ojos luminosos e hizo que su sonrisa vacilara. —¿Es una amenaza, William?

—Imagino que te gustaría que lo fuera. —Di un paso al frente y vi cómo sus pupilas se dilataban. Se estaba excitando y eso me daba tanto asco como el olor de su perfume—. Quizá así tu juego se volvería más interesante.

Se incorporó y caminó hacia mí contoneando la cintura y hundiendo sus zapatos de tacón de aguja y suela roja en la alfombra afelpada. —A ti también te gusta jugar, hombretón —ronroneó—. Dime, ¿has atado ya a tu guapa prometida? ¿Has hecho que se vuelva loca con tus azotes? ¿Le has metido por el culo tu amplia colección de consoladores para follártela con ellos mientras embistes su coño durante horas? ¿Te conoce como te conozco yo, William?

—Cientos de mujeres me conocen como me conoces tú, Anne. ¿Crees que eras especial? Lo único que recuerdo de ti es a tu marido y lo mucho que lo corroía que yo estuviera contigo.

Levantó la mano para abofetearme pero no la detuve, recibiendo el golpe estoicamente.

Ojalá fuera verdad lo que había dicho, aunque había sido especialmente depravado con ella. Veía el fantasma de su hermano en la curva de su sonrisa, en sus gestos...

Le aferré la muñeca cuando se disponía a agarrarme la polla. —Deja en paz a Maite. No voy a decírtelo dos veces.

—Ella es tu punto débil, miserable hijo de puta. Tú tienes hielo en las venas, pero ella sí sangra.

—¿Es eso una amenaza, Anne? —pregunté devolviéndole sus palabras en tono calmado.

—Por supuesto. —Se soltó de mí con una sacudida—. Ya es hora de que pagues tu deuda, y tus miles de millones de dólares no van a servir para saldarla.

—¿Subiendo la apuesta con una declaración de guerra? ¿Eres estúpida, o acaso es que no te importa lo que esto te va a costar? Tu carrera..., tu matrimonio..., todo.

Me acerqué a la puerta con paso tranquilo mientras la rabia me quemaba por dentro. Yo le había causado aquello a Maite. Tenía que solucionarlo. —Fíjate bien, William —dijo a mis espaldas—. Ya verás lo que pasa.

—Haz lo que quieras. —Me detuve con la mano en la puerta—. Tú has empezado, pero no te confundas: el último movimiento será mío.

***

—¿Has tenido pesadillas desde la última vez que nos vimos? —preguntó el doctor Petersen con aire tranquilo e interesado y su habitual libreta en el regazo.

—No.

—¿Con qué frecuencia dirías que las tienes?

Yo estaba sentado tan cómodamente como el médico, pero por dentro me sentía irritado e inquieto. Tenía muchas cosas de las que ocuparme como para perder una hora de mi tiempo. —Últimamente, una vez a la semana. A veces transcurre algo más de tiempo entre una y otra.

—¿A qué te refieres con «últimamente»?

—Desde que conocí a Maite.

Apuntó algo con su bolígrafo. —Te estás enfrentando a presiones nuevas mientras te esfuerzas por mejorar tu relación con Maite, pero la frecuencia de tus pesadillas está disminuyendo..., al menos, por ahora. ¿Has pensado por qué puede ser?

—Creía que se suponía que sería usted quien me lo explicara.

El doctor Petersen sonrió. —No puedo levantar una varita mágica y darte todas las respuestas, William. Sólo puedo ayudarte a examinar los hechos.

Sentí la tentación de esperar a que dijera algo más, hacer que fuera él quien hablara. Pero pensar en Maite y en su esperanza de que la terapia iba a provocar algún cambio me incitó a hablar. Había prometido que lo intentaría, así que iba a hacerlo. Hasta cierto punto. —Las cosas entre nosotros se están suavizando. Son más los puntos en los que estamos en sintonía que los que no.

—¿Crees que os estáis comunicando mejor?

—Creo que se nos da mejor evaluar los motivos que se esconden tras las acciones de cada uno. Nos entendemos más el uno al otro.

—Vuestra relación ha avanzado muy rápidamente. Tú no eres un hombre impetuoso, pero muchos dirían que casarse con una mujer a la que conoces desde hace tan poco tiempo, una mujer que deberás admitir que aún estás conociendo, es un acto extremadamente impulsivo.

—¿Hay alguna pregunta en eso que dice?

—Sólo era una observación. —Esperó un momento pero, al ver que yo no decía nada, continuó—: Puede ser difícil para cónyuges de personas con el pasado de Maite. La dedicación de ella a la terapia os ha ayudado a los dos. Sin embargo, es probable que ella siga cambiando de modos que tú no esperas, lo que será estresante para ti.

—Yo tampoco soy fácil —repuse en tono áspero.

—Tú eres otro tipo de superviviente. ¿Alguna vez has notado si tus pesadillas se agravaban con el estrés?

Esa pregunta me fastidiaba. —¿Qué importa eso? Ocurren y ya está.
—¿No piensas que pueda haber cambios que puedan hacerse para disminuir su impacto?

—Acabo de casarme. Eso es un cambio de vida muy importante, ¿no cree, doctor? Creo que ya es suficiente por ahora.

—¿Por qué tiene que haber un límite? Eres un hombre joven, William. Tienes a tu disposición muchas opciones. No tienes por qué evitar los cambios. ¿Qué tiene de malo probar algo nuevo? Si no funciona, siempre te queda la opción de volver a lo que hacías antes.

Aquello me pareció irónicamente divertido. —A veces no se puede dar marcha atrás.

—Probemos ahora con un cambio sencillo —dijo el doctor Petersen dejando a un lado su libreta—. Vamos a dar un paseo.

Me puse de pie cuando él lo hizo, pues no quería estar sentado mientras él se colocaba por encima de mí. Quedamos frente a frente con la mesita entre ambos. —¿Por qué? —inquirí.

—¿Por qué no? —Hizo un gesto hacia la puerta—. Puede que mi consulta no sea el mejor lugar para que hablemos. Eres un hombre acostumbrado a estar al mando. Y, aquí dentro, soy yo quien lo está. Así que nivelaremos el campo de juego y saldremos un rato al pasillo. Es un lugar público, pero la mayoría de las personas que trabajan en este edificio ya se han ido a casa.

Salí de la consulta delante de él y vi cómo cerraba con llave la puerta de dentro y la de fuera antes de venir conmigo. —Ah, muy bien. Esto ya es otra cosa —dijo torciendo la boca con expresión irónica—. Me baja los humos.

Me encogí de hombros y empecé a caminar. —¿Cuáles son tus planes para el resto de la tarde? —preguntó mientras echaba a andar a mi lado.

—Una hora con mi entrenador personal —dije y, después, añadí—: Mi padrastro viene a verme luego.

—¿A pasar un rato contigo y con Maite? ¿Tienes una buena relación con él?

—No y no. —Miré al frente—. Ocurre algo malo. Ésa es la única razón por la que me llama siempre.

Noté sus ojos sobre mi perfil. —Y ¿desearías que eso cambiara?

—No.

—¿No te gusta él?

—No me disgusta. —Iba a dejarlo ahí pero, de nuevo, pensé en Maite—. No nos conocemos muy bien.

—Eso podrías cambiarlo.

Solté una carcajada. —Hoy está usted de lo más insistente.

—Ya te he dicho que no tengo intención alguna. —Se detuvo y me obligó a que yo también lo hiciera.

Levantó la cabeza y miró al techo en una actitud claramente pensativa. —Cuando estás pensando en hacer una nueva adquisición y estudias una nueva forma de realizar un negocio, llamas a gente para que te asesore, ¿no es así? A expertos en sus respectivos campos. —Volvió a mirarme sonriendo—. Tal vez podrías pensar en mí del mismo modo, como un asesor experto.

—¿Asesor en qué?

—En tu pasado. —Echó a andar de nuevo—. Yo te ayudo con eso y tú puedes solucionar el resto de tu vida por tu cuenta.
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Mensaje por tamalevyrroni Sáb Nov 07, 2015 12:33 pm

***

—Concéntrate, Cross.

Miré con los ojos entornados. Al otro lado de la colchoneta, James Cho daba saltos sobre sus pies descalzos provocándome. Tenía una sonrisa maliciosa, pues sabía que ese desafío tácito me estimulaba. Casi medio metro más bajito que yo y unos trece kilos más ligero, el antiguo campeón de artes marciales mixtas era letalmente rápido y tenía un cinturón que lo probaba.

Eché los hombros hacia atrás y retomé la postura. Subí los puños cerrando la abertura que había permitido que su último puñetazo me diera en el torso. —Haz que valga la pena —respondí con tono de irritación al ver que tenía razón. Mi cerebro continuaba en la consulta del doctor Petersen. Esa noche se había encendido un interruptor y no terminaba de entender de qué era ni qué significaba.
James y yo dábamos vueltas haciendo fintas y arremetiendo, y ninguno de los dos conseguía dar en el blanco. Como siempre, estábamos los dos solos en el tatami. El ritmo de los tambores taiko retumbaba de fondo desde los altavoces que estaban escondidos entre los paneles de bambú que llegaban hasta el techo. —Sigues conteniéndote —dijo—. ¿Te has vuelto mariquita desde que te has enamorado?

—Eso te gustaría. Sólo así podrías ganarme.

James se rio y, a continuación, se acercó a mí con una patada circular, me agaché y lo barrí, tirándolo al suelo. Entonces lanzó una patada de tijera a la velocidad del rayo y me arrastró consigo al suelo.

Los dos nos pusimos de pie de un salto y de nuevo en guardia. —Me estás haciendo perder el tiempo —espetó golpeando con un puño.

Me incliné hacia un lado para esquivarlo, golpeé con el puño izquierdo y rocé su costado. Su puño me dio de lleno en las costillas. —¿Hoy no te ha cabreado nadie? —Vino hacia mí corriendo y no me dejó otra opción más que defenderme.

Solté un gruñido. La rabia hervía a fuego lento en la parte posterior de mi mente, escondida hasta que tuviera tiempo de encargarme de ella con toda mi atención. —Sí, veo ese fuego en tus ojos, Cross.

Sácalo, hombre. Hazlo salir. «Ella es tu punto débil...».

Ataqué con un combinado de izquierda y derecha, haciendo que James diera un paso atrás. —¿Eso es todo lo que tienes? —se burló.

Amagué una patada y, a continuación, lancé un puñetazo que le sacudió la cabeza hacia atrás. —Sí, joder —jadeó mientras flexionaba los brazos y se animaba—. Eso es.
«Ella sí sangra...». Solté un rugido y arremetí.

***

Fresco tras la ducha, apenas había terminado de vestirme metiéndome una camiseta por la cabeza cuando empezó a sonar mi móvil. Lo cogí de la cama, donde lo había dejado, y respondí. —Un par de cosas —dijo Raúl tras saludarme mientras de fondo se oía cómo disminuía un ruido de gente y música que, después, desaparecía por completo—. He visto que Benjamin Clancy sigue vigilando a la señora Cross. No de manera constante, pero sí con regularidad.

—¿Ah, sí? —contesté en voz baja.

—¿Le parece bien? ¿O debo ir a hablar con él?

—Yo me encargo. —Clancy y yo teníamos una conversación pendiente. La tenía en mi lista, pero la adelantaría.

—Además, y puede que usted ya lo sepa, la señora Cross ha almorzado hoy con Ryan Landon y alguno de sus ejecutivos.

Sentí que aquel terrible silencio me invadía de nuevo. Landon. Joder.

Se habría colado por algún resquicio que no tenía vigilado. —Gracias, Raúl. Voy a necesitar el número privado del jefe de Maite, Mark Garrity.

—Se lo envío por mensaje cuando lo consiga.

Puse fin a la llamada y me metí el teléfono en el bolsillo, sin apenas poder resistir el deseo de lanzarlo contra la pared.

Arash me había advertido sobre Landon y yo le había quitado importancia a su preocupación. Me había concentrado en mi vida, en mi esposa, y aunque Landon tenía la suya propia, su principal punto de atención siempre había sido yo.

El sonido del teléfono del ático me sobresaltó. Fui a coger el de la mesilla de noche y contesté con un impaciente: «¿Sí?». —Señor Cross. Soy Edwin, de recepción. El señor Vidal ha venido a verlo.
Dios. Apreté la mano sobre el auricular. —Dígale que suba. —
Sí, señor. Ahora mismo.

Cogí los calcetines y los zapatos, los saqué a la sala de estar y me los puse. En cuanto Chris se fuera, iría a casa con Maite. Quería abrir una botella de vino, buscar una de las películas antiguas que ella se sabía de memoria y dedicarme simplemente a escucharla recitar los cursis diálogos. Nadie podía hacerme reír como ella.

Oí cómo llegaba el ascensor y me puse de pie pasándome una mano por el pelo mojado. Estaba tenso a pesar de la debilidad. —William.

—Chris se detuvo en la puerta del recibidor con aspecto triste y cansado, cosa poco habitual en él, y sólo por culpa de mi hermano —. ¿Está Maite aquí?

—Está en su casa. Yo iré para allá cuando tú te marches.

Asintió con una sacudida y su mandíbula se movió pero nada salió de su boca. —Pasa —dije haciendo un gesto en dirección al sillón orejero que había junto a la mesita—. ¿Te preparo algo de beber?

Dios sabía que yo mismo necesitaba una copa después del día que había tenido. Entró con paso cansado en la sala de estar. —Cualquier cosa fuerte será estupendo.

—Me parece bien.

Me dirigí a la cocina y nos serví a los dos una copa de Armañac.
Cuando estaba dejando el decantador, el teléfono me vibró en el bolsillo. Lo saqué y vi un mensaje de Maite. Era una foto que ella misma se había hecho con velas de fondo. ¿Vienes conmigo?

Repasé rápidamente los planes que tenía para la tarde. Llevaba todo el día enviándome mensajes provocativos. Yo estaba más que feliz tanto por satisfacerla como por recompensarla. Guardé la fotografía y le contesté: Ojalá pudiera. Prometo ponerte húmeda cuando llegue.

Me guardé el teléfono, me di la vuelta y vi a Christopher, que venía a reunirse conmigo junto a la isla de la cocina. Le pasé la copa y le di un sorbo a la mía. —¿Qué pasa, Chris?

Suspiró y envolvió el cristal con las dos manos. —Vamos a volver a rodar el videoclip de Rubia.

—¿Eh? —Aquello era un gasto innecesario, algo que él siempre evitaba por norma.

—Ayer oí a Kline y a Christopher discutiendo en la oficina —dijo con brusquedad—. Y lo comprendí. Kline quiere volver a rodarlo, y yo estoy de acuerdo.

—Christopher, no, estoy seguro —repuse apoyándome en la encimera con gesto serio.

Al parecer, Brett Kline estaba realmente colado por Maite, lo que no me gustaba un pelo. —Tu hermano lo superará.

Yo lo dudaba, pero no traería nada bueno decirlo. Sin embargo, Chris supo adivinar lo que yo no decía y asintió. —Sé que ese vídeo ha supuesto tensiones entre tú y Maite. Debería haber estado más atento.

—Agradezco que te muestres tan sensible al respecto.

Se quedó mirando su copa y, a continuación, dio un largo trago, casi vaciando su contenido de una sola vez. —He dejado a tu madre —dijo de pronto.

Tomé aire rápidamente al darme cuenta de que el motivo de su visita no tenía nada que ver con el trabajo. —Ireland me ha contado que habéis discutido.

—Sí. Siento que Ireland tuviera que oírlo. —Me miró y vi en sus ojos que lo sabía. El horror—. Yo no tenía ni idea, William. Te juro por Dios que no tenía ni idea.

El corazón me dio una sacudida dentro del pecho y empezó a latirme con fuerza. La boca se me quedó seca. —Yo..., eh... Fui a ver a Terrence Lucas. —La voz de Chris se tornó ronca—. Irrumpí en su despacho. Él lo negó, el muy mentiroso hijo de puta, pero pude verlo en su cara.

El brandy chapoteaba en mi copa. La dejé con cuidado al sentir que el suelo se movía bajo mis pies Maite se había enfrentado a Lucas, pero ¿Chris...? —Le di un puñetazo, lo tiré al suelo, pero, Dios...

Quería coger uno de esos premios que tiene en sus estanterías y abrirle la cabeza.

—Basta. —La palabra salió de mi boca como astillas de cristal.

—Y el cabrón que hizo... Ese gilipollas está muerto. No puedo llegar a él. Maldita sea. —Chris dejó la copa en la encimera de granito con un golpe sordo, pero fue el sollozo que salió de su boca lo que casi me destrozó—. Joder, William. Mi deber era protegerte. Y fallé.

—¡Basta! —Me aparté de la encimera con las manos apretadas—. ¡No me mires así, joder!

Chris temblaba visiblemente, pero no reculé. —Tenía que decírtelo...

Su camisa arrugada estaba entre mis puños y sus pies colgaban del aire. —¡Deja de hablar!

Las lágrimas rodaban por sus mejillas. —Te quiero como si fueras mi hijo. Siempre te he querido.

Lo empujé y le di la espalda cuando él fue tambaleándose hacia la pared. Luego me marché. Crucé la sala de estar sin mirar atrás.

—¡No espero que me perdones! —gritó a mis espaldas con las lágrimas empapando sus palabras—. No me lo merezco. Pero tienes que saber que lo habría hecho pedazos de haberlo sabido.

Me di la vuelta hacia él mientras sentía las náuseas que se adueñaban de mi vientre y me quemaban la garganta. —¿Qué coño quieres?

Chris echó los hombros hacia atrás. Me miró con los ojos enrojecidos y las mejillas mojadas, temblando pero demasiado aturdido como para salir corriendo. —Quiero que sepas que no estás solo.

Solo. Sí. Lejos de la pena, la culpa y el dolor que me miraban a través de las lágrimas. —Vete —le espeté.

Asintió y se dirigió hacia el recibidor. Yo me quedé inmóvil, con el pecho moviéndose sin parar y los ojos que me escocían. Las palabras se quedaban en mi garganta. La violencia palpitaba en mis doloridos puños apretados.

Chris se detuvo antes de salir y me miró. —Me alegro de que se lo hayas contado a Maite.

—No hables de ella. —No soportaba siquiera pensar en ella. No en ese momento en que estaba tan a punto de perder la cabeza.
Se fue. El peso de todo el día se abatió sobre mis hombros y me hizo caer de rodillas.

Y exploté.

14

Estaba soñando con William desnudo en una playa privada cuando el sonido de mi teléfono me despertó sobresaltándome. Me volví hacia mi lado de la cama, alargué el brazo y busqué el móvil a tientas sobre la mesilla.

Por fin mis dedos rozaron su familiar contorno, lo cogí y me incorporé.

La cara de Ireland se iluminó en la pantalla. Fruncí el ceño al mirar al otro lado de la cama. William no estaba en casa. Claro que quizá me hubiera encontrado dormida y estuviera pasando la noche en el apartamento de al lado... —¿Sí? —respondí, observando que eran más de las once, según el reloj del descodificador del televisor.

—Maite, soy Chris Vidal. Siento llamarte tan tarde, pero es que estoy preocupado por William. ¿Está bien?

Me dio un vuelco el corazón. —¿Qué quiere decir? ¿Qué le ocurre a William?

Se hizo una pausa. —¿No has hablado esta noche con él?

Me levanté de la cama y encendí la lámpara. —No, me quedé dormida. ¿Qué es lo que pasa?

Christopher maldijo con tal intensidad que se me pusieron los pelos de punta. —He ido a verlo esta tarde para hablar de... las cosas que tú me contaste. No se lo ha tomado bien.

—¡Ay, Dios mío!

Empecé a dar vueltas, obnubilada. Algo que ponerme, necesitaba algo para cubrir el atrevido body con el que pensaba seducir a William. —Tienes que encontrarlo, Maite —dijo en tono apremiante—. Te necesita en estos momentos.

—Ya voy.

Arrojé el teléfono sobre la cama y saqué a tirones del armario una gabardina antes de salir disparada de mi dormitorio. Cogí de mi bolso las llaves del apartamento de al lado y corrí por el pasillo. Las manos me temblaban tanto que tardé un buen rato en abrir la cerradura.

La casa estaba sombría y silenciosa como una tumba; las habitaciones, vacías. —¡¿Dónde estás?! —grité en medio de la oscuridad, notando que un sollozo de pánico luchaba por abrirse paso en mi garganta.

Regresé a mi apartamento y, con manos temblorosas, abrí en mi móvil la aplicación que le seguiría la pista al suyo. «No se lo ha tomado bien».

Por Dios, pues claro que no. Para empezar, ya no se había tomado bien que yo se lo contara a Chris. William se había puesto furioso. Agresivo. Y aquella noche había tenido una pesadilla horrible.

El punto rojo intermitente que vi en el mapa estaba justo donde yo esperaba que estuviera: en el ático. Me calcé unas chanclas y fui a por mi bolso a toda prisa. —¿Qué demonios llevas puesto? —preguntó Cary desde la cocina.

Di un respingo. —Por Dios, me has dado un susto de muerte.

Se acercó con aire desenfadado a la encimera. Llevaba puesto tan sólo un bóxer Grey Isles, y tenía el cuello y el pecho cubiertos de sudor. Puesto que el aire acondicionado funcionaba perfectamente y Trey estaba pasando la noche allí, adiviné por qué estaba tan acalorado. —Menos mal que te he pillado; no puedes salir así —dijo con voz cansada.

—Verás como sí. —Me colgué el bolso en bandolera y me dirigí a la puerta.

—¡Eres sorprendente, nena! —gritó a mi espalda—. Una mujer de las mías.

El portero de la casa de William no se inmutó al verme bajar del taxi delante del edificio. Por supuesto, me había visto antes en peores condiciones, lo mismo que el conserje, que sonrió y me saludó por mi nombre como si yo no pareciera una indigente chiflada. Aunque llevara una gabardina Burberry.

Caminé todo lo deprisa que me permitían mis chanclas hasta el ascensor privado del ático, esperé a que bajara y tecleé el código. El trayecto no duró mucho, pero a mí me pareció interminable. Ojalá hubiera podido caminar de un lado a otro de la pequeña pero elegantemente acondicionada cabina. Los impecables espejos me devolvían la imagen del desasosiego que mostraba mi cara.

William no me había llamado ni enviado ningún mensaje después de aquél en el que me prometía una noche ardiente. No había venido a mi casa ni siquiera para dormir en el apartamento de al lado. Y yo sabía que no le gustaba estar separado de mí.

Excepto cuando se sentía dolido emocionalmente. O avergonzado. En cuanto las puertas del ascensor se abrieron en el descansillo, me recibió una música heavy metal machacona y estruendosa. Me encogí y me tapé los oídos, pues el volumen de los altavoces instalados en el techo era tan fuerte que hacía daño.

Dolor. Furia. La atroz violencia de la música me agobiaba. Me dolía el pecho. Comprendí que la canción era la manifestación de lo que sentía William en su interior y no podía exteriorizar.

Era demasiado controlado, demasiado contenido. Y tenía las emociones estrictamente reprimidas, junto con sus recuerdos.
Hurgué en el bolso buscando el teléfono y terminé dejándolo caer y desparramando su contenido en la cabina del ascensor y por el suelo del vestíbulo. Lo dejé todo tal como había caído, excepto el móvil. Lo recogí y deslicé el dedo por la pantalla hasta dar con la aplicación que controlaba el sonido del entorno. Sintonicé una música más apacible, bajé el volumen y pulsé la tecla «Intro».

El ático quedó en silencio durante un buen rato y luego empezaron a sonar los suaves acordes de Collide, de Howie Day.

Me di cuenta de que William se acercaba antes de verlo, el aire rasgándose con la violenta energía de una inminente tormenta de verano. Dobló la esquina desde el pasillo que conducía a los dormitorios, y yo me quedé sin aliento.

Iba sin camisa y sin zapatos; el pelo, sedoso y alborotado, rozándole los hombros. Llevaba unos pantalones negros de chándal, sujetos a la parte baja de las caderas, que ponían de manifiesto el entramado de tensas fibras de sus abdominales. Tenía moratones en las costillas y cerca de los hombros, rastros de una batalla que reforzaban la impresión de cólera y furia fuertemente constreñidas.

La música que yo había elegido chocaba con las emociones que emanaban de él.

Mi hermoso guerrero, de salvaje elegancia. El amor de mi vida. Tan atormentado que, con sólo mirarlo, brotaban de mis ojos lágrimas ardientes.

Al verme, se detuvo sobresaltado, con las manos a los lados abriéndose y cerrándose, los ojos desorbitados y las aletas de la nariz hinchadas. El teléfono se me resbaló de la mano y cayó al suelo. —William...

Al oír mi voz, inspiró profundamente. Y se transformó. Yo noté cómo se producía el cambio, igual que una puerta cerrándose de golpe. Un momento antes, bullía por las emociones; ahora, estaba frío como el hielo, la superficie lisa como el cristal. —¿Qué haces aquí?
—preguntó en un tono peligrosamente sereno.

—Buscarte. —Porque se había perdido.

—En estos momentos no soy una buena compañía —repuso.

—Podré con ello.

Estaba demasiado quieto, como si le diera miedo moverse. —Deberías irte. Aquí no estás segura.

El pulso se me aceleró. Mis sentidos se pusieron en alerta. Sentí su calor desde el otro extremo de la habitación. Su deseo. Su urgencia. De pronto, me derretía bajo la ropa. —Estoy más segura contigo que en cualquier otro sitio. —Respiré hondo para infundirme valor—. ¿Te cree Chris?

Echó la cabeza hacia atrás. —¿Cómo te has enterado?

—Me ha llamado. Está preocupado por ti. Y yo también.

—Estaré bien —dijo con brusquedad, lo que indicaba que en ese momento no se encontraba bien.

Me dirigí hacia él, notando el fuego de su mirada mientras seguía mis movimientos. —Claro que estarás bien. Te has casado conmigo.

—Tienes que irte, Maite.

Negué con la cabeza. —Casi duele más cuando nos creen, ¿verdad? —proseguí—. Y entonces nos preguntamos por qué hemos tardado en contarlo. Tal vez podríamos haberlo parado antes si se lo hubiéramos dicho a la persona apropiada.

—Calla.

—Siempre queda ahí dentro esa vocecita que nos hace sentir
culpables por lo que pasó.

William cerró entonces los ojos con tanta fuerza como los puños. —No.

—No ¿qué?

—No seas lo que necesito. En este momento, no.

—¿Por qué no?

Sus vehementes ojos azules se abrieron súbitamente y me inmovilizaron a medio camino. —Pendo de un hilo, Maite.

—No tienes que pender de nada —le dije, tendiéndole las manos—. Suéltate. Yo te agarraré.

—No —replicó negando con la cabeza—. No puedo..., no puedo ser delicado.

—Estás deseando tocarme.

Tensó la mandíbula. —Quiero follarte. Ahora mismo no deseo otra cosa.

Sentí el calor subiendo hasta mis mejillas. Una prueba de lo mucho que me deseaba era que pudiera encontrarme apetecible a pesar de mi ridículo atuendo. —Ya sabes que estoy dispuesta. Siempre.

Me llevé los dedos a la solapa de la gabardina. La había abrochado parcialmente en el taxi para que no se viera lo que llevaba debajo. Pero ahora estaba sudando; tenía la piel húmeda de sudor. —No.

—¿No crees que sé cómo tratarte? ¿Después de todo lo que hemos conseguido juntos? ¿De todo lo que hemos hablado?

Dios. Todo su cuerpo estaba rígido y tenso; cada uno de sus músculos, fuerte y duro. Y sus ojos, tan brillantes sobre el fondo bronceado de su rostro, y tan angustiados. Mi hombre oscuro y peligroso. Entonces me sujetó por el codo y echó a andar. —¿Qué...?

—Tropecé.

William me arrastró de vuelta al ascensor. —Tienes que irte.

—¡No!

Me resistí, quitándome las chanclas a patadas y clavando los pies en el suelo. —¡Maldita sea!

Se volvió hacia mí y me levantó en vilo de un tirón, de modo que quedamos nariz con nariz. —No puedo prometer que vaya a parar. Si llego demasiado lejos, puede que tu palabra de seguridad no me detenga, y esto, es decir, nosotros, se irá al infierno.

—¡William! ¡Por el amor de Dios, no temas desearme tanto!

—Quiero castigarte —replicó él gruñendo al tiempo que me sujetaba la cara con ambas manos—. ¡Tú has hecho esto! Tú lo has provocado. Presionando a la gente..., presionándome a mí. ¡Mira lo que has conseguido!

En ese momento me alcanzó el olor a alcohol, el intenso efluvio de algún carísimo licor. Nunca había visto a William verdaderamente borracho, valoraba demasiado su autocontrol como para perderlo del todo, pero ahora sí lo estaba. El primer atisbo de cansancio comenzó a extenderse por mi cuerpo. —Sí —admití temblorosa—, es culpa mía. Te quiero demasiado. ¿Vas a castigarme por eso?

—Dios mío...

Cerró los ojos, apoyó su frente cálida y húmeda en la mía y la frotó enérgicamente. Mi piel se cubrió con su sudor y me dejó marcada con su agradable aroma masculino.

Entonces noté que cedía y se relajaba ligeramente. Volví la cabeza y le besé la enfebrecida mejilla. Se puso tenso otra vez. —No.

A continuación me arrastró hacia el ascensor y, con el pie, apartó el contenido de mi bolso, que estaba desparramado en el suelo. —¡Basta ya! —grité tratando de soltar el brazo.

Pero William no me escuchaba. Hundió el dedo en el botón de llamada. La puerta se abrió de inmediato, el ascensor privado siempre estaba esperando para bajarlo. Me empujó adentro y yo choqué con la pared del fondo.

Desesperada, tiré del cinturón de mi gabardina, sacando fuerzas de la urgencia. Rompí los botones, que salieron rodando en todas direcciones. Las puertas ya estaban cerrándose cuando me volví para quedar frente a él y abrí la gabardina de modo que viera lo que llevaba debajo.

William extendió rápidamente un brazo para bloquear la puerta y dejarla abierta. El body que llevaba era de color rojo sangre, nuestro color, y apenas si tenía tela. Una malla transparente dejaba ver los pechos y el sexo, y se ceñía a la cintura con unas tiras. —Puta —musitó entrando en el reducido espacio y haciéndolo todavía más pequeño—, no sabes cuándo parar.

—Soy tu puta —le solté con las lágrimas cayendo ya por mis mejillas. Me resultaba muy doloroso que estuviera tan enfadado conmigo, a pesar de que yo lo comprendiera. Él necesitaba una válvula de escape y yo me había colocado a modo de diana. Me lo había advertido..., había tratado de protegerme...—. Puedo soportarte, William Cross. Puedo soportar cualquier cosa tuya.

Me empujó contra la pared y el impacto fue tan fuerte que me quedé sin respiración. Cubrió mi boca con la suya y hundió la lengua bien adentro. Comenzó a estrujarme los pechos rudamente mientras me separaba las piernas con una rodilla. Arqueé la espalda, tratando de librarme de la gabardina. Tenía mucho calor; el sudor se deslizaba por mi espalda y por mi vientre. William me la arrancó, la tiró a un lado y juntó nuestros labios de nuevo. Dejé escapar un gemido de gratitud y le eché los brazos al cuello con el corazón henchido de alivio por el abrazo. Me agarré a su pelo y me encaramé a su cintura.

William despegó la boca de la mía y luego apartó mis manos de él. —No me toques.

—Que te jodan —le espeté, demasiado herida para controlar las palabras. Sólo para fastidiarlo, me solté y le pasé las manos por sus recios hombros y sus bíceps.

Me empujó hacia atrás y me sujetó nuevamente contra la pared poniendo una sola mano en mi pecho. Por mucha fuerza que hiciera, o lo arañara, no conseguiría moverlo. Solamente pude observar cómo se quitaba el cordón de los pantalones. El deseo y la aprensión se mezclaron en mi interior a partes iguales. —¿William...?

Él me dirigió una mirada atormentada y siniestra. —¿Quieres hacer el favor de no tocarme?

—No, no quiero.

Asintió con la cabeza y me soltó, pero sólo para volverme de cara a la pared. Aprisionada por su cuerpo, tenía poca libertad de movimientos. —No luches conmigo —me ordenó con la boca junto a mi oreja.

Entonces me ató las manos a la barra con el cordón. Me quedé helada, asustada de que estuviera encerrándome de verdad. La sorpresa y la incredulidad hicieron que dejara de forcejear. Me di cuenta de que la cosa iba en serio cuando lo vi anudar el cordón.
A continuación, me agarró por las caderas, me apartó el pelo de los hombros con la boca y me clavó los dientes en el hombro. —Yo digo cuándo.

Dejé escapar un grito ahogado, pugnando por desatarme. —Pero ¿qué haces?

No me contestó. Simplemente se fue. Me retorcí todo lo que pude y llegué a verlo entrando en el salón justo cuando las puertas del ascensor se cerraban. —Oh, Dios mío —me lamenté en voz baja—. No es posible.

No podía creer que me despachara de ese modo..., atada en el ascensor y vestida tan sólo con mi ropa interior. Sabía que en esos momentos estaba jodido, sí, pero no podía creer que mi terriblemente celoso marido me exhibiera de tal manera ante quienquiera que estuviera en la recepción sólo para librarse de mí.

Pasaron los segundos, luego los minutos. La cabina no se movía y, después de quedarme ronca de tanto gritar, me di cuenta de que no serviría de nada. El ascensor esperaba que alguien pulsara un botón, preparado para recibir las órdenes de William. Igual que yo.

Pensaba darle una patada en el maldito trasero cuando me soltara. Nunca había estado tan cabreada. —¡William!

Me incliné hacia adelante y levanté una pierna extendida para llegar al botón que abría las puertas. Lo pulsé con el dedo gordo, y se abrieron. Tomé una buena bocanada de aire para gritar... ... y me quedé sin él inmediatamente de un sobresalto.

William venía dando zancadas desde el salón en dirección al vestíbulo... completamente desnudo y empapado de los pies a la cabeza. Tenía la polla tan dura que le llegaba hasta el ombligo. Tenía la cabeza echada hacia atrás porque iba bebiendo agua de una botella, y su paso era tranquilo y relajado, aunque a todas luces el de un depredador.

Me puse derecha cuando se acercó, jadeando tanto por la profusión de mis emociones como por la intensidad de mi deseo. Gilipollas o no, sentía un ansia de él tan vehemente que no podía luchar contra ella. Era complicado y sexi, defectuoso y perfecto al mismo tiempo.

—Toma.

—Toma. Me llevó a los labios un vaso alto de cristal en el que no había reparado porque estaba demasiado ocupada comiéndome con los ojos su magnífico cuerpo. El vaso estaba casi lleno de un líquido rojizo y dorado que chocó contra mis labios cuando lo inclinó.

Abrí la boca por instinto y él vertió en ella el licor. La prueba de que era fuerte es que quemaba la lengua y la garganta. Tosí y él esperó con los ojos entornados. Olía a limpio y fresco, reanimado por una ducha. —Termínatelo.

—¡Es demasiado fuerte! —protesté.

Vertió otro gran trago entre mis labios. Le propiné una patada y solté un taco al hacerme daño en el pie sin que a él lo hubiera lastimado en absoluto. —¡Ya basta! —exclamó.

Dejó caer la botella de agua vacía y me cogió la cara entre las manos. Con el pulgar, me limpió las gotas de licor de la barbilla. —Tienes que dejar que me calme y tú también tienes que serenarte. Si seguimos así, nos destrozaremos el uno al otro.

Una estúpida lágrima se me escapó por el rabillo del ojo. William refunfuñó y se inclinó hacia mí. Con la lengua lamió el rastro de la gota en mi mejilla. —Estoy hecho polvo y tú me das de puñetazos. No lo soporto, Maite.

—Yo tampoco soporto que me excluyas —dije en un susurro mientras tiraba del puñetero cordón. El licor repartía fuego por mis venas. Ya notaba los tentáculos de la embriaguez apoderándose de mis sentidos.

William puso la mano sobre la mía para aquietar mis movimientos nerviosos. —Para de una vez, vas a hacerte daño.

—Desátame.

—Si me tocas, no lo soportaré. Estoy pendiendo de un hilo —dijo otra vez, y parecía desesperado—. No puedo perder el control. Contigo, no.

—¿Con otra persona? —Mi voz se tornó estridente—. ¿Necesitas a otra persona?

Yo tampoco podía soportarlo. William era el puntal de nuestra relación. Pensaba que yo podía ser lo mismo para él. Quería resguardarlo, ser su refugio. Pero él no necesitaba refugiarse de ninguna tormenta; él era la tormenta. Y yo no tenía la fuerza suficiente para resistir el peso de su aplastante estado de ánimo.

—No, por Dios. —Me besó. Con fuerza—. Tú necesitas que yo controle la situación. Yo necesito controlarla cuando estoy contigo.

Empecé a sentir pánico. Él lo sabía. Sabía que yo no era suficiente. —Con las otras eras distinto. No te refrenabas...

—¡Joder! —Se alejó de repente y dio un golpe con el puño en la botonera. Las puertas se abrieron en el acto con la voz de Sarah McLachlan cantando algo sobre la posesión. William lanzó entonces el vaso contra la pared del vestíbulo y lo hizo pedazos—. ¡Sí, era distinto! ¡Tú me hiciste ser distinto!

—Y me odias por eso. —Me eché a llorar; mi cuerpo, vencido, sostenido por la pared de la cabina.

—No. —Me envolvió con el cuerpo, frío por el agua, curvándolo sobre mi espalda. Frotó la cara contra mí, su abrazo era tan estrecho que apenas si podía respirar—. Te quiero. Eres mi esposa. Mi puñetera vida. Lo eres todo.

—Yo sólo quiero ayudarte —exclamé—. Quiero estar aquí por ti, pero tú no me dejas.

—Por Dios, Maite. —Empezó a mover las manos, a deslizarlas por todas partes. A acariciarme. A tranquilizarme—. No puedo impedírtelo. Te necesito demasiado.

Me aferraba a la barra con las dos manos y tenía la cara pegada al espejo. El licor comenzaba a producir su magia. De pronto me invadió una cálida languidez que ahogó la ira y el poco ánimo que me quedaba hasta que se desvaneció y acabé triste, desesperada y aterradoramente enamorada.

William metió la mano entre mis piernas, buscó y acarició. De un enérgico tirón soltó los corchetes del body. La repentina liberación me hizo gemir. Tenía el sexo húmedo e hinchado por los hábiles movimientos de sus manos y por el recuerdo de cómo me había mirado mientras se acercaba a mí.

Dejé caer la cabeza hacia atrás, sobre su hombro, y vi su imagen en el espejo. Tenía los ojos cerrados y los labios separados. La vulnerabilidad grabada en su hermoso rostro me desarmó. Sufría terriblemente y yo no podía soportarlo. —¿Qué puedo hacer? —le susurré—. Dime cómo ayudarte.

—Chis —dijo, pasándome la lengua por el borde de la oreja—. Deja que me calme.

El suavísimo roce de su pulgar sobre la malla que cubría mis pezones estaba volviéndome loca. Sus dedos deslizándose entre los resbaladizos pliegues de mi sexo me hacían estremecer. Sabía bien dónde tocar y cuánta presión ejercer.

Grité cuando introdujo dos dedos en mi interior y flexioné los pies hasta ponerme de puntillas. Las rodillas se me doblaban y las piernas me temblaban debido a la tensión. El aire dentro del ascensor estaba cargado de vapor, saturado del deseo que irradiaba William en oleadas. —Joder... —gimió cuando mi sexo se apretó alrededor del suyo. Empujaba las caderas contra mí para intensificar su erección entre mis glúteos—. Voy a magullarte ese dulce coño tuyo, Maite. No puedo contenerme.

Me pasó un brazo por la cintura y me levantó, echándome hacia atrás de modo que los brazos estuvieran rectos y yo inclinada hacia adelante. Me separó las piernas mientras pasaba los dedos por la humedad de mi coño. Noté una mano que me rozaba la cadera, y luego el capullo de su polla desplazándose por la hendidura de mis nalgas hasta quedar entre los labios de mi sexo.

Contuve el aliento, retorciéndome contra aquella placentera presión. Lo había deseado todo el día, me moría por sentir su enorme verga dentro de mí, necesitaba que me hiciera correrme. —Espera —gruñó, tratando de alcanzar tanto mi cintura como uno de mis hombros mientras flexionaba los dedos con impaciencia—. Deja que...

Mi sexo se contrajo, apretándose más alrededor del grueso capullo. William lanzó una exclamación y se abrió paso con un fuerte impulso que lo llevó muy adentro. Yo grité de dolor y placer al mismo tiempo y me arqueé, sintiendo la quemazón de mis tensos músculos internos. —Sí —musitó él, atrayéndome otra vez hasta que los labios de mi sexo ciñeron la voluminosa raíz de su miembro. Trazaba círculos con las caderas, el peso de sus pelotas cayendo sobre mi abultado clítoris—. Bien prieto...

Yo gemí tratando de agarrarme a la barra, y todo mi cuerpo se estremeció cuando empezó a follarme. La sensación era arrolladora, ahora completamente llena, ahora vacía de repente. Las piernas me fallaban, sentía espasmos de placer mientras William me penetraba con fuerza, hasta el fondo. Todas las emociones reprimidas en su interior me las traspasaba con cada impulso. Las implacables acometidas de su polla masajeaban mis fibras más sensibles.

Me corrí antes de darme cuenta de que llegaba el orgasmo. Grité ahogadamente su nombre mientras el placer recorría mi cuerpo en violentas sacudidas.

Dejé caer la cabeza entre los brazos; tenía los músculos débiles e inservibles. William me sostenía con las manos, con su erección, usando mi cuerpo, poseyéndolo, gruñendo primitivamente cada vez que alcanzaba lo más profundo de mí. —Así, bien adentro... —jadeaba—. Cómo me gusta.

Con el rabillo del ojo me pareció ver entonces un movimiento, mis ojos aturdidos enfocaban nuestro reflejo. Con un grito tenue, dolorido, empecé a correrme otra vez, si es que había parado en algún momento. William era el ser más sensual que había visto en mi vida, con aquellos bíceps duros soportando mi peso, los muslos tensos por el esfuerzo, los glúteos apretados mientras subía y bajaba, los abdominales que se ondulaban, potentes, cuando movía las caderas en cada impulso.

Estaba hecho para follar, pero él había perfeccionado la técnica, usando cada centímetro de su extraordinario cuerpo para proporcionar placer a una mujer. Era algo innato en él, instintivo.

Incluso estando borracho y desbordado por la angustia, su ritmo era acompasado y preciso, su concentración, absoluta.

Cada embate lo llevaba hasta lo más profundo de mí, tocando los puntos más delicados una y otra vez y llevándome al éxtasis hasta que ya no pude resistir sus acometidas. Otro clímax me arrastró como un maremoto. —Así —dijo él—, exprímeme la polla, cielo. Ah..., voy a correrme.

Sentí cómo su verga se engrosaba y se alargaba, y me estremecí de pies a cabeza al tiempo que respiraba agitadamente.

William echó hacia atrás la cabeza y rugió como un animal, eyaculando vigorosamente. Me agarró por las caderas y me empujó hacia abajo sobre su polla chorreante, corriéndose intensa y dilatadamente y llenándome el sexo con su simiente hasta que ésta rebosó muslos abajo.

A continuación aminoró jadeante el impulso de sus caderas y se inclinó para apretar la mejilla contra mi hombro. Yo caí de rodillas. —William...

Me levantó. —No he terminado —dijo bruscamente, todavía con su erección dentro de mí.
Y empezó otra vez.

Me desperté al sentir su pelo en mis hombros y la presión de unos labios cálidos y firmes. Agotada, traté de darme la vuelta hacia el otro lado, pero su brazo alrededor de la cintura me lo impidió. —Maite —me llamó con voz áspera; tenía la mano sobre mis senos y, con hábiles dedos, me acariciaba un pezón.

Estaba oscuro y nos encontrábamos en la cama, aunque apenas si lo recordaba llevándome hasta allí. Me había desvestido, lavado con una toalla húmeda e inundado de besos la cara y las muñecas. Ahora estaban vendadas, cubiertas de pomada y cuidadosamente envueltas.

Me había excitado sentir sus tiernas caricias en las rozaduras, la mezcla de placer y dolor. Y él se había dado cuenta de ello.

Con ojos de lujuria, me había separado las piernas y me lo había comido con una insistente exigencia que me había anulado la capacidad de pensar o moverme. Me había lamido y chupado el coño sin parar hasta que había perdido la cuenta de cuántas veces me había corrido alrededor de su pícara lengua. —William... —Volví la cabeza y lo miré. Estaba apoyado en un codo, y los ojos le brillaban a la tenue luz de la luna—. ¿Te has quedado conmigo?

Los ojos le brillaban a la tenue luz de la luna—. ¿Te has quedado conmigo? Puede que fuera insensato esperar que se hubiera quedado conmigo mientras dormía, pero lo cierto era que me encantaba compartir la cama con él. Y lo anhelaba.

Asintió con la cabeza. —No podía dejarte.

—Me alegro.

Me hizo volverme hacia él y comenzó a besarme suavemente. Los persuasivos lametones de su lengua me excitaron otra vez y me hicieron gemir. —No puedo dejar de tocarte —susurró, sujetándome por la nuca para mantenerme inmóvil mientras él profundizaba en el beso y tiraba suavemente con los dientes de mi labio inferior.

—Cuando te toco, ya no pienso en ninguna otra cosa.

La ternura se fundía con el amor. —¿Puedo tocarte yo a ti también?

—Por favor —dijo suplicante, cerrando los ojos.

Me abalancé sobre él y lo cogí por la cabeza como él me había cogido a mí. Le pasé la lengua por la suya; nuestras bocas estaban calientes y húmedas. Nuestras piernas se enredaron. Arqueé el cuerpo para apretarme contra la dureza de su erección.

William empezó a tararear suavemente y a aquietarme girando para sujetarme contra la cama. Se echó hacia atrás y rompió el sello de nuestras bocas para mordisquearme, chuparme y seguir la línea de mis labios con la punta de la lengua.

Yo gimoteé en protesta porque quería que entrara más, con más fuerza. En cambio, él lamía pausadamente, acariciándome el paladar, la parte interior de las mejillas. Apreté las piernas y lo atraje más cerca. Él movió las caderas y presionó su miembro erecto contra mi muslo.

A continuación me besó hasta que mis labios se hincharon mientras el sol ya estaba saliendo. Me besó hasta que se corrió en un cálido torrente sobre mi piel. No una, sino dos veces.

Notar que se corría, oír sus gemidos de placer sabiendo que podía llevarlo al orgasmo con tan sólo besarlo... Me froté contra su muslo hasta que yo también alcancé el clímax.

Con el nuevo día, William había cerrado la brecha que había abierto entre nosotros en el ascensor. Me hizo el amor sin sexo. Me demostró su devoción convirtiéndome en el centro de su mundo. No había nada más allá de los bordes de nuestra cama. Sólo nosotros y un amor que nos dejaba desnudos al tiempo que nos completaba.

Cuando volví a despertarme, lo encontré durmiendo a mi lado, con los labios tan hinchados de tanto besarnos como los míos. Su rostro en reposo era dulce, pero su ceño levemente fruncido me decía que no estaba descansando tan profundamente como yo habría deseado.

Estaba de lado, con el cuerpo estirado, esbelto y macizo, y la sábana enredada entre las piernas.

Era tarde, casi las nueve, pero me faltaba valor tanto para despertarlo como para dejarlo dormir. No llevaba en mi trabajo el tiempo suficiente como para faltar un día, pero decidí hacerlo de todos modos.

Había antepuesto mis necesidades en lo que a mi profesión se refería, arriesgándome a que un día eso interfiriera entre nosotros. Sabía que mi deseo de ser independiente no era malo, pero en ese momento tampoco parecía bueno.

Me puse una camiseta y un culote de cintura baja, salí sigilosamente de la habitación y me dirigí, pasillo adelante, hasta el despacho que William tenía en casa, donde su móvil estaba quejándose de que nadie hacía caso de la alarma de su despertador. La apagué y fui a la cocina.

Había anotado mentalmente todas las cosas que tenía que hacer, así que primero llamé a Mark y le dejé un mensaje diciéndole que faltaría al trabajo por una urgencia familiar. Luego llamé a Scott y también le dejé un mensaje diciendo que William no iba a estar allí a las nueve y que era posible que no apareciera en absoluto. Añadí que me telefoneara y podríamos hablar de ello.

Yo esperaba tener a William en casa todo el día, aunque dudaba que él estuviera de acuerdo. Necesitábamos tiempo para nosotros. Tiempo terapéutico. Recogí mi móvil del vestíbulo y llamé a Angus. Respondió al primer tono. —Hola, señora Cross. ¿Están preparados usted y el señor Cross?

—No, Angus, ahora mismo no vamos a movernos de aquí. De hecho, no estoy segura de que vayamos a salir de casa hoy. Quería preguntarte si sabes dónde compra William esos frascos para la resaca.

—Sí, claro. ¿Necesita alguno?

—Puede que él lo necesite cuando se despierte, sí. Por si acaso, me gustaría tener uno a mano.

Se hizo una pausa. —Si me permite la pregunta —dijo el chófer con su acento escocés—, ¿tiene esto algo que ver con la visita de anoche del señor Vidal?

Me llevé la mano a la frente, notando los síntomas de una jaqueca inminente. —Tiene mucho que ver.

—¿Lo cree Chris? —preguntó quedamente.

—Sí.

Angus suspiró. —Ah, es eso entonces. El chico no debía de estar preparado. Niega lo que pasó para poder soportarlo.

—Se lo tomó mal.

—Sí, de eso estoy seguro. Es bueno que esté con él, Maite. Usted hace lo más conveniente para él, aunque puede que le lleve algún tiempo darse cuenta. Compraré el frasco.

—Gracias.

Tras colgar el teléfono, me dediqué a ordenar un poco la casa. Primero fregué el decantador vacío y el vaso que encontré sobre la isla de la cocina; después fui al vestíbulo con la escoba y el recogedor para retirar los trocitos del vaso roto. Hablé con Scott, que llamó cuando yo estaba recogiendo todas las cosas que se habían caído de mi bolso, y luego me concentré en frotar la pared y el suelo del vestíbulo para quitar las manchas secas de brandy.
La noche anterior, William había dicho que estaba agotado. No quería que se despertara y encontrara su casa así. «Nuestra casa —me corregí—. Nuestro hogar». Tenía que empezar a considerarla de esa manera. Y William también. Mantendríamos una conversación sobre su intento de echarme de allí. Si yo iba a esforzarme más por entrelazar nuestras vidas, él debería hacer lo mismo.

Ojalá pudiera hablar con alguien de todo aquello, un amigo que me escuchara y me diera buenos consejos. Cary o Shawna. Incluso Steven, que tenía algo que hacía muy fácil hablar con él. También estaba el doctor Petersen, pero no era lo mismo.

De momento, William y yo teníamos secretos que sólo podíamos compartir el uno con el otro, y eso nos mantenía aislados y codependientes. No era únicamente la inocencia lo que nos habían robado quienes habían abusado de nosotros. También se habían llevado nuestra libertad. Aunque aquello hubiera ocurrido hacía mucho tiempo, todavía éramos prisioneros de las falsas fachadas tras las cuales vivíamos. Prisioneros aún de las mentiras, aunque de distinto modo.

Acababa de limpiar las manchas del espejo del ascensor cuando éste empezó a bajar conmigo dentro. En camiseta y bragas. —¿Será posible? —murmuré, quitándome los guantes de goma para atusarme el pelo. Después de haberme revolcado con William durante toda la noche, estaba hecha un desastre.

Las puertas se abrieron entonces y Angus se dispuso a entrar, pero se quedó con un pie en el aire cuando me vio. Cambié de postura, tratando de tapar la cuerda que seguía atada al pasamanos, detrás de mí. William me había soltado usando unas tijeras. Había liberado mis muñecas, pero dejó pruebas. —¡Ah, hola! —le dije, muerta de vergüenza.

No había modo de explicar qué estaba haciendo en el ascensor, escasamente vestida y con unos guantes de goma amarillos. Y, por si fuera poco, tenía los labios tan rojos e hinchados por haberme pasado horas y horas besándome con William que no se podía ocultar a qué me había dedicado toda la noche anterior. Angus me miraba divertido con sus ojos azul claro. —Buenos días, señora Cross.

—Buenos días, Angus —respondí con toda la dignidad de que fui capaz.

Me tendió un frasco con el «remedio» para la resaca, que estaba segura de que no era más que alcohol mezclado con vitaminas.

—Aquí tiene.

—Muchas gracias. —Mis palabras eran sinceras, e iban cargadas de gratitud adicional por no haber hecho preguntas.

—Llámeme si me necesita. Estaré por aquí cerca.

—Eres estupendo, Angus.

Me apresuré a subir de nuevo al ático y, cuando la puerta del ascensor se abrió, oí que sonaba el teléfono de casa.Salí corriendo y entré descalza en la cocina para descolgar el auricular, con la esperanza de que el ruido no hubiera despertado a William. —¿Diga?

—Maite, soy Arash. ¿Está Cross contigo?

—Sí. Creo que aún está dormido. Iré a ver. —Me dirigí hacia el pasillo.

—No estará enfermo, ¿verdad? Porque no lo está nunca.

—Hay una primera vez para todo.

Me asomé al dormitorio y vi a mi marido durmiendo a pierna suelta, abrazado a mi almohada y con la cabeza hundida en ella. Caminé de puntillas hasta su mesilla de noche y dejé allí el remedio contra la resaca. Volví a salir tan sigilosamente como había entrado y cerré la puerta. —Está frito todavía —dije en voz baja.

—¡Hala! En fin, cambio de planes. Tengo unos documentos que tenéis que firmar antes de las cuatro de esta tarde. Os los enviaré por mensajero. Dame un toque cuando terminéis con ellos y mandaré a alguien a recogerlos.

—¿Que yo tengo que firmar algo? ¿Qué es?

—¿No te lo ha dicho? —Se echó a reír—. Bueno, pues no voy a estropear la sorpresa. Ya lo verás cuando lleguen los papeles.
Llamadme si tenéis alguna duda.

—Vale, gracias —gruñí con suavidad.

Colgamos y me quedé mirando el pasillo, en dirección al dormitorio, con los ojos entornados. ¿Qué debía de estar tramando William? Me volvía loca que pusiera algún proyecto en marcha y se ocupara de asuntos sin comentarme nada.

Mi móvil empezó a sonar entonces en la cocina. Corrí a través del salón y eché un vistazo a la pantalla. El número no me resultaba conocido, pero era evidente que pertenecía a la ciudad de Nueva York. —¡Santo Dios! —murmuré, sintiéndome como si hubiera pasado todo un día trabajando cuando tan sólo eran las diez y media de la mañana. ¿Cómo demonios se las arreglaría William para atender tantos asuntos distintos al mismo tiempo?

—Maite, soy Chris otra vez. Espero que no te importe que Ireland me haya dado tu número.

—No, en absoluto. Siento no haberlo llamado yo antes, no pretendía preocuparlo.

—¿Está bien?

Me senté en un taburete junto a la isleta de la cocina. —No. Ha pasado una noche horrible.

—Antes he llamado a su oficina y me han dicho que estaba fuera.

—Estamos en casa. Él, todavía durmiendo.

—Eso no significa nada bueno.

Chris conocía bien a mi hombre. William era un animal de costumbres, con una vida rigurosamente ordenada y segmentada. Cualquier desviación de sus pautas establecidas era algo tan inusual en él que resultaba alarmante. —Se le pasará —le aseguré—. Yo me encargaré de ello. Simplemente necesita tiempo.

—¿Hay algo que yo pueda hacer?

—Si se me ocurre algo, se lo diré.

—Gracias. —Parecía cansado y preocupado—. Gracias por hablar conmigo y por estar ahí con él. Ojalá lo hubiera estado yo cuando pasó todo aquello. Tendré que vivir con el hecho de que no estuve.

—Todos tenemos que vivir con ello. No es culpa suya, Chris. Esto no hace las cosas más fáciles, ya lo sé, pero es necesario que lo tenga presente o se machacará a sí mismo. Así no ayudará a William.

—Eres muy madura para tu edad, Maite. Me alegro mucho de que estés con él.

—La afortunada soy yo —dije quedamente—. Con mayúsculas.

Al terminar la conversación, no pude por menos que pensar en mi madre. Ver lo que William estaba sufriendo me hacía valorarla especialmente. Ella había estado a mi lado; había luchado por mí.

También se sentía culpable y eso la había hecho ser sobreprotectora hasta un punto que rayaba la locura, pero en el fondo yo no estaba tan hecha polvo como William gracias al amor de mi madre. La telefoneé y contestó enseguida. —Maite, has estado evitándome deliberadamente. ¿Cómo se supone que voy a organizar tu boda sin tu participación? Hay que tomar muchas decisiones, y si me equivoco...

—Hola, mamá —la interrumpí—, ¿cómo estás?

—Estresada —dijo, y su voz, entrecortada por naturaleza, denotaba algo más que una pequeña acusación—. ¿Cómo iba a estar? Estoy organizando uno de los días más importantes de tu vida yo solita y...

—Estaba pensando que podríamos quedar el sábado y hablar largo y tendido sobre todo eso, si te va bien a ti.

—¿De verdad? —La alegría de su tono me hizo sentir culpable.

—Sí, de verdad.

Había pensado que la segunda boda era más por mi madre que por cualquier otra persona, pero estaba equivocada. La boda era importante para William y para mí también; otra oportunidad para confirmar nuestro inquebrantable vínculo. Y no para que el mundo lo viera, sino para nosotros dos.

Él debía dejar de apartarme para protegerme, y yo debía dejar de tener miedo de desaparecer al convertirme en la señora de William Cross. —¡Sería estupendo, Maite! Podríamos comer aquí con la organizadora de la boda y pasar la tarde estudiando todas las posibilidades.

—Yo quiero algo sencillo, mamá, íntimo. —Antes de que pudiera protestar, proseguí con la solución de William—: Podemos tirar la casa por la ventana con el banquete, pero quiero que la ceremonia sea algo más privado.

—¡Maite, la gente se ofenderá si la invitamos al banquete pero no a la ceremonia!

—La verdad es que no me importa. Yo no me caso por ellos. Me caso porque estoy enamorada del hombre de mis sueños y vamos a pasar juntos el resto de nuestra vida. No quiero que se desvíe el centro de la cuestión.

—Cariño... —suspiró, como si yo fuera tonta—, ya hablaremos de esto el sábado.

—Vale, pero no voy a cambiar de idea.

Entonces un escalofrío me recorrió la espalda y me volví. William estaba en el umbral de la cocina, observándome. Se había puesto los pantalones de chándal de la noche anterior y tenía el pelo revuelto y los párpados hinchados. —Tengo que dejarte —le dije a mi madre—. Hasta el fin de semana, entonces. Te quiero mucho.

—Yo también a ti, Maite. Por eso sólo te deseo lo mejor.
Apagué el teléfono y lo dejé sobre la isleta. Bajé del taburete y me puse frente a él. —Buenos días.

—No has ido a trabajar —dijo con la voz más ronca y sexi de lo normal.

—Tampoco tú.

—¿Vas a ir más tarde?

—Pues no. Ni tú. —Me acerqué a él y lo abracé por la cintura. Aún conservaba el calor de la cama. Mi sueño hecho realidad, adormilado y sensual—. Vamos a estar escondidos todo el día, campeón. Solos tú y yo, en pijama y tranquilitos.

Con una mano me agarró por la cadera y con la otra me apartó el pelo de la cara. —No estás enfadada.

—Y ¿por qué iba a estarlo? —Me puse de puntillas y lo besé en la mandíbula—. ¿Estás tú enfadado conmigo?

—No. —Me sujetó por la nuca y apretó la mejilla contra la mía—. Me alegro de que estés aquí.

—Estaré siempre aquí. Hasta que la muerte nos separe.

—Estás preparando la boda.

—Lo has oído, ¿eh? Si tienes algo que decir, hazlo ahora o calla para siempre.

William guardó silencio durante un buen rato, el suficiente como para imaginar que no tenía nada que añadir. Volví la cabeza y le di un beso rápido y suave en los labios. —¿Has visto lo que te he dejado junto a la cama?

—Sí, gracias.

La sombra de una sonrisa asomó a su boca. Tenía el aspecto de un hombre que ha follado bien, lo cual me llenaba de orgullo. —Te he disculpado en el trabajo también, pero Arash ha dicho que tenía que enviarnos unos papeles. No ha querido decirme de qué se trataba.
—Tendrás que esperar para averiguarlo.

Le acaricié la frente con las yemas de los dedos. —¿Cómo estás?
Él se encogió de hombros. —No sé. Ahora mismo me siento de puta pena.

—Date el baño que no te diste anoche.

—Hum..., ya me siento mejor.

Entrelazamos los dedos y lo conduje de nuevo hacia el dormitorio. —Quiero ser el hombre de tus sueños, cielo —dijo, sorprendiéndome —. Lo deseo más que cualquier otra cosa.

—Eso está hecho.
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Mensaje por tamalevyrroni Sáb Nov 07, 2015 12:35 pm

***

Yo miraba el contrato que tenía delante con el corazón acelerado y una combinación de amor y alegría que me mareaba. Alcé la vista de la mesa cuando entró William en la habitación, con el pelo todavía húmedo tras el baño y sus largas piernas enfundadas en unos pantalones de pijama de seda negra. —¿Vas a comprar la casa de los Outer Banks? —le pregunté, puesto que necesitaba que me lo confirmara a pesar de tener la prueba ante mis ojos.

En su boca sensual se dibujó una sonrisa. —Vamos a comprar esa casa. Acordamos comprarla.

—Hablamos de ello —repuse.

El precio fijado era un poco exagerado, lo que indicaba que no había sido fácil persuadir a los dueños. William había pedido que incluyeran el libro Desnuda ante la muerte y el mobiliario de la habitación principal. Siempre pensaba en todo. Se acomodó en el sofá, a mi lado. —Ahora sí que estamos haciendo algo.

—Los Hamptons quedarían más cerca. O Connecticut.

—En avión se llega enseguida. —Me levantó la barbilla y apretó los labios contra los míos—. No te preocupes por la logística —susurró—. Fuimos felices allí, en la playa. Todavía te veo andando por la orilla del mar. Recuerdo cómo nos besamos en la terraza... y cómo te tendí en aquella gran cama blanca. Tú parecías un ángel, y yo me sentía como si estuviera en el cielo.

—William —apoyé la frente en la suya—, ¿dónde firmamos?

Se echó hacia atrás y buscó en el contrato hasta encontrar la primera señal que indicaba «Firme aquí». Luego recorrió la mesa con la mirada y frunció el ceño. —¿Dónde está mi pluma?

—Yo tengo una en el bolso —dije poniéndome en pie.

Me agarró de la muñeca y tiró de mí para que volviera a sentarme. —No. Quiero la mía. ¿Dónde está el sobre donde venía todo esto?

Lo encontré en el suelo, entre el sofá y la mesa. Lo había dejado encima de ésta después de ver lo que nos había mandado Arash. Lo recogí y me di cuenta de que todavía pesaba, así que lo coloqué boca abajo sobre la mesa para que cayeran el resto de las cosas que había dentro. Una pluma estilográfica aterrizó tintineando sobre el cristal y una pequeña fotografía salió volando. —Ahí está.

William cogió la pluma y estampó su firma en la línea de puntos. Mientras él examinaba el resto de las páginas, yo miré el retrato y se me hizo un nudo en la garganta.

Se trataba de la fotografía de él con su padre en la playa de la que me había hablado en Carolina del Norte. William era pequeño, debía de tener cuatro o cinco años y se lo veía muy concentrado ayudando a su padre a construir un castillo de arena. Geoffrey Cross, guapo como un galán de cine, estaba sentado frente a su hijo, con el pelo oscuro agitado por la brisa del océano. Llevaba tan sólo un bañador puesto y lucía un cuerpo muy parecido al de William en la actualidad. —¡Anda, mira! —exclamé pensando ya en que iba a enmarcar las fotos de todos los lugares en los que habíamos estado—. Me encanta.

—Aquí —me dijo, pasándome el contrato con la pluma encima.
Dejé la foto y cogí la estilográfica de William. Le di vueltas en la mano hasta que vi las iniciales «G. C.» grabadas en el mango.

—¿Eres supersticioso?

—Era de mi padre.

—¡Ah!

—Lo firmaba todo con ella. No iba a ninguna parte sin llevarla en el bolsillo. —Se apartó el pelo de la cara—. Hundió nuestro nombre con esta pluma.

Le apoyé una mano en el muslo. —Y tú estás levantándolo de nuevo con ella. Ya entiendo.

Me dirigió una mirada dulce y brillante y me acarició la mejilla con la yema de los dedos. —Sabía que lo entenderías.

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Mensaje por asturabril Sáb Nov 07, 2015 7:53 pm

Arrow Arrow I love you I love you
Hace poco leí el cuarto y me tiene loca, esta muy bien a mi me gustó mucho pero mi tensión y nervios estan en un limite superior
y lo que queda Wink Wink . Gracias Tami espero que les guste tanto como a mi aunque los protas sacan de quicio a cualquiera Crying or Very sad Crying or Very sad
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Mensaje por EsperanzaLR Dom Nov 08, 2015 2:33 pm

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Mensaje por asturabril Dom Nov 08, 2015 6:52 pm

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Mensaje por EsperanzaLR Lun Nov 09, 2015 12:03 pm

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Mensaje por tamalevyrroni Lun Nov 09, 2015 12:41 pm

—Una suite principal para él y para ella, todo un clásico. —Blaire Ash sonreía mientras deslizaba la pluma por un bloc grande montado en una tablilla sujetapapeles.

Recorrió con la mirada el dormitorio de Maite en el ático, que yo le había encargado que diseñara para que fuera exactamente igual que el que tenía en su apartamento del Upper West Side. —¿Cómo quieren la reforma? —preguntó el diseñador—. ¿Hacemos tabla rasa o prefieren el cambio estructural más simple que combine las dos habitaciones?

Dejé que contestara Maite. Me resultaba difícil participar, sabiendo que en realidad ninguno de los dos queríamos aquel cambio. Nuestra casa pronto reflejaría lo jodido que yo me encontraba y lo mucho que eso afectaba a nuestro matrimonio. Todo aquello era como un cuchillo en el estómago. Ella me miró antes de preguntar: —¿Qué sería más fácil de hacer?

Ash sonrió, dejando ver unos dientes ligeramente torcidos. Era atractivo, o al menos eso aseguraba Ireland, y llevaba su atuendo habitual: vaqueros rasgados y camiseta debajo de una chaqueta hecha a medida. Sin embargo, no podía importarme menos su aspecto. Lo que contaba era su talento, que yo admiraba lo suficiente como para encargarle que reformara tanto mi oficina como mi casa. Lo que no me gustaba era el modo en que miraba a mi mujer. —Podríamos adaptar la distribución del baño principal y abrir una puerta abovedada en esta pared, uniendo así las dos habitaciones.

—Eso es justo lo que necesitamos —dijo Maite.

—Bueno. Este procedimiento es rápido y eficaz, y las obras no causarían muchos trastornos en vuestra vida. O bien —añadió— podría mostrarles algunas alternativas.

—¿Como cuáles?

Ash se puso a su lado, tan cerca que le rozaba un hombro con el suyo. Era casi tan rubio como Maite y, con la cabeza inclinada hacia ella, la imagen que formaban era espléndida. —Si jugamos con las dimensiones de los tres dormitorios y el baño principal —respondió dirigiéndose sólo a ella, como si yo no estuviese allí —, podría salir una suite con los dos lados proporcionados. Ambos dormitorios serían del mismo tamaño, con los despachos de él y ella contiguos..., o un cuarto de estar, si lo prefieren.

—¡Ah! —Maite se mordió el labio inferior distraídamente durante un momento—. Es increíble que hagas el bosquejo tan deprisa.

Él le guiñó un ojo. —«Rápido y cuidadoso» es mi lema. Y hacer tan bien el trabajo que se piense en mí cuando haya que hacerlo otra vez.

Yo estaba apoyado en la pared, observándolos con los brazos cruzados. Maite parecía ajena al doble sentido de las palabras del diseñador. Yo, no. Sonó el teléfono de casa y ella levantó la cabeza y me miró. —Seguro que es Cary.

—¿Por qué no lo coges tú, cielo? —dije en tono cansino—. Tal vez deberías decirle que venga para que comparta tu entusiasmo.

—¡Sí! —Me pasó la mano por el brazo al salir corriendo de la habitación, un toque fugaz que reverberó en todo mi cuerpo.

Me enderecé y me dirigí a Ash: —Está coqueteando con mi mujer.

Se puso tenso de repente y dejó de sonreír. —Lo siento. No era mi intención. Sólo quería que la señorita Tramell se sintiera cómoda.

—Yo me preocuparé por ella. Usted preocúpese por mí.

No dudaba de que el diseñador se habría cuestionado el arreglo que le habíamos consultado. Cualquiera lo cuestionaría. ¿Qué hombre con sangre en las venas y en su sano juicio, con una mujer como Maite al lado, dormiría no sólo en otra cama, sino en otra habitación? El cuchillo penetró un poco más y giró. Sus ojos oscuros se quedaron sin expresión. —Por supuesto, señor Cross.

***

—¿A ti qué te parece? —preguntó Maite entre un bocado y otro de pizza de pepperoni y albahaca. Estaba inclinada sobre la isla de la cocina, con una pierna levantada hacia atrás, pues había optado por situarse enfrente de Cary y de mí.

Me quedé pensando la respuesta. —Yo creo que la idea de una suite con dos lados exactos es estupenda —continuó después de limpiarse la boca con una servilleta de papel—, pero, si elegimos el camino más fácil, será más rápido. Además, podríamos cegar la puerta algún día si queremos usar la habitación para otra cosa.

—Como un cuarto para los niños, por ejemplo —sugirió Cary mientras echaba pimienta en su porción.

De pronto se me quitó el hambre y dejé en el plato de papel el trozo que estaba comiendo. Últimamente comer pizza en casa no me había sentado nada bien. —O un cuarto para invitados —apuntó Maite—. Me gustó lo que hablaste con Blaire respecto a tu apartamento.

Cary le lanzó una mirada significativa. —Buen regate.

—Oye, puede que tú estés pensando en niños, pero el resto de nosotros tenemos otras prioridades en la vida.

Maite había dicho exactamente lo que yo quería que dijera, pero... ¿Albergaba ella los mismos temores que yo? Tal vez me había aceptado como marido porque no había podido resistirse, pero pondría barreras a que yo fuera el padre de sus hijos.

Llevé el plato hasta el cubo de la basura y lo tiré. —Tengo que hacer algunas llamadas. Quédate —le dije a Cary—; pasa un rato con Maite.

Él asintió con la cabeza. —Gracias.

Salí de la cocina y atravesé el salón. —Bueno, pues... —empezó a decir Cary cuando yo todavía podía oírlo —, al diseñador guaperas le gusta tu marido, nena.

—¡Que no! —Maite se echó a reír—. ¡Estás loco! —Eso no te lo discuto, pero el tal Ash apenas si te miró en toda la tarde y no despegó los ojos de Cross.

Di un resoplido. El diseñador había captado el mensaje, lo que reafirmaba mi opinión sobre su inteligencia. Cary era libre de hacer la lectura que le pareciera bien. —Vale, pues si tienes razón —dijo ella—, debo admirar su buen gusto.

Recorrí el pasillo y entré en el despacho. Mis ojos se detuvieron en el collage de fotos de Maite que había en la pared.

Ella era lo único que no podía apartar de mi pensamiento. Siempre estaba ahí, impulsando todo lo que yo hacía.

Me acomodé frente al escritorio y me puse a trabajar con la esperanza de recuperar todo lo que pudiera para no estar el resto de la semana completamente descolocado. Me costó un poco meterme en el juego, pero, cuando lo conseguí, noté un gran alivio. Suponía un respiro centrarse en problemas con soluciones concretas.

Ya iba avanzando cuando oí un grito en el salón que parecía haber proferido Maite. Me paré para escuchar. Hubo un momento de silencio y luego lo oí otra vez, seguido de la voz de Cary en un tono muy alto. Fui hasta la puerta y la abrí. —¡Podrías hablar conmigo, Cary! —decía mi mujer, muy enfadada—. Podrías decirme lo que ocurre.

—Tú sabes lo que ocurre —replicó él en un tono tan nervioso que me hizo salir del despacho.

—¡No sabía que estabais cortando otra vez!

Caminé por el pasillo. Maite y Cary discutían en el salón mirándose con ira, separados por más de un metro de distancia. —No es asunto tuyo —dijo él con los hombros muy erguidos y el mentón a la defensiva. Entonces me miró a mí también—. Ni tuyo tampoco.

—En eso estamos de acuerdo —repuse, aunque no era del todo cierto. Que Cary se destruyera a sí mismo no era de mi incumbencia. El modo en que eso afectara a Maite, sí.

—Gilipolleces. Todo es una maldita gilipollez. —Maite me miró fijamente para hacerme tomar parte en la conversación. Luego se volvió hacia Cary—: Pensé que estabas yendo al doctor Travis.

—¿Cuándo tengo yo tiempo para eso? —replicó él con ironía al tiempo que se apartaba el pelo de la frente—. Entre mi trabajo y el de Tat, y tratar de conservar a Trey, ¡no tengo tiempo ni para dormir!

Maite sacudió la cabeza. —Estás escurriendo el bulto.

—No me sermonees, nena —le advirtió Cary—. En este momento lo último que necesito son tus chorradas.

—¡Ay, Dios! —Ella echó la cabeza hacia atrás y miró al techo—. ¿Por qué coño todos los hombres de mi vida insisten en despacharme cuando más me necesitan?

—No puedo hablar por Cross, pero ya no puedo contar contigo. Me las arreglo lo mejor que puedo.

Ella dejó caer la cabeza. —¡Eso no es justo! Cuando me necesites, tienes que decírmelo. ¡No puedo leerte la mente!

Giré sobre mis talones y los dejé a lo suyo. Yo tenía mis propios problemas que resolver. Cuando Maite estuviera dispuesta, vendría a mí y la escucharía, procurando no ser muy explícito en cuanto a mi opinión.

Sabía que ella no quería oír lo que yo pensaba: que estaría mucho mejor sin Cary.
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Mensaje por tamalevyrroni Lun Nov 09, 2015 12:51 pm

***

La luz del alba entraba de soslayo e iluminaba las puntas de su pelo mientras dormía. Los suaves mechones rubios resplandecían como el oro; parecían iluminados desde dentro. Maite tenía una mano en la almohada, junto a su hermosa cara, y la otra entre los senos. Las blancas sábanas, revueltas por el ajetreo de la noche anterior, le cubrían tan sólo la cadera y la parte superior de los muslos, con lo que sus bronceadas piernas quedaban al aire.

Yo no era un hombre muy dado a las fantasías, pero en ese momento mi mujer parecía el ángel que yo creía que realmente era. Enfoqué la cámara hacia aquella imagen para conservarla siempre. El obturador hizo ruido y Maite se movió, separando ligeramente los labios. Hice otra fotografía, contento de haber comprado una cámara que podía hacerle justicia. Abrió los ojos pestañeando. —¿Qué haces, campeón? —preguntó con una voz tan turbia como sus pupilas.

Dejé la cámara sobre la cómoda y me metí en la cama con ella. —Admirarte.

Maite sonrió. —¿Cómo te encuentras hoy?

—Mejor.

—Mejor es bueno.

Se dio la vuelta y buscó sus pastillas. Giró de nuevo hacia mí oliendo a menta. Su mirada recorrió mi rostro. —Estás preparado para enfrentarte al mundo, ¿verdad?

—Preferiría quedarme en casa contigo —repuse.

Entornó los ojos. —Dices eso pero te mueres por volver a dominar el mundo.

Me incliné y la besé en la punta de la nariz. —Me conoces muy bien.

Todavía me sorprendía todo lo que sabía de mí. Me sentía inquieto, algo inestable. Distraerme con el trabajo, ver progresos concretos en alguno de los proyectos que supervisaba personalmente, me ayudaría a sosegarme. Aun así, sugerí: —Podría trabajar en casa por la mañana y después pasar la tarde contigo.

Maite negó con la cabeza. —Si quieres hablar, me quedaré en casa. Si no, tengo un empleo al que debo volver.

—Si trabajaras conmigo, también podrías utilizar el cibertransporte.

—Quieres empujarme a eso, ¿verdad? ¿Es ésa la táctica que vas a emplear?

Me puse boca arriba, con el brazo sobre los ojos. Maite no me había presionado el día anterior y sabía que tampoco lo haría ese día, ni el siguiente. Igual que el doctor Petersen, esperaría pacientemente a que yo me sincerara. Pero saber que ella estaba esperando ya implicaba bastante presión. —No hay nada que decir —protesté—.

Aquello pasó. Ahora Chris lo sabe. Hablar de ello no cambiará nada.
Noté que se volvía hacia mí. —Lo que importa no es hablar de los hechos en sí mismos, sino de cómo te sientes tú respecto a ellos.

—No siento nada. Me... sorprendió. No me gustan las sorpresas. Ahora ya se me ha pasado.

—Bobadas —replicó, y se levantó corriendo antes de que pudiera sujetarla—. Si sólo vas a decir mentiras, mejor cállate.

Me incorporé y la observé mientras andaba al pie de la cama. Mi necesidad de ella era como una vibración constante en mi sangre, que ella, con su fogoso temperamento latino, convertía con facilidad en un deseo vehemente.

Había oído decir que mi mujer era tan deslumbrante como su madre, pero yo no estaba de acuerdo. Monica Stanton era una belleza fría, que daba la impresión de ser en cierto modo inaccesible. En cambio, Maite era toda calidez y sensualidad; podías alcanzarla, pero su pasión te abrasaría. Salté de la cama y la detuve antes de que llegara al baño sujetándola por ambos brazos. —No puedo discutir contigo en este momento —le dije sinceramente, clavando los ojos en las profundidades de su mirada turbulenta—. Si no estamos en sintonía, no sobreviviré al día de hoy.

—Entonces no me digas que ya se te ha pasado cuando estás tratando de mantener el tipo.

—No sé qué hacer al respecto —le confesé—. No veo que cambie nada el hecho de que Chris lo sepa.

Ella levantó la barbilla. —Está preocupado por ti. ¿Vas a llamarlo?
Volví la cabeza. Cuando pensaba en ver a mi padrastro otra vez, se me hacía un nudo en el estómago. —Hablaré con él en algún momento. Llevamos un negocio juntos.

—Prefieres evitarlo. Dime por qué.

Retrocedí. —De repente no vamos a ser los mejores amigos del mundo, Maite. Antes apenas nos veíamos, y no veo razón para que eso cambie.

—¿Estás enfadado con él?

—Dios. ¿Por qué cojones tengo yo que hacerle sentir mejor? —espeté, y me dirigí a la ducha.

Ella me siguió. —Nada le hará sentir mejor, y no creo que él espere eso de ti. Sólo quiere saber que te has recuperado.

Me metí en la cabina y abrí los grifos. Maite me acarició la espalda. —William..., no puedes esconder tus sentimientos en una caja.
Excepto si quieres una explosión como la de la otra noche. U otra pesadilla.

La mención de mis pesadillas recurrentes me hizo volverme hacia ella. —Pues las dos últimas noches nos ha ido muy bien.

Maite no se echaba atrás en mis ataques de ira como hacían los demás, lo cual sólo empeoraba las cosas. Y ver su cuerpo desnudo reflejado en los espejos tampoco ayudaba. —El martes no dormiste —replicó—, y anoche estabas tan agotado que no creo que soñaras.

Ella no sabía que yo había dormido parte de la noche en el otro dormitorio, y no vi razón alguna para contárselo. —¿Qué es lo que quieres que diga?

—¡No se trata de mí! Hablar de las cosas nos alivia, William. Desahogarse nos ayuda a ver las cosas desde otra perspectiva.

—¿Perspectiva? Ya tengo bastante perspectiva. La compasión en el rostro de Chris la otra noche era más que evidente. ¡O en el tuyo!
No necesito que nadie sienta pena por mí, maldita sea. No necesito su puñetero sentimiento de culpa.

Maite enarcó las cejas. —No puedo hablar por Chris —repuso—, pero lo que viste en mi cara no era lástima, William. Comprensión, tal vez, porque sé lo que sientes. Y dolor, sin duda, porque mi corazón está conectado con el tuyo. Cuando tú sufres, yo también sufro. Tendrás que aprender a aceptarlo porque te quiero y eso no va a cambiar.

Sus palabras me calaron hondo. Estiré el brazo y me agarré al cristal de la mampara.

Maite se acercó a mí, conmovida, y me abrazó. Bajé la cabeza para inundarme de ella. De su olor, de su tacto. Con el brazo libre le rodeé las caderas y cubrí con la mano la curva de su trasero. Ya no era el mismo hombre que cuando nos habíamos conocido. En algunos aspectos era más fuerte y en otros más débil. Era la debilidad contra lo que yo luchaba. No sentía nada. Y ahora... —Él no te considera débil —me susurró, adivinando mis pensamientos. Tenía la mejilla apoyada en mi pecho—. Nadie podría considerarte débil, después de todo lo que has pasado... y de que hayas llegado a ser el hombre que eres hoy. Eso es fortaleza, cariño. Y yo estoy impresionada.

Hundí los dedos en su suave carne. —Tu opinión es subjetiva —murmuré—. Estás enamorada de mí.

—Pues claro que lo es. ¿Cómo podría ser de otro modo? Eres extraordinario y perfecto...

Yo protesté. —Perfecto para mí —corrigió—, y como tú me perteneces, eso es bueno.

La atraje hacia la ducha y la puse bajo el chorro de agua. —Me da la impresión de que esto cambia las cosas —admitió—, pero no sé cómo.

—Lo entenderemos juntos —me pasó las manos por los hombros y los brazos—, pero no me apartes de ti. Tienes que dejar de protegerme, en especial de ti mismo.

—No quiero hacerte daño. No puedo correr ese riesgo.

—Lo que tú digas. Yo puedo ponerte en tu sitio si te desmandas.

Si eso fuera verdad, podría suponer un consuelo. Cambié de actitud con la esperanza de evitar una pelea que tendría repercusiones en mi jornada laboral. —He estado pensando en las reformas del ático —dije.

—Estás cambiando de tema.

—Lo hemos agotado, pero no está cerrado —maticé—, sólo pospuesto hasta que haya variables adicionales que abordar.

Maite se quedó observándome. —¿Por qué me excitas cuando te pones en plan magnate conmigo?

—No me digas que hay veces que no te excito.

Ya me gustaría. Sería un ser humano más productivo.

Le aparté el pelo mojado de la frente. —¿Has pensado en lo que quieres?

—Cualquier cosa que termine con tu polla dentro de mí.

—Bueno es saberlo. Me refería al ático.

Ella se encogió de hombros con un brillo irónico en los ojos. —Pues eso.

***

Era un restaurante de esos en los que los turistas nunca reparan. Pequeño y antiestético, tenía una marquesina de vinilo que no lo hacía parecer precisamente excepcional ni acogedor. Estaba especializado en sopas, con una carta de sándwiches para los más hambrientos. Junto a la puerta, una nevera ofrecía una limitada selección de bebidas, y había una caja registradora antigua que sólo servía para almacenar el dinero.

No, los turistas jamás irían a un sitio como éste, regentado por inmigrantes que habían decidido llevarse un bocado de la Gran Manzana. Irían a los locales que habían hecho famosos las películas o los programas de televisión, o a aquellos otros esparcidos por el llamativo espectáculo de Times Square. La gente de la zona, sin embargo, conocía aquella joya y guardaba cola en la calle.

Crucé la fila y llegué hasta el fondo del local, donde había una habitación minúscula con unas cuantas mesas cuyos tableros esmaltados estaban muy deslucidos. Un hombre solitario se encontraba sentado a una de ellas, leyendo el periódico del día delante de una taza de sopa humeante. Cogí una silla y me senté frente a él. Benjamin Clancy no levantó la vista cuando habló. —¿Qué puedo hacer por usted, señor Cross?

—Creo que debo darle las gracias.

Dobló el periódico pausadamente y lo dejó a un lado, ahora ya mirándome a los ojos. Era un hombre robusto y musculoso. Tenía el pelo rubio oscuro y lo llevaba cortado al estilo militar. —¿Ah, sí? Bueno, pues las acepto. Aunque no lo hice por usted.

—No hable en pasado. —Me quedé observándolo un momento—. Sigue usted vigilando.

Clancy asintió con la cabeza. —Ya le han ocurrido bastantes cosas. Me ocuparé de que no le suceda nada más.

—¿No confía en que yo pueda hacerlo?

—No lo conozco lo suficiente para confiar en usted. En mi opinión, ella tampoco. Así que seguiré echando un ojo durante algún tiempo.

—Yo la quiero. Creo que está demostrado hasta dónde puedo llegar para protegerla.

Su mirada se endureció. —Hay hombres a los que es necesario matar como a perros rabiosos. Otros, en cambio, necesitan ser ellos mismos quienes lo hagan. A usted no lo catalogo en ninguno de los dos grupos. Eso lo deja fuera de la manada.

—Yo cuido de lo que es mío.

—Y lo hace bien. —Sonrió, pero no con los ojos—. Yo cuido del resto. Mientras Maite sea feliz con usted, lo dejaremos así. Si un día decide que ella no es lo que usted quiere, corte por lo sano y con respeto. Si le hace daño de algún modo, tendrá problemas, tanto si respiro todavía como si estoy en el otro barrio, ¿me ha entendido?

—No tiene que amenazarme para que sea bueno con ella, pero lo he entendido.

Maite era una mujer fuerte. Lo suficiente como para sobrevivir a su pasado y comprometerse a vivir su futuro conmigo. Pero también era vulnerable de una manera que la mayor parte de la gente no percibía. Por eso, yo haría cualquier cosa para protegerla, y parecía que Benjamin Clancy pensaba lo mismo.

Me incliné hacia adelante. —A Maite no le gusta que la espíen. Si usted se convierte en una molestia para ella, tendremos que sentarnos otra vez como hoy.

—¿Piensa hacer un problema de ello?

—No. Si ella lo pilla, no será porque yo la haya avisado. Tenga presente que se ha pasado la vida mirando de reojo, agobiada por su madre.

Ahora respira libre por primera vez. No permitiré que la prive de eso. Clancy entornó los ojos. —Me parece que usted y yo nos entendemos.

Me puse en pie y le tendí la mano. —Yo diría que sí.
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Mensaje por tamalevyrroni Lun Nov 09, 2015 12:56 pm

***

Cuando terminé de trabajar y me levanté del escritorio, me sentía seguro y tranquilo.

Allí, en mi despacho, al timón de Cross Industries, controlaba hasta el último detalle. No dudaba de nada, y mucho menos de mí mismo.

Sentía el suelo firme bajo mis pies. Había calmado los ánimos levantados por las cancelaciones del miércoles, pero me encarrilé el jueves. A pesar de haber faltado toda una jornada, ya me había puesto al día. —He confirmado sus planes para mañana —me dijo Scott entrando en el despacho—. La señora Vidal se reunirá con usted y la señorita Tramell en The Modern a mediodía.

«¡Mierda!». Se me había olvidado la comida con mi madre. —Gracias, Scott. Que tengas una buena noche.

—Igualmente, señor Cross. Hasta mañana.

Estiré los hombros y me acerqué a la ventana para echar un vistazo a la ciudad. Las cosas eran más fáciles antes de Maite. Más simples. Durante el día, aunque absorbido por el trabajo, había habido un momento en que había echado en falta esa simplicidad.

Ahora, con la noche cercana y tiempo para pensar, la perspectiva de importantes reformas en la casa que yo consideraba un refugio me preocupaba más de lo que estaba dispuesto a admitir ante mi esposa. Además de todas las presiones personales a las que tenía que enfrentarme, me sentía casi aplastado por la magnitud de los cambios que iba a hacer.

Todo merecía la pena para despertar con Maite tal como estaba aquella misma mañana, pero eso no me impedía especular sobre las consecuencias de su entrada en mi vida. —Señor Cross...

Me volví al oír de nuevo la voz de Scott, en el umbral de mi despacho. —Estás aquí todavía.

Él sonrió. —Me dirigía a los ascensores cuando Cheryl me llamó al pasar por recepción. Hay una tal Deanna Johnson en la entrada que pregunta por usted. Quería saber si tengo que decirle que ya no está disponible hoy.

Estuve tentado de negarme a verla. Tenía poca paciencia con los periodistas, y menos si eran antiguas amantes. —Que suba —dije en cambio.

—¿Quiere que me quede?

—No, gracias, puedes irte.

Vi salir a Scott y llegar a Deanna. Venía hacia mi despacho dando pasos largos, con unos zapatos de tacón alto y una falda gris un poco por encima de las rodillas. Su larga melena oscura ondeaba sobre sus hombros y enmarcaba la cremallera que adornaba su blusa, bastante tradicional por otro lado.

Me dedicó una sonrisa exagerada y me tendió la mano. —William, gracias por recibirme sin haberte avisado.

Le estreché la mano brevemente. —Espero que no te hayas tomado la molestia de venir directamente si no se trata de algo importante.

La frase expresaba tanto una realidad como una advertencia. Habíamos llegado a un acuerdo, pero éste no duraría mucho si pensaba que podía aprovecharse de nuestra conexión más allá de los límites que yo había marcado. —Sólo por las vistas ya merece la pena —dijo con los ojos fijos en mí durante un momento demasiado largo antes de dirigirlos a la mesa.

—Lo siento, pero tengo una cita, así que esto ha de ser rápido — repuse.

—Yo también tengo prisa.

Se echó el pelo hacia atrás y se sentó en la silla más cercana, cruzando las piernas de modo que mostraba más muslo del que yo deseaba ver. Luego comenzó a buscar algo en su bolso. Yo saqué el móvil del bolsillo, miré la hora y llamé a Angus. —Nos vamos dentro de diez minutos —le dije cuando respondió.

—Traeré el coche.

Al finalizar la llamada, miré a Deanna, impaciente porque fuese al grano. —¿Cómo está Maite? —preguntó.

—Llegará dentro de un momento. Puedes preguntárselo tú misma.

—¡Ah! —Levantó la vista hacia mí con el pelo cayéndole sobre un ojo —. Probablemente me habré ido cuando ella llegue. Creo que nuestra... historia la hace sentir incómoda.

—Ella sabe cómo era yo antes —dije sin inmutarme—, y también que ya no soy así.

Deanna movió la cabeza en señal de asentimiento. —Por supuesto que ella lo sabe, y por supuesto que tú ya no eres así, pero a ninguna mujer le gusta que le restrieguen por la cara el pasado de su hombre.

—Tendrás que asegurarte de que tú no lo haces.

Otra advertencia. Entonces sacó una carpeta delgada de su bolso. Se puso en pie y caminó hacia mí. —No lo haría de ningún modo. Acepté tus disculpas y lo agradezco.

—Vale.

—Es por Corinne Giroux por quien quizá tengas que preocuparte.

Se me acabó la paciencia. —Corinne Giroux será problema de su marido, no mío.

Deanna me ofreció la carpeta. Cuando la abrí, encontré dentro una nota de prensa. Al leerla, apreté tanto el papel que arrugué los bordes. —Ha vendido un libro sobre vuestra relación —explicó innecesariamente—. El comunicado se hará público el lunes a las nueve de la mañana.

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Mensaje por asturabril Lun Nov 09, 2015 4:34 pm

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Mensaje por tamalevyrroni Mar Nov 10, 2015 12:15 pm

—Otras parejas se conocen, se caen bien, sus respectivos amigos ponen algunas objeciones, aunque en general los apoyan, y ellos dos viven durante un tiempo esa fase de disfrutar el uno del otro. —Suspiré y miré a William, que estaba sentado junto a mí en el sofá—. Nosotros, en cambio, parece que no podemos tener ni un respiro.

—¿A qué clase de respiro te refieres? —preguntó el doctor Petersen con afectuoso interés.

Esa sensación me dio esperanzas. En cuanto llegamos, había notado el cambio en la dinámica entre William y él. Había más soltura, más flexibilidad. Menos cautela. —Las únicas personas que quieren vernos juntos son mi madre, cuya opinión es que nuestro mutuo amor es una ventaja adicional a los millones de William, su padrastro y su hermana.

—No creo que ese juicio sobre tu madre sea muy justo, Maite —dijo el doctor Petersen, recostado en la silla mientras me sostenía la mirada—. Ella quiere que seas feliz.

—Sí, bueno, según ella, la estabilidad económica supone una gran parte de la felicidad, cosa que yo no comprendo. No es que ella haya tenido nunca problemas con el dinero, así que, ¿de dónde le viene ese miedo a no tenerlo? De todos modos..., en este momento estoy irritada con todo el mundo. William y yo nos llevamos estupendamente cuando estamos solos. Algunas veces discutimos, pero siempre lo superamos. Y me da la impresión de que salimos reforzados.

—¿Por qué discutís?

Volví a mirar a William. Esta sentado junto a mí, muy tranquilo; era un hombre de éxito y guapísimo, con un traje magníficamente confeccionado. Yo tenía la intención de acompañarlo la próxima vez que decidiera renovar su guardarropa. Quería ver cómo le tomaban medidas a aquel cuerpo suyo tan imponente, cómo escogían las telas y el corte.

Lo encontraba endiabladamente sexi con vaqueros y camiseta, y alucinante con esmoquin, pero siempre me habían gustado sobre todo los trajes con chaleco, que él prefería. Me hacían recordar el día en que lo conocí, tan atractivo y en apariencia inalcanzable, un hombre a quien yo había deseado tan desesperadamente que se había anulado hasta mi instinto de conservación. De nuevo miré al doctor Petersen. —Seguimos discutiendo por las cosas que no me dice. Y también cuando intenta excluirme.

Él se dirigió entonces a William: —¿Sientes la necesidad de mantener a Maite a cierta distancia?

Mi marido sonrió irónicamente. —No hay distancia entre nosotros, doctor. Maite quiere que vuelque sobre ella todas las cosas que me molestan, y yo no voy a hacer eso. Nunca. Ya es bastante malo que uno de los dos tenga que vérselas con ello.

Lo miré con los ojos entornados. —Eso son bobadas. Compartir la carga con el otro supone una parte importante en cualquier relación. En ocasiones quizá yo no sea capaz de hacer nada respecto al problema, pero sí que puedo actuar como una caja de resonancia. Creo que no me dices ciertas cosas porque prefieres apartarlas a un rincón y no hacerles caso.

—Maite, todos procesamos la información de diferente manera.

No pensaba aceptar su respuesta burlona. —Tú no procesas, tú haces caso omiso. Y nunca va a sentarme bien que me quites de en medio cuando estás pasándolo mal.

—William... se aísla. Se va a otro sitio donde pueda estar solo y no me permite ayudarlo.

—Se va a otro sitio, ¿cómo? ¿Te apartas emocionalmente, William? ¿O físicamente?

—Las dos cosas —contesté—. Se cierra emocionalmente y se larga físicamente.

William me agarró de la mano. —No puedo cerrarme contigo, ése es el problema.

—¡Eso no es ningún problema! —repliqué negando con la cabeza. »Él no necesita espacio —añadí dirigiéndome ahora al doctor Petersen —; me necesita a mí, pero me aleja porque tiene miedo de herirme si no lo hace.

—¿Cómo la herirías, William?

—Es... —Exhaló con fuerza—. Maite tiene técnicas. Las tengo presentes todo el tiempo. Soy cuidadoso. Pero a veces, cuando no pienso con mucha claridad, es posible que me pase de la raya.

Petersen nos observó. —¿Qué raya te preocupa cruzar?

William me apretó la mano, el único signo externo que podía denotar algún desasosiego. —Hay ocasiones en que la deseo demasiado y puedo resultar brusco..., exigente. Algunas veces me falta el control que necesito.

—¿Estás hablando de sexo? Ya hemos tocado ese tema brevemente. Dijiste que manteníais relaciones varias veces al día, todos los días. ¿Sigue siendo así?

De repente noté mucho calor en la cara. —Sí.

El doctor Petersen dejó su tableta a un lado. —Tienes razón al preocuparte, William. Quizá estés usando el sexo para mantener a Maite a una distancia emocional. Cuando estáis haciendo el amor, ella no habla, tú no contestas. Llega un momento en que ni siquiera piensas, manda tu cuerpo, y el cerebro sólo está pendiente de las endorfinas. A la inversa, los supervivientes de abusos sexuales como Maite suelen usar el sexo para establecer vínculos afectivos. ¿Te das cuenta del problema? Tú intentas poner distancia por medio del sexo, mientras que Maite trata de acercarse más.

—Ya he dicho que no hay ninguna distancia. —William se inclinó hacia adelante y puso mi mano en su regazo—. No con Maite.

—Entonces, dime, cuando tienes problemas emocionales e inicias una relación sexual con ella, ¿qué es lo que buscas?

Me volví un poco para mirar a William, completamente concentrado en la respuesta. Yo nunca me había preguntado por qué necesitaba él estar dentro de mí, sino tan sólo cómo. Para mí era algo tan simple como que él lo necesitaba y yo se lo daba.

Nuestras miradas se encontraron. El escudo de sus ojos, la máscara, se había desvanecido y vi deseo en ellos, amor. —La unión —respondió—. Hay un momento en que ella empieza y yo... yo empiezo, y ahí estamos. Juntos. Yo quiero eso.

—¿Necesitas sexo duro?

William lo miró. —A veces. Hay ocasiones en que ella se contiene, pero puedo llevarla a ello. Ella quiere que lo haga, necesita que lo haga. Tengo que presionar. Cuidadosamente. Con control. Cuando no tengo el control, tengo que dar marcha atrás.

—¿Cómo presionas? —preguntó el doctor Petersen con delicadeza.

—Tengo mis métodos.

El terapeuta dirigió entonces la atención hacia mí. —¿En algún momento ha ido William demasiado lejos?

—No.

—¿Te preocupa que alguna vez pueda hacerlo?

—No.

Su mirada era amable, pero tenía el ceño fruncido. —Pues debería preocuparte, Maite. A los dos.

***

Estaba removiendo unas verduras con trocitos de pollo y curry en el fogón cuando oí que se abría la puerta principal. Miré con curiosidad a ver quién aparecía, esperando que Cary hubiera venido a casa solo. —Huele bien —dijo acercándose a la encimera para observar.

Tenía un aspecto fresco e informal, con una camiseta ancha de cuello de pico y unos pantalones cortos caquis. Llevaba las gafas de sol colgadas del cuello y unas muñequeras anchas de cuero marrón que ocultaban los cortes que yo le había visto la noche anterior. —¿Habrá para mí? —preguntó.

—¿Sólo para ti?

Sonrió vanidosamente, pero yo percibí la tensión en su boca. —Pues sí.

—Entonces hay bastante, si tú pones el vino.

—Trato hecho.

Se acercó y miró dentro de la cacerola por encima de mi hombro.
—¿Blanco o tinto?

—Es pollo.

—Blanco, entonces. ¿Dónde está Cross?

Lo vi dirigirse a la nevera del vino. —Con su entrenador, haciendo ejercicio. ¿Cómo te ha ido hoy? Se encogió de hombros.

—La misma mierda de siempre.

—Cary —bajé el fuego y me volví hacia él—, hace solamente unas semanas estabas muy contento aquí en Nueva York con tus trabajos. Y ahora... te veo muy infeliz.

Sacó una botella y se encogió de hombros otra vez. —Esto me pasa por andar haciendo el gilipollas por ahí.

—Siento no haberte prestado atención.

Me miró mientras buscaba el sacacorchos. —¿Pero...?

—Nada de peros. —Sacudí la cabeza—. Lo siento. Has tenido compañía casi todas las noches que yo he pasado en casa, así que imaginé que por esa razón no hablábamos tanto, pero eso no justifica que no te haya echado una mano sabiendo que estabas atravesando un mal momento.

Él suspiró, inclinando la cabeza. —No era justo soltártelo todo anoche. Sé que Cross tiene sus problemas también y tú tienes que enfrentarte a ellos.

—Eso no significa que deje de prestarte atención a ti. —Le puse la mano en el hombro—. Cuando me necesites, dímelo y estaré a tu lado.

Se volvió de pronto y me dio un abrazo tan fuerte que casi me faltó el aire. La compasión hizo el resto, y también me oprimió el corazón.

Le devolví el abrazo y le acaricié la cabeza. Tenía el pelo castaño oscuro y suave como la seda; los hombros, duros como el granito. Pensé que tenían que ser así para soportar el peso del estrés que sufría. El sentimiento de culpa me hizo estrecharlo más. —Ay, Dios mío —murmuró—. La he jodido pero bien.

—¿Qué ocurre?

Me soltó y volvió a la botella para abrirla. —No sé si son las hormonas o qué, pero Tat está hecha una bruja insoportable en estos momentos. Nada le parece bien. Nada la hace feliz, especialmente estar embarazada. ¿Qué le espera al pobre niño con un padre como yo y una diva egocéntrica que lo odia como madre?

—A lo mejor es una niña —dije pasándole las copas de vino que había sacado del armario.

—Por favor, no digas eso. Ya estoy lo bastante aterrado. —Sirvió dos generosas copas, me tendió una y a continuación bebió un buen trago de la suya—. Y me siento como un cabronazo hablando de este modo de la madre de mi hijo, pero es la verdad. Que Dios nos asista, pero es la puñetera verdad.

—Estoy segura de que son las hormonas. Después todo se asentará y ella estará radiante y feliz. —Tomé un sorbo, deseando con todas mis fuerzas que lo que decía se hiciera realidad—. ¿Se lo has dicho ya a Trey?

Negó con la cabeza. —Él es lo único cuerdo que hay en mi vida. Si lo pierdo a él, también perderé el juicio.

—Ha estado contigo hasta ahora.

—Y tengo que esforzarme para que siga estándolo. Todos los días. Nunca me he esforzado tanto. Y no estoy hablando de sexo.

—No pensaba que hablases de eso. —Saqué del lavavajillas dos tazones limpios y dos cucharas—. Lo que yo creo es que eres un tipo estupendo y cualquiera se consideraría afortunado de tenerte. Y estoy segura de que Trey piensa lo mismo.

—No, por favor. —Su mirada se encontró con la mía—. Estoy tratando de ser realista. No necesito que me des coba.

—No es coba. Puede que lo que he dicho no sea muy profundo, pero es verdad. —Me detuve delante del hervidor de arroz—. William no me cuenta lo que le pasa muchas veces. Dice que es para protegerme, pero lo que en realidad hace es protegerse a sí mismo.

Decir esas palabras en voz alta fue lo que realmente me hizo asimilarlas. —Teme que, cuanto más me cuente, más razones tendré para largarme. Pero es justo lo contrario, Cary. Cuanto más se calla, más me parece que no confía en mí, y eso nos hace daño. Trey y tú lleváis juntos tanto tiempo como William y yo. —Extendí la mano para tocarle el brazo —. Tienes que decírselo. Si se entera de lo del niño por otro camino, y terminará por enterarse, puede que no te perdone.

Cary se apoyó contra la isleta, dando la impresión de ser mucho más viejo y de estar muy cansado. —Siento que, si dispusiera de más tiempo para manejar todo este asunto, podría hablar con Trey.

—Esperar no te ayudará en absoluto —le dije suavemente echando arroz en los tazones—. Estás recayendo en malos hábitos.

—Y ¿qué más tengo? —Hablaba con un tono duro por la ira—. Ya no ando jodiendo por ahí. Un monje tiene más orgasmos que yo.

Hice una mueca. Me daba cuenta de que Cary era el ejemplo de lo que había dicho el doctor Petersen. Cuando tenía relaciones sexuales podía desconectar el cerebro y dejar que su cuerpo le hiciera sentir bien, aunque fuera sólo durante un rato. No tenía que pensar ni experimentar nada que no fuera estrictamente sensorial. Era un mecanismo defensivo que había tenido que perfeccionar cuando lo follaban a él, mucho antes de tener la edad suficiente incluso para desearlo. —Me has convencido —repliqué.

—Nena, yo te quiero, pero no siempre eres lo que necesito para salvarme.

—Cortarse las venas y tirarse a todo el que se deje tampoco te salvará. Estoy convencida de que eso no te hace sentir bien contigo mismo.

—Algo habrá que me haga sentir bien.

Eché el curry sobre el arroz y le pasé un tazón y una cuchara. —Cuidarte —repuse—. Confiar en las personas a quienes quieres. Ser sincero contigo mismo y con ellas. Parece muy sencillo, pero ambos sabemos que no lo es. Aun así, es el único camino.

Me dirigió una sonrisa breve y triste y cogió la comida que le había servido. —Tengo miedo.

—Eso —dije suavemente, devolviéndole la sonrisa—, eso sí es sincero. ¿Te serviría de algo que yo estuviera contigo cuando hables con Trey?

—Claro. Me sentiría como un cobardica por no hacerlo solo, pero sí, claro que me serviría.

—Entonces, allí estaré.

Cary me abrazó por la espalda y apoyó la mejilla en mi hombro. —En realidad siempre estás ahí cuando te necesito. Y te quiero por eso.

—Yo también te quiero a ti —dije estirando el brazo hacia atrás y acariciándole el pelo.
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Mensaje por tamalevyrroni Mar Nov 10, 2015 12:30 pm

[/***center]

[center]Me desperté al notar que el edredón se apartaba de mí y que el colchón se hundía bajo el peso del hombre que se metía en mi cama. —William...

Con los ojos cerrados, me volví hacia él. Respiré profundamente, inhalando el aroma de su piel. Al tocarlo, me di cuenta de que tenía frío, así que me acerqué a él para darle calor.

Me besó en la boca con vehemencia. La sorpresa de su deseo terminó de despertarme; el ansia de su tacto me aceleró el corazón. Se deslizó sobre mí y fue descendiendo por mi cuerpo. Primero, me encendió los pezones con sus labios, después el vientre, luego el sexo.

Arqueé la espalda, emitiendo sonidos ahogados. Me lamía el clítoris con una tenacidad que me excitaba sobremanera, sujetándome por las caderas mientras yo me retorcía bajo las vibraciones de su lengua.

Me corrí gritando. Se limpió los labios en mis muslos y se incorporó, como una seductora sombra que emerge en medio de la oscuridad. Se colocó sobre mí y me penetró.

Por encima de mis gemidos, lo oí pronunciar mi nombre como si el placer de poseerme fuera demasiado fuerte. Yo estaba agarrada a su cintura; él, a las sábanas. Impulsaba las caderas y las balanceaba, empujando su magnífica polla profunda e incansablemente dentro de mí.

Cuando me desperté de nuevo, el sol ya estaba alto en el cielo, y el otro lado de la cama, frío y vacío.

17

A la mañana siguiente, estaba preparando una taza de café para Maite cuando mi móvil empezó a sonar. Dejé el cartón de leche sobre la encimera, fui hasta el taburete de cocina donde había dejado mi chaqueta y saqué el teléfono del bolsillo. Armándome de valor, contesté: —Buenos días, madre.

—Hola, William. Siento cancelarlo con tan poca antelación —su respiración era trémula—, pero hoy no podré almorzar contigo.

Regresé a donde tenía el café, sabiendo que lo necesitaría para el largo día que me esperaba. —No pasa nada.

—Seguro que te sientes aliviado —dijo con amargura.

Di un trago, deseando que ojalá fuera algo más fuerte pese a que apenas eran las ocho pasadas. —Pues no. Si no quisiera comer contigo, lo habría cancelado yo.

Se quedó callada un momento, luego preguntó: —¿Has visto a Chris últimamente?

Tomé otro sorbo con la mirada puesta en el pasillo, puesto que esperaba a Maite. —Lo vi el martes.

—¿Hace tanto tiempo? —preguntó con voz temerosa. No me resultó muy grato oírla.

Maite entró entonces corriendo en el salón, descalza, con el cuerpo envuelto en un vestido de tubo beis claro que, sin dejar de ser profesional, le marcaba todas las curvas. Lo había elegido para ella a sabiendas de que ese color resaltaría el de su piel y el tono claro de su cabello.

El placer que me produjo verla me corrió por las venas como el licor que habría deseado tener en el café. Embriagarme y cautivarme: eso era lo que conseguía hacer conmigo. —Tengo que dejarte —dije al teléfono—. Te llamaré luego.

—Nunca lo haces.

Dejé mi taza para coger la de Maite. —No lo diría si no pensara hacerlo.

Dando por finalizada la llamada, me guardé el teléfono en el bolsillo y le pasé el café a mi mujer. —Estás deslumbrante —susurré, inclinándome para darle un beso en la mejilla.

—Para ser un hombre que asegura no saber absolutamente nada sobre mujeres, hay una a la que se te da muy bien vestir —dijo mirándome por encima del borde de su taza antes de darle un sorbo.

Dejó escapar un débil gemido de placer al tragar, un sonido muy parecido al que hacía cuando la penetraba. El café, hacía tiempo que me había enterado, era una de las adicciones de Maite. —He cometido errores, pero estoy aprendiendo.

Me apoyé contra la encimera y la atraje hacia mis piernas abiertas. ¿Se habría dado cuenta de que le faltaba un vestido de Vera Wang en el armario? Se lo había quitado al darme cuenta de que dejaba sus tetas demasiado expuestas. Sostuvo la taza en alto. —Gracias por esto —dijo.

—Ha sido un placer. —Le rocé la mejilla con las yemas de los dedos —. Tengo que hablar contigo.

—¡Oh! ¿Qué pasa, campeón? —¿Aún tienes una alerta de Google sobre mí?

Bajó la mirada a la taza. —¿Es ahora cuando debería acogerme a la Quinta Enmienda?

—No será necesario. —Esperé a que volviera a mirarme—. Corinne ha escrito un libro sobre el tiempo que pasamos juntos.

—¡¿Qué?! —El color de sus ojos cambió de gris claro a gris pizarra.

Le rodeé la nuca con una mano y con el pulgar le palpé el pulso, que empezaba a acelerársele. —Por lo que he leído en el comunicado de prensa, llevó un diario durante ese tiempo. También incluye fotos personales.

—¿Por qué?... ¿Por qué vender esas cosas para que la gente hurgue en ellas?

Le temblaba la mano con la que sostenía la taza, así que se la cogí y la dejé en la encimera. —No creo que sepa siquiera por qué lo hace.

—¿Podrías impedirlo?

—No. Sin embargo, si miente descaradamente y puedo probarlo, la demandaré.

—Pero sólo una vez se haya publicado. —Apoyó las manos en mi pecho—. Sabe que tendrás que leerlo. Tendrás que ver las fotos y leer sobre lo mucho que te quiere. Leerás cosas que ya ni siquiera recuerdas.

lo mucho que te quiere. Leerás cosas que ya ni siquiera recuerdas. —Y me dará igual. —La besé en la frente—. Nunca la he querido, no como te quiero a ti. Volver la vista atrás no va a hacer que de repente desee estar con ella en vez de contigo.

—Ella no te presionaba... —susurró—. No como lo hago yo.

Le hablé rozándole la piel con los labios, deseando meterle las palabras en la cabeza para que nunca dudara de ellas. —Tampoco me enardecía. No me hacía desear, anhelar ni soñar como lo haces tú. No hay punto de comparación, cielo, ni tampoco vuelta atrás. No lo querría de ninguna manera.

Maite cerró sus preciosos ojos y se apoyó en mí. —No paran de venirnos golpes, ¿verdad?

Miré por encima de su cabeza en dirección a la ventana, hacia el mundo que nos esperaba en cuanto saliéramos afuera. —Deja que vengan.

Ella exhaló con brusquedad. —Sí, que vengan.

***

Divisé a Arnoldo en cuanto entré en Tableau One. Vestido con su inmaculada chaqueta blanca de chef a juego con unos pantalones blancos, se encontraba junto a una mesa para dos, al fondo, hablando con la mujer a la que yo había ido a ver.

Cuando me acercaba, ella volvió la cabeza hacia mí, con su oscura melena cayéndole por la espalda. Al verme, sus ojos azules se iluminaron por un momento, pero enseguida reprimió esa luz. Me recibió con una sonrisa fría y un tanto petulante. —Corinne. —La saludé con una inclinación de la cabeza antes de estrecharle la mano a Arnoldo.

El restaurante que él dirigía y que yo financiaba estaba abarrotado con los comensales de la hora del almuerzo. El murmullo de las numerosas conversaciones era tan alto que ahogaba la música instrumental de estilo italiano que sonaba por los altavoces empotrados.

Arnoldo se disculpó porque tenía que volver a la cocina y se despidió de Corinne besándole la mano. Antes de marcharse, me lanzó una mirada que yo interpreté como de que ya hablaríamos después. Me senté enfrente de Corinne. —Te agradezco que hayas encontrado un hueco para verme.

—Tu invitación ha sido una agradable sorpresa.

—No creo que fuera inesperada.

Me eché hacia atrás, absorbiendo la suave cadencia del habla de Corinne. Mientras que la voz gutural de Maite despertaba un profundo anhelo en mí, la de Corinne siempre me había sosegado.

Su sonrisa se hizo más ancha al tiempo que se sacudía una mota imperceptible en el escote del vestido rojo que llevaba. —No, supongo que no.

Molesto con el juego que se llevaba entre manos, le hablé secamente: —¿Qué estás haciendo? Valoras tu intimidad tanto como yo la mía.

Ella juntó los labios en una apretada línea. —Pensé exactamente lo mismo cuando vi el vídeo de Maite y tú discutiendo en el parque. Dices que no te conozco, pero no es cierto, y en circunstancias normales jamás permitirías que tu vida privada trascendiera.

—¿A qué te refieres con «circunstancias normales»? —salté, incapaz de negar que con Maite era un hombre diferente.

Nunca había consentido a las mujeres que me ponían a prueba esperando gestos grandilocuentes. Si ponían mucho empeño en perseguirme, dejaba que me cazaran por una noche. Con Maite, siempre había sido yo el perseguidor. —A eso voy: ya no te acuerdas —replicó—. Porque estás tan absorto en tu apasionada historia de amor que no ves más allá.

—No hay nada más allá, Corinne. Estaré con ella hasta que me muera.

Suspiró. —Eso piensas ahora, pero las relaciones tormentosas no duran, William. Se apagan. A ti te gusta el orden y la tranquilidad, y eso no lo tendrás con ella. Jamás. Y en tu fuero interno, lo sabes.

Sus palabras dieron en el clavo. Inconscientemente, Corinne había reproducido mis pensamientos a ese respecto.

Un camarero se acercó a nuestra mesa. Ella pidió una ensalada; yo, una copa... doble. —Has decidido vender unas memorias completas para conseguir... ¿qué exactamente? —pregunté cuando se marchó el camarero—. ¿Vengarte de mí? ¿Hacerle daño a Maite?

—No. Quiero que no olvides.

—Ésa no es la manera.

—Y ¿cuál es?

Le sostuve la mirada. —Todo ha terminado, Corinne. Sacar a la luz las memorias del tiempo que pasamos juntos no va a cambiar ese hecho.

—Puede que no —concedió, con tanta tristeza que me entraron remordimientos—. Pero dijiste que nunca me habías querido. Al menos demostraré que eso no es cierto. Te di consuelo, alegría. Eras feliz conmigo. No veo esa clase de paz cuando estás con ella. No puedes afirmar que la sientes.

—Por lo que dices, me parece que no te importa si vuelvo contigo o no. Pero si vas a dejar a Giroux, quizá sí te importe el dinero. ¿Cuánto te han pagado por prostituir tu «amor» por mí?

Alzó el mentón. —Ésa no es la razón por la que he escrito el libro.

—Sólo quieres asegurarte de que no siga con Maite.

—Lo que quiero es que seas feliz, William. Y, desde que la conoces, te he visto de todo excepto feliz.

¿Cómo se tomaría Maite el libro cuando lo leyera? Me imaginaba que no mucho mejor de lo que yo estaba tomándome Rubia. Corinne bajó la mirada a mi mano izquierda, que tenía apoyada en la mesa. —¿Le has dado a Maite el anillo de compromiso de tu madre?

—Es suyo desde hace poco.

Tomó un sorbo del vino que yo había visto sobre la mesa cuando llegué. —¿Ya lo tenías cuando tú y yo estábamos juntos?

—Sí.

Se turbó. —Puedes repetirte a ti misma que Maite y yo somos incompatibles — dije con firmeza—, que o estamos peleándonos o estamos follando sin que haya nada sustancial entremedias. Pero lo cierto es que ella es mi otra mitad y que lo que estás haciendo va a herirla, lo cual me dolerá a mí también. Te pagaré la prestación económica del contrato de edición si retiras el libro.

Se me quedó mirando durante un largo minuto. —No... No puedo, William.

—Dime por qué.

—Estás pidiéndome que te deje ir. Para mí, ésta es una manera de hacerlo.

Me eché hacia adelante en la silla. —Corinne, estoy pidiéndote que, si de verdad sientes algo por mí, por favor, renuncies a ello.

—William...

—Si no lo haces, convertirás lo que para mí eran buenos recuerdos en algo odioso.

Percibí un brillo de lágrimas en sus ojos color turquesa. —Lo siento.
Me retiré de la mesa y me levanté. —Y más que lo sentirás.

Giré sobre mis talones y salí del restaurante en dirección al Bentley, que me esperaba. Angus abrió la puerta, dirigiendo la mirada hacia el enorme ventanal del Tableau One. —¡Mierda! —Me deslicé en el asiento de atrás—. ¡Puta mierda!

Las personas a las que de alguna manera les parecía que había sido injusto con ellas estaban saliendo de las sombras como arañas, atraídas por la presencia de Maite en mi vida.

Ella era mi punto más vulnerable, y no sabía disimularlo. Estaba convirtiéndose en un problema que tenía que controlar. Christopher, Anne, Landon, Corinne... eran sólo el principio. Había otras personas resentidas conmigo. Y eran aún más las que guardaban rencor a mi padre.

Llevaba tiempo retándolos a todos a que se metieran conmigo, y disfrutaba del desafío. Ahora, los muy cabrones se metían conmigo a través de mi mujer. Todos a la vez. Y empezaba a sentirme desbordado. Si no me mantenía en guardia, plenamente centrado, dejaría a Maite al descubierto y sin protección. Y tenía que evitarlo a toda costa.
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Mensaje por tamalevyrroni Mar Nov 10, 2015 12:39 pm

***

—Aún quiero verte esta noche —dijo Maite con una voz seductora que se deslizaba por el auricular como el humo.

—Eso está fuera de cuestión —respondí apoyándome en el respaldo de la silla. Al otro lado de la ventana, empezaba a ponerse el sol. La jornada laboral había terminado. En algún momento de aquella locura de semana, agosto había dado paso a septiembre—. Tú atiende a Cary, yo me sentaré con Arnoldo y, cuando hayamos terminado, tú y yo empezaremos el fin de semana.

—Dios, esta semana ha pasado volando. Necesito hacer ejercicio.

Me lo he saltado muchos días. —Boxea conmigo mañana.

Ella se rio. —Sí, ya.

—Lo digo en serio.

Imaginé a Maite con su sujetador deportivo y sus mallas ajustadas, y mi polla dio una sacudida. —¡Yo no puedo luchar contigo! —protestó.

—Claro que puedes.

—Tú sabes mucho. Se te da muy bien.

—Pongamos a prueba tus habilidades de defensa personal, cielo. —La idea que había propuesto sin pensarlo de repente se me antojó la mejor que había tenido en todo el día—. Quiero saber que puedes defenderte en el improbable caso de que tengas que hacerlo.

Nunca tendría que hacerlo, pero me quedaría más tranquilo sabiendo que podría librarse de un peligro. —Mañana tengo asuntos de boda, pero lo pensaré —dijo—. Espera un momento.

Oí abrirse la puerta del coche y a Maite saludar al portero. Dijo «hola» a la conserje, y luego oí el ruido de un ascensor que llegaba al vestíbulo de su casa. —Ya sabes —suspiró—. Estoy aguantando el tipo por Cary, pero me preocupa lo que pueda pasar con Trey. Si se larga, creo que Cary podría hacerse daño a sí mismo.

—Pide demasiado —la advertí, oyendo de nuevo el ruido del ascensor —. Lo que Cary le está diciendo a ese chico es que tiene una querindonga preñada a la que no piensa dejar. No, borra eso. Le está diciendo a Trey que él va a pasar a ser su querindongo. No creo que eso le siente bien a nadie.

—Ya lo sé.

—Tendré el teléfono conmigo toda la noche. Si me necesitas, llámame.

—Te necesito siempre. Estoy en casa, y tengo que irme. Hasta luego. Te quiero.

¿Me impactarían siempre esas palabras hasta el punto de cortárseme la respiración?

Colgamos justo en el momento en que una figura conocida doblaba la esquina que conducía a mi oficina. Me puse en pie cuando Mark Garrity llegó a la puerta, que estaba abierta, y fui a su encuentro con la mano tendida. —Mark, gracias por hacer un hueco para venir a verme.

Él sonrió y me estrechó la mano con fuerza. —Soy yo quien le está agradecido, señor Cross. Hay un buen número de personas en esta ciudad, en el mundo entero, en realidad, que matarían por estar donde yo estoy ahora.

—Llámame William, por favor. —Con un gesto, lo invité a pasar a la zona de estar—. ¿Qué tal Steven?

—Muy bien, gracias. Empiezo a creer que erró la vocación y que debería haberse dedicado a la organización de bodas.

Sonreí. —Maite va a ponerse con ello este fin de semana.

Tras desabrocharse la chaqueta, se tiró hacia arriba de las perneras y se sentó en el sofá. El traje gris que llevaba hacía contraste con el tono oscuro de su piel y la corbata de rayas, lo que le confería un aspecto de profesional urbano en ascenso. —Si se divierte con ello la mitad que Steven —dijo—, se lo pasará como nunca.

—Esperemos que no le divierta demasiado —respondí permaneciendo de pie—. Me gustaría pasar la etapa de la organización y llegar a la boda de verdad. Mark se rio.

—¿Quieres beber algo? —pregunté.

—No, gracias.

—Vale. Seré breve.

—Tomé asiento—. Te he pedido que te reúnas conmigo después del trabajo porque no me parecía apropiado ofrecerte un cargo en Cross Industries durante tu horario de trabajo en Waters Field & Leaman.

Alzó las cejas al instante. Le di unos segundos para que lo asimilara. —Cross Industries tiene varias sociedades financieras internacionales, centradas en bienes inmuebles, ocio y marcas de primera calidad, o activos que creemos que pueden llegar a esa situación.

—Como Vodka Kingsman.

—Exactamente. En su mayor parte, las campañas de publicidad y marketing se llevan desde abajo, pero las revisiones de marca o las modificaciones de comunicación se aprueban aquí. Debido a la diversidad que he mencionado, constantemente estamos estudiando nuevas estrategias para dar una nueva imagen o reforzar una marca establecida. Nos vendrías muy bien.

—¡Vaya! —Mark se frotó las palmas de las manos contra las rodillas —. No sé muy bien qué esperaba, pero esto me coge desprevenido.

—Te pagaré el doble de lo que estés cobrando ahora, para empezar.

—Es una oferta impresionante.

—No soy de los que disfrutan oyendo la palabra no.

Su sonrisa se hizo más amplia. —Dudo que la oigas muy a menudo. ¿Debo suponer que Maite deja Waters Field & Leaman?

—Todavía no lo ha decidido.

—¿No? —Volvió a enarcar las cejas—. Si yo me marcho, ella perderá su empleo.

—Y conseguirá otro aquí, claro —dije. Procuraba responder de la forma más corta y menos reveladora posible. Buscaba su cooperación, no preguntas cuyas respuestas podrían no gustarle.

—¿Está esperando a que yo acepte antes de dar ningún paso?

—Tu decisión podría servir de catalizador.

Mark se pasó una mano por la corbata. —Me siento halagado y emocionado a la vez, pero...

—Soy consciente de que no es un paso que tuvieras en mente dar — tercié con delicadeza—. Estás a gusto donde estás, y cuentas con una estabilidad laboral. Así que me encuentro en condiciones de garantizarte el puesto, además de unos dividendos razonables y un aumento de sueldo anual, para los próximos tres años, salvo mala conducta profesional por tu parte.

Echándome hacia adelante, puse los dedos en la carpeta que Scott había dejado sobre la mesa. Se la pasé a Mark. —Ahí encontrarás toda la información detallada. Llévatela a casa, háblalo con Steven y dame una respuesta el lunes.

—¿El lunes?

Me puse en pie. —Supongo que querrás comunicárselo a Waters Field & Leaman con bastante antelación, y me parece muy bien, pero necesitaré contar con tu compromiso cuanto antes.

Cogió la carpeta y se levantó. —¿Y si tengo alguna duda?

—Llámame. Dentro está mi tarjeta. —Miré el reloj—. Discúlpame, tengo otra cita.

—Sí, claro. —Mark me estrechó la mano que le tendía—. Lo siento. Esto ha sido tan repentino que no creo haberlo asimilado todavía. Sin embargo, soy consciente de que estás ofreciéndome una oportunidad fantástica, y te lo agradezco.

—Eres bueno en lo que haces —le dije sinceramente—. No te haría la oferta si no estuvieras a la altura. Piénsalo y luego di que sí.

Se echó a reír. —Lo pensaré seriamente y te daré la respuesta el lunes.

Cuando se marchó, giré la cabeza hacia el edificio que albergaba la sede de LanCorp. Landon no volvería a pillarme desprevenido.

***

Se puso a llorar en cuanto te marchaste.

Miré a Arnoldo por encima del borde del vaso de whisky que estaba tomándome. Tragué. —¿Quieres que me sienta culpable?

—No. Yo tampoco le tendría lástima, pero creí que debías saber que Corinne aún tiene corazón.

—Nunca se me ha pasado por la cabeza que no lo tuviera. Aunque creí que se lo había dado a su marido.

Arnoldo se encogió de hombros con indiferencia. Vestido con unos vaqueros desgastados y una camisa blanca metida por dentro, con el cuello desabrochado y los puños remangados, atraía la atención femenina.

El bar se encontraba abarrotado, pero nuestra sección de la zona vip estaba bien vigilada, y se mantenía a raya al resto de la clientela. Arnoldo se sentaba en el sofá de media luna en el que se había sentado Cary la primera noche en que me vi con Maite fuera del Crossfire. Ese lugar siempre me traería muchos recuerdos. Fue aquella noche cuando me di cuenta de que ella lo estaba cambiando todo. —Pareces cansado —dijo Arnoldo.

—Ha sido una semana difícil. —Vi la expresión que puso—. No, no se trata de Maite.

—¿Quieres que hablemos de ello?

—En realidad no hay nada que decir. Tendría que haber sido más listo. He dejado ver a todo el mundo lo mucho que ella significa para mí.

—Besos apasionados en la calle, peleas aún más apasionadas en el parque... —Sonrió compasivamente—. No sabes disimular los sentimientos, ¿verdad?

—He abierto la puerta y ahora quiere entrar todo el mundo. Ella es la manera más directa de joderme, y todos lo saben.

—¿Brett Kline también?

—Él ya no es un problema.

Arnoldo se me quedó mirando y debió de ver lo que necesitaba ver. —Me alegro, amigo mío.

—Yo también. —Tomé otro trago—. Y tú ¿qué me cuentas?

Con un gesto de la mano dio a entender que nada de particular, deslizando la mirada a nuestro alrededor para no perder detalle de las mujeres que estaban cerca bailando al ritmo de la música de Lana del Rey. —El restaurante, como ya sabes, va bien.

—Sí, estoy muy satisfecho. Ha sobrepasado las expectativas de rentabilidad en todos los sentidos.

—A principios de esta semana hemos rodado algunas campañas de intriga para la próxima temporada. En cuanto el canal Food Network empiece a emitir éstas y los nuevos episodios, notaremos un bonito incremento del negocio.

—Siempre puedo decir que ya te conocía.

Se echó a reír y chocó su vaso contra el mío cuando lo sostuve en alto para brindar.

Habíamos vuelto por el buen camino, lo cual calmaba en parte la inquietud que sentía. Yo no me apoyaba en Arnoldo como Maite se apoyaba en sus amigos o Cary en ella, pero de todos modos Arnoldo era importante para mí. En mi vida no había muchas personas que me fueran cercanas. Retomar el ritmo que él y yo teníamos antes era al menos una victoria importante en una semana que parecía una batalla perdida.

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Mensaje por EsperanzaLR Mar Nov 10, 2015 5:51 pm

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Mensaje por EsperanzaLR Miér Nov 11, 2015 12:01 pm

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Mensaje por tamalevyrroni Miér Nov 11, 2015 12:07 pm

—Oh, Dios mío —gemí de placer al probar un bocado de un cupcake de tofe y chocolate—. Esto está divino.

Kristin, la organizadora del enlace, esbozó una sonrisa radiante. —También es uno de mis favoritos. Pero espera, el de vainilla con sabor a mantequilla es aún mejor.

—¿La vainilla mejor que el chocolate? —Paseé la mirada por las cosas ricas que había sobre la mesita de centro—. ¡Venga ya!

—Normalmente estaría de acuerdo contigo —dijo Kristin, anotando algo—, pero esta pastelería ha conseguido convertirme. El de limón también está muy bueno.

La luz de primera hora de la tarde entraba a raudales por el enorme ventanal que ocupaba una pared del salón privado de mi madre, iluminando sus claros rizos dorados y su tez de porcelana. Había pintado las paredes hacía poco, optando por un suave gris azulado que confería una nueva energía al espacio e iba muy bien con ella.

Era una de sus habilidades: exhibirse a la luz que más la favorecía. Y era también uno de sus principales defectos, en mi opinión. Se preocupaba demasiado por las apariencias.

Yo no entendía cómo era posible que mi madre no se aburriera siguiendo las últimas tendencias en decoración, pese a que le había llevado alrededor de un año completar todas las habitaciones y todos los pasillos del ático de casi seiscientos metros cuadrados de Stanton.

Mi único encuentro con Blaire Ash había bastado para darme cuenta de que el gen de la decoración se había saltado mi generación. Me interesaban sus ideas pero no conseguía que me entusiasmaran los detalles.

Mientras me metía otro cupcake en la boca, mi madre pinchaba delicadamente con un tenedor uno de los pastelitos del tamaño de una moneda. —¿Qué arreglos florales prefieres? —preguntó Kristin, cruzando y descruzando sus largas piernas de color café.

Sus tacones Jimmy Choo eran elegantes pero a la vez sexis; su vestido cruzado de Diane von Fürstenberg era vintage y clásico al mismo tiempo.

Llevaba el pelo, oscuro y hasta los hombros, en firmes rizos que le enmarcaban y le favorecían su rostro alargado, y el carmín rosa claro resaltaba sus anchos y carnosos labios. Daba una imagen de extraordinaria firmeza, y me cayó bien desde el momento en que la conocí. —Rojo —respondí, limpiándome el azúcar glaseado de la comisura de la boca—. Cualquier cosa roja.

—¿Rojo? —Mi madre negó enérgicamente con la cabeza—. Demasiado llamativo, Maite. Es tu primera boda. Mejor blanco, crema o dorado.

Me quedé mirándola. —¿Cuántas bodas crees que voy a tener?

—No me malinterpretes. Eres una novia primeriza.

—No estoy diciendo que el vestido tenga que ser rojo —argumenté—. Sólo que el color primario dominante debe ser el rojo.

—Creo que no va a quedar bien, cariño. Y he pasado por unas cuantas bodas.

Me acordaba de las que tuvo que organizar mi madre, cada una a cuál más compleja y memorable. Nada de exageraciones y siempre con buen gusto. Bodas preciosas para una novia joven y bonita. Confiaba en envejecer con la mitad de gracia que ella, porque, a medida que pasara el tiempo, William estaría cada vez más atractivo. Era de esa clase de hombres. —Permíteme que te enseñe cómo puede quedar el rojo, Monica —dijo Kristin, sacando un álbum de cuero de su bolso—. El rojo puede ser increíble, sobre todo para bodas de tarde. Lo importante es que la ceremonia y el banquete representen tanto a la novia como al novio. Para que el día sea en verdad memorable, es importante que visualmente transmitamos su estilo, su historia y sus esperanzas para el futuro.

Mi madre cogió el álbum desplegado y echó un vistazo al collage de fotos que había en la página. —Maite, no lo dirás en serio, ¿verdad? —insistió.

Lancé a Kristin una mirada de agradecimiento por respaldarme, sobre todo cuando se había embarcado en aquello esperando que mi madre asumiera el pago de la cuenta. Claro que el hecho de que me casara con William Cross probablemente contribuía a que se pusiera de mi lado. Utilizarlo como referencia sin duda la ayudaría a atraer a nuevos clientes en el futuro. —Seguro que podemos llegar a un acuerdo, mamá. —Al menos, eso esperaba. Aún no le había dejado caer encima la bomba más grande.

—¿Tenemos idea del presupuesto? —preguntó Kristin.

Y ahí estaba... Vi cómo a mi madre se le abría la boca lentamente, y a mí se me aceleró el corazón en un latido de pánico. —Cincuenta mil para la ceremonia misma —solté—. Menos el coste del vestido.

Las dos mujeres me miraron con los ojos muy abiertos. Mi madre dejó escapar una risa incrédula, llevándose una mano al colgante Trinity de Cartier que lucía entre los pechos. —Santo Dios, Maite. ¡No es momento para bromas!

—Papá va a pagar la boda, mamá —le dije, con la voz reforzada ahora que había pasado el momento que más temía.

Mi madre me miraba sin dejar de pestañear y, sólo por un instante, en sus ojos azules pudo entreverse una dulce suavidad. Entonces tensó la mandíbula. —Sólo el vestido costará más que eso. Las flores, el local...

—Nos vamos a casar en la playa —intervine, idea que acababa de ocurrírseme—. En Carolina del Norte. En los Outer Banks. En la casa que William y yo hemos comprado. Sólo necesitaremos flores para los miembros de la fiesta nupcial.

—No lo entiendes. —Mi madre miró a Kristin en busca de apoyo—. Eso no funcionaría de ninguna manera. No podrías controlar nada.

Lo que significaba en realidad que ella no podría controlar nada.
—Tiempo imprevisible —continuó—, arena por doquier... Además, pedir a todos que se trasladen tan lejos de la ciudad hará que algunos no puedan acudir. Y ¿dónde se alojará todo el mundo?

—¿Quién es «todo el mundo»? Ya te he dicho que va a ser una ceremonia íntima, para amigos y familiares solamente. William se encargará del asunto del viaje. Estoy segura de que igualmente estará encantado de ocuparse del alojamiento.

—Yo puedo ayudar en eso —dijo Kristin.

—¡No la animes! —saltó mi madre.

—¡No seas así! —salté yo a mi vez—. Creo que olvidas que se trata de mi boda. No es una operación publicitaria.

Mi madre tomó aire profundamente para intentar serenarse. —Maite, me parece muy bonito por tu parte que quieras complacer a tu padre de esa manera, pero él no se hace una idea de la carga que pone sobre tus hombros pidiéndotelo. Aunque yo pusiera un dólar por cada dólar suyo no sería suficiente.

—Es más que suficiente. —Entrelacé con fuerza las manos en el regazo, apretándome los anillos hasta hacerme daño en los dedos—. Y no es ninguna carga.

—Ofenderás a algunas personas. Debes entender que un hombre de la categoría de William necesita aprovechar cualquier oportunidad para afianzar su red de contactos. Él va a querer...

—... fugarse —solté exasperada por nuestra consabida disparidad de opiniones—. Si por él fuera, nos iríamos corriendo a cualquier lugar y nos casaríamos en una playa lejana con unos pocos testigos y una fantástica vista.

—Puede que él diga que...

—No, madre. Créeme. Eso es exactamente lo que él haría.

—Hum, si me permitís... —Kristin se inclinó hacia adelante—. Podemos conseguir que funcione, Monica. Muchas bodas de famosos son asuntos privados. Un presupuesto limitado nos obligará a centrarnos en los detalles. Y, si William y Maite quieren, se puede organizar la venta de algunas fotografías seleccionadas a revistas de actualidad y donar los beneficios a obras de caridad.

—¡Oh, eso me gusta! —exclamé, a la vez que me preguntaba cómo podría cuadrarse con la exclusiva de cuarenta y ocho horas que William le había ofrecido a Deanna Johnson.

Mi madre estaba consternada. —He soñado con tu boda desde el día en que naciste —dijo en voz baja—. Siempre he querido para ti algo digno de una princesa.

—Mamá. —Alargué un brazo y le cogí la mano—. Puedes tirar la casa por la ventana con el banquete, ¿vale? Haz lo que quieras. Pasa del rojo, invita al mundo entero, lo que te apetezca. En lo que respecta a la ceremonia, ¿no es suficiente con que haya encontrado a mi príncipe?

Me apretó la mano y me miró con lágrimas en los ojos. —Supongo que tendrá que serlo.
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Mensaje por tamalevyrroni Miér Nov 11, 2015 12:13 pm

***

Acababa de sentarme en el asiento trasero del Mercedes cuando mi móvil empezó a sonar. Al sacarlo del bolso, vi en la pantalla que era Trey. Se me formó un pequeño nudo en el estómago.

No podía quitarme de la cabeza la desolada expresión de su rostro la noche anterior. Me había escondido en la cocina mientras Cary estaba con él en el cuarto de estar y estaba hablándole de Tatiana y del niño. Había metido al horno un estofado de carne y me había sentado con mi tableta a leer junto a la isla de la cocina sin perder de vista a Cary. Incluso de perfil, pude ver lo mal que Trey encajaba la noticia.

Aun así, se había quedado a cenar y después a dormir, por lo que confiaba en que al final se solucionarían las cosas. Al menos, no se había ido con viento fresco. —Hola, Trey —respondí—. ¿Cómo estás?

—Hola, Maite. —Suspiró profundamente—. No tengo ni idea de cómo estoy. ¿Qué tal tú?

—Bueno, acabo de salir de casa de mi madre tras pasar varias horas hablando de la boda. No ha ido tan mal como podría haber ido, aunque podría haber ido mejor. Pero así suelen ser las cosas con mi madre.

—Vaya..., veo que ya tienes bastantes problemas. Siento molestarte.

—Trey, no pasa nada. Me alegra que hayas llamado. Si quieres hablar, aquí me tienes.

—¿Podríamos quedar algún día, cuando te venga bien?

—¿Qué tal ahora mismo?

—¿De verdad? Estoy en un mercadillo al aire libre en la zona oeste de la ciudad. Mi hermana me obligó a salir pero se aburría conmigo, así que me ha dejado tirado hace unos minutos, y ahora me pregunto qué demonios hago aquí.

—Puedo ir a buscarte.

—Estoy entre la Ochenta y dos y la Ochenta y tres, cerca de Amsterdam. Esto está abarrotado, que lo sepas.

—Vale. No te muevas de ahí. Te veré dentro de unos minutos.

—Gracias, Maite.

Colgamos e intercambié una mirada con Raúl en el espejo retrovisor. —Amsterdam y la Ochenta y dos. Todo lo cerca que puedas.

Él asintió con la cabeza. —Gracias.

Al doblar una esquina, me puse a mirar por la ventanilla, contemplando la ciudad en aquella soleada mañana de sábado

***

El ritmo de Manhattan era más lento los fines de semana; la ropa, más informal, y había más vendedores ambulantes. Las mujeres, con sandalias y vestidos veraniegos, miraban escaparates sin prisas; mientras que los hombres, en pantalón corto y camiseta, se dedicaban a observar a las mujeres y a hablar entre sí de lo que sea que hablen los hombres. Se veían perros de todos los tamaños que brincaban atados a correas, y niños en cochecitos que agitaban las piernas o dormían.

Una pareja de ancianos caminaban agarrados de la mano, ensimismados aún el uno en el otro tras años de familiaridad.

Llamé a William utilizando la marcación rápida antes de ser consciente de haber pensado en hacerlo. —Cielo —respondió—, ¿vienes ya para casa?

—No exactamente. He terminado en casa de mi madre, pero he quedado con Trey.

—¿Vas a estar mucho tiempo con él?

No lo sé. No más de media hora, creo. Dios, espero que no vaya a decirme que ha terminado con Cary.

—¿Qué tal te ha ido con tu madre?

—Le he dicho que vamos a casarnos en la playa de la casa de los Outer Banks. —Hice una pausa—. Lo siento, creo que debería habértelo preguntado primero.

—Creo que es una idea estupenda. —Su voz ronca adoptó ese timbre especial que revelaba que se había emocionado.

—Me ha preguntado cómo pensamos alojar a los invitados. Le he dicho que eso era cosa tuya y de la organizadora de la boda.

—Has hecho bien. Ya lo pensaremos.

Me invadió una repentina y cálida oleada del inmenso amor que sentía por él. —Gracias.

—Así que ya has superado el mayor escollo —dijo, comprendiendo la situación como hacía a menudo.

—Bueno, no estoy muy segura. No paraba de llorar. Tenía grandes sueños que no van a hacerse realidad. Confío en que se olvide de ellos y lo asuma.

—¿Y su familia? No hemos hablado de organizar las cosas para que vengan.

—¿Y su familia? No hemos hablado de organizar las cosas para que vengan. Me encogí de hombros y entonces caí en la cuenta de que William no me veía. —No están invitados —respondí—. Lo único que sé de ellos es lo que he averiguado a través de Google. Repudiaron a mi madre cuando se quedó embarazada de mí, así que nunca han estado presentes en mi vida.

—Vale, muy bien —dijo con suavidad—. Te daré una sorpresa cuando llegues a casa.

—¡Oh! —Me animé inmediatamente—. Dame una pista.

—De ninguna manera. Si tienes curiosidad, tendrás que apresurarte a volver a casa.

Hice un mohín. —Eres un bromista.

—Los bromistas no cumplen lo que prometen. Yo sí.

Sentí un escalofrío de placer al oír la aterciopelada aspereza de su voz. —Volveré en cuanto pueda.

—Estaré esperándote —susurró.
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Mensaje por tamalevyrroni Miér Nov 11, 2015 12:23 pm

***

El tráfico cercano al mercadillo estaba imposible. Raúl dejó el Mercedes en el garaje de mi edificio de apartamentos y me acompañó hasta la calle donde había quedado.

Cuando llevábamos recorrida media manzana, empecé a oler a comida y comenzó a hacérseme la boca agua. Se oía música y, cuando llegamos a la avenida Amsterdam, vi que provenía de una mujer que cantaba sobre un pequeño escenario ante un público numeroso.

Los vendedores ambulantes flanqueaban ambos lados de la calle a rebosar, y protegían sus artículos y a sí mismos bajo toldos de lona blanca. Desde bufandas y sombreros hasta joyas y obras de arte, pasando por productos frescos y comidas internacionales, allí podía encontrarse cualquier cosa que se deseara.

Tardé unos minutos en divisar a Trey entre la multitud. Lo hallé sentado en unos escalones no muy lejos de la esquina en la que habíamos quedado. Vestía unos vaqueros holgados y una camiseta verde oliva, con unas gafas sobre el puente torcido de la nariz, antaño rota. El pelo, rubio, lo llevaba tan revuelto como siempre, y sus preciosos labios dibujaban una línea tensa.

En cuanto me vio, se levantó, tendiéndome una mano para que se la estrechara. Pero yo lo atraje hacia mí y lo abracé, manteniéndolo así hasta que noté que se relajaba y me devolvía el abrazo. La vida seguía a nuestro alrededor: a los neoyorquinos no les incomodaban las manifestaciones públicas de afecto. Raúl se quedó a cierta distancia. —Soy un puto desastre —masculló Trey apoyado en mi hombro.

—No, no lo eres. —Me aparté e hice un gesto para que nos dirigiéramos a los escalones en los que lo había encontrado—. En tu lugar, cualquiera estaría hecho polvo.

Se sentó en el peldaño intermedio. Yo me acomodé a su lado. —Creo que no puedo hacerlo, Maite. Ni creo que deba. Quiero a alguien a tiempo completo en mi vida, alguien con quien pueda contar mientras termino los estudios, para luego labrarme un futuro. Pero Cary va a apoyar a esa modelo y a mí me hará un hueco cuando pueda. ¿Cómo no voy a tomármelo a mal?

—Es lógico que te hagas esa pregunta —dije estirando las piernas hacia adelante—. Sabes que Cary no estará seguro de si el niño es suyo hasta que se haga una prueba de paternidad.

Trey meneó la cabeza. —Dudo que eso importe. Parece comprometido.

—Yo creo que sí importará. Puede que no la deje, que asuma el papel de tío o algo así. No sé. De momento, hay que suponer que él es el padre, pero a lo mejor no lo es. Existe esa posibilidad.

—Entonces ¿me estás diciendo que espere otros seis meses?

—No. Si lo que quieres es que te dé respuestas, me temo que no las tengo. Lo único que puedo decirte con seguridad es que Cary te quiere, más de lo que lo he visto querer a nadie. Si te pierde, se vendrá abajo. No pretendo que te sientas culpable para que sigas con él. Sólo creo que debes saber que, si lo dejas, no serás tú el único que sufra.

—¿Debería sentirme mejor por ello?

—Puede que no. —Le puse una mano en la rodilla—. Puede que sea lo bastante mezquina como para que me resultara un consuelo. Si lo mío con William no funcionara, querría que él lo pasara tan mal como yo.

Trey esbozó una sonrisa triste. —Ya. Entiendo lo que quieres decir. ¿Seguirías con él si te enterases de que ha dejado embarazada a otra mujer? ¿Alguien con quien se esté acostando mientras sale contigo?

—Lo he pensado. Me resulta difícil imaginar no estar con William. Si en ese momento mantuviéramos una relación seria y esa mujer fuera agua pasada, si estuviera conmigo en lugar de con ella, a lo mejor podría con ello. —Me quedé mirando a una mujer que colgaba la enésima bolsa con compras en el sobrecargado manillar del cochecito de su bebé—. Pero si estuviera con ella y me tuviera a mí de segundo plato..., creo que lo dejaría.

No era fácil ser sincera cuando la verdad era lo contrario de lo que Cary querría que dijera, pero me parecía que era lo correcto. —Gracias, Maite.

—Si te sirve de algo, te diré que no pensaré mal de ti si decides seguir con Cary. No es una debilidad permanecer junto a la persona que se ama cuando ambos intentan enmendar un error, como tampoco lo es pensar primero en uno mismo. Tomes la decisión que tomes, seguiré creyendo que eres un tío estupendo.

Se inclinó hacia mí y apoyó la cabeza en mi hombro. —Gracias.

Entrelacé los dedos con los suyos. —De nada.

***

—Iré a por el coche y lo traeré hasta la puerta —dijo Raúl cuando entrábamos en el vestíbulo del edificio de mi casa.

—De acuerdo. Yo voy a mirar el buzón.

Saludé con la mano a la conserje al pasar por delante de su mesa y entré en la sala del correo mientras Raúl se dirigía al ascensor.

Introduje la llave en la cerradura, tiré de la puerta de latón y me incliné a mirar adentro. Había algunas postales, publicidad y nada más, lo que me ahorró tener que subir. Lo saqué todo y lo tiré al cubo de la basura, luego cerré la puerta y eché la llave.

Volví al vestíbulo justo en el momento en que una mujer salía del edificio. Me llamó la atención su pelo rojizo de punta. Me quedé mirando, a la espera de que saliera a la calle, confiando en poder vislumbrarla de perfil.

Se me cortó la respiración. Su pelo me sonaba de una imagen que había visto en internet. Recordaba la cara del evento benéfico al que William y yo habíamos asistido hacía unas semanas.

Entonces desapareció. Corrí tras ella, pero cuando llegué a la acera ella estaba subiendo al asiento trasero de un vehículo negro. —¡Eh! —grité.

El coche se alejó a toda velocidad y yo me quedé mirándolo. —¿Va todo bien?

Me di la vuelta y me encontré a Louie, el portero de los fines de semana. —¿Sabes quién era ésa?

Él negó con la cabeza. —No vive aquí.

Volví a entrar e hice la misma pregunta a la conserje. —¿Una pelirroja? —preguntó con expresión perpleja—. Hoy no hemos tenido visitantes que no vinieran acompañados de algún inquilino, así que no he prestado atención.

—Hum... Vale, gracias.

—El coche ya está aquí, Maite —dijo Louie desde la puerta.

Di las gracias a la conserje y me dirigí hacia Raúl. Me pasé el trayecto desde mi casa hasta la de William pensando en Anne Lucas. Cuando salí del ascensor privado al vestíbulo del ático, estaba distraída con los pensamientos que me rondaban por la cabeza.

William estaba esperándome. Vestido con unos vaqueros desgastados y una camiseta de la Universidad de Columbia, parecía muy joven y estaba muy guapo. Me dedicó una sonrisa y a punto estuve de perder el mundo de vista. —Cielo —susurró cruzando descalzo el suelo ajedrezado. Tenía una mirada que yo conocía muy bien—. Ven aquí.

Fui derecha a sus brazos abiertos y me acurruqué contra su cuerpo macizo. Me sumergí en él. —Vas a creer que estoy loca —mascullé contra su pecho—, pero juraría haber visto a Anne Lucas en el vestíbulo de mi edificio.

Él se tensó. Sabía que la psiquiatra no era santo de su devoción. —¿Cuándo? —preguntó muy serio.

—Hace unos veinte minutos. Justo antes de venir aquí.

a otra me agarró la mía y me dirigió al salón. —La señora Cross acaba de ver a Anne Lucas en el edificio de su casa —dijo a quien hubiera contestado.

—Creo haberla visto —corregí, torciendo el gesto al oír la dureza de su tono de voz.

Pero no me escuchaba. —Averígualo —ordenó antes de colgar.

—William, ¿qué ocurre?

Me dirigió hacia el sofá y nos sentamos. Dejé el bolso en la mesa de centro y me acomodé a su lado. —Estuve con Anne el otro día —explicó sin soltarme la mano—. Raúl me confirmó que era ella la mujer que habló contigo en el acto benéfico.

Lo reconoció, y le advertí que no se acercara a ti, pero lo hará. Quiere hacerme daño y sabe que puede conseguirlo haciéndote daño a ti. —Entiendo —respondí.

—Si la ves en cualquier parte, debes decírselo a Raúl inmediatamente. Aunque sólo creas que es ella.

—Un momento, campeón. ¿Fuiste a verla el otro día y no me lo dijiste?

—Te lo estoy diciendo ahora.

—Y ¿por qué no me lo dijiste entonces?

William soltó el aire bruscamente. —Fue el día que vino Chris.

—Oh.

—Sí.

Me mordí el labio inferior durante unos instantes. —Y ¿cómo podría hacerme daño?

—No lo sé. Para mí basta con que quiera hacerlo.

—¿Me rompería una pierna? ¿La nariz?...

—No creo que recurra a la violencia —respondió con sequedad—. A ella le divierten más los juegos psicológicos. Presentarse de repente donde estés tú, dejarse ver fugazmente...

Lo cual era más insidioso. —Para poder verte a ti. Eso es lo que de verdad quiere —murmuré—. Quiere verte a ti.

—No la coaccionaré. Ya he dicho lo que tenía que decir.

Bajé la mirada hacia nuestras manos unidas y me puse a juguetear con su alianza. —Anne, Corinne, Deanna... Es una locura, William. Me refiero a que no me parece normal. ¿Cuántas mujeres van a enloquecer por ti?

Por la mirada que me lanzó, supe que no le había hecho ninguna gracia. —No sé qué mosca le ha picado a Corinne. Nada de lo que ha hecho desde que volvió a Nueva York es propio de ella. Ignoro si será por la medicación que está tomando, el aborto, su divorcio...

—¿Va a divorciarse?

—No adoptes ese tono, Maite. A mí me da absolutamente igual que esté casada o soltera. Yo estoy casado. Eso no va a cambiar, y yo no soy de los que engañan. Te respeto y me respeto a mí mismo demasiado como para ser de esa clase de maridos.

Me incliné hacia adelante, ofreciéndole la boca, y él selló mis labios con un beso suave y dulce. Había dicho exactamente lo que necesitaba oír. William se separó un poco y frotó la nariz contra la mía. —Y respecto a las otras dos... Debes entender que Deanna fue un daño colateral. ¡Joder! Toda mi vida ha sido siempre un campo de batalla y algunas personas se han visto atrapadas en la línea de fuego.

Le puse una mano en la mejilla, dándole tranquilizadores masajes con el pulgar para aliviarle la tensión. Entendía a qué se refería. Él tragó saliva. —Si no me hubiera servido de Deanna para hacerle saber a Anne que todo había terminado, ella no habría sido más que el ligue de una noche. Asunto concluido.

—Pero ¿ella está bien ahora?

—Creo que sí. —Me rozó la mejilla con la yema de los dedos, una caricia que era reflejo de la que le había hecho yo—. Y, puestos a contar, te diré que dudo que me rechazara si intentara enrollarme con ella (cosa que no haré), pero creo que ya no va de mujer desdeñada.

—Sé que volvería a acostarse contigo si pudiera, y no la culpo. ¿Por qué tienes que ser tan bueno en la cama? ¿No te basta con ser tan sexi, tener un cuerpo de escándalo y una polla enorme?

Sacudió la cabeza, claramente exasperado. —No es enorme.

—Lo que sea. Eres un superdotado. Y sabes cómo utilizarlo. Y la vida sexual de las mujeres no suele ser como para tirar cohetes, así que, cuando lo es, se nos va un poco la pinza. Supongo que eso responde a mi pregunta sobre Anne, dado que te ha tenido repetidamente.

—Nunca me ha tenido. —William se echó hacia atrás, arrellanándose con el ceño fruncido—. Llegará un momento en que te hartes de oír lo gilipollas que soy.

Me acurruqué a su lado, apoyando la cabeza en su hombro. —No eres el primer tío increíblemente atractivo que utiliza a las mujeres. Y no serás el último.

—Con Anne fue diferente —gruñó—. No se trataba sólo de su marido. Me puse tensa, pero enseguida me obligué a relajarme para no ponerlo más nervioso de lo que ya estaba.

Tomó aire rápida y profundamente. —A veces me recuerda a Hugh —dijo muy deprisa—. Cómo se mueve, las cosas que dice... Hay un parecido familiar. Y algo más. No sé explicarlo.

—No lo hagas
.
—A veces los confundo. Era como si estuviera castigando a Hugh a través de Anne. Le hice cosas que nunca he hecho con nadie más. Cosas que me asqueaban cuando después pensaba en ellas.

—William... —Le rodeé la cintura.

No me lo había contado. Me había dicho que era al doctor Terrence Lucas al que castigaba, y no me cabía duda de que en parte era así. Sin embargo, ahora me daba cuenta de que eso no era todo.

William se recostó en el sofá. —Era todo muy retorcido entre Anne y yo. Yo la hice retorcida. Si pudiera volver atrás y hacer las cosas de otra manera...

—Lo solucionaremos. Gracias por contármelo.

—Tenía que hacerlo. Escúchame, cielo, debes advertir a Raúl en cuanto la veas. Aunque no estés segura. Y no vayas sola a ninguna parte. Ya se me ocurrirá qué hacer con ella. Mientras tanto, necesito saber que estás a salvo.

—De acuerdo.

No estaba muy segura de si ese plan funcionaría a largo plazo. Vivíamos en la misma ciudad que esa mujer y su marido, y Lucas ya se había acercado a mí antes. Eran un problema y necesitábamos una solución.

Pero no se nos iba a ocurrir ese día. Sábado. Uno de los dos días de la semana que estaba deseando que llegaran porque podía pasar tiempo a solas con mi marido. —Y... —empecé a decir al tiempo que deslizaba la mano por debajo de la camisa de William para acariciar su cálida piel—. ¿Dónde está mi sorpresa?

—Bueno... —La aspereza sexi de su voz se intensificó—. Vamos a esperar un poco. ¿Qué tal si empezamos con una copa de vino?

Lo miré echando la cabeza hacia atrás. —¿Estás intentando seducirme, campeón?

Me besó en la nariz. —En todo momento.

—Mmm... Adelante, entonces.
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Mensaje por tamalevyrroni Miér Nov 11, 2015 12:42 pm

***

Sabía que ocurría algo cuando William no vino a ducharse conmigo. Sólo desaprovechaba la oportunidad de acariciarme mientras tenía el cuerpo empapado por las mañanas después de haberse saciado ya conmigo.

Cuando volví al salón vestida con unos pantalones cortos y una camiseta de tirantes y sin sujetador, él me esperaba con una copa de vino tinto. Nos acomodamos en el sofá con Tres días para matar, lo cual era una prueba de lo bien que William me conocía. Me gustaba esa clase de películas: con un poco de diversión y un mucho de desmesura. Y estaba protagonizada por Kevin Costner, quien nunca me decepcionaba.

Sin embargo, por mucho que me gustara estar con mi marido sin hacer nada, a medida que pasaban las horas, empecé a ponerme a nerviosa con la espera. Y él, el muy zorro, lo sabía y sacaba partido de ello. No dejaba de rellenarme la copa y en todo momento tenía las manos encima de mí: enredadas en mi pelo, acariciándome la espalda, recorriéndome el muslo.

A eso de las nueve, ya estaba encima de él. Me acoplé en su regazo y apreté los labios contra su cuello, acariciándole el pulso con la lengua. Noté que se le alteraba y se aceleraba, pero no mostró intención de responder. Parecía absorto en el programa de televisión que habíamos dejado puesto cuando terminó la película. —William —susurré con mi tono que decía «Fóllame» al tiempo que deslizaba una mano entre sus piernas y lo encontraba duro y dispuesto como siempre.

—¿Mmm? Le mordí el lóbulo de la oreja y tiré de él con suavidad.

—¿Te importaría que me montara encima de tu enorme polla mientras tú ves la televisión?

Me pasó la mano por la espalda distraídamente. —A lo mejor no me dejas ver —respondió como si la cosa no fuera con él—. ¿Y si te arrodillas y, mejor, me haces una mamada?

Me eché hacia atrás y lo miré boquiabierta. En sus ojos vi que estaba riéndose. Le di un empujón en el hombro. —¡Eres tremendo!

—Pobrecita mía —susurró—. ¿Estás cachonda?

—¿Tú qué crees? —Me señalé el pecho. Tenía los pezones duros y tiesos, marcándose a través de la camiseta, reclamando en silencio su atención.

Entonces me agarró de los hombros, me atrajo hacia sí, me cogió un pezón entre los dientes y empezó a acariciármelo con la lengua. Yo dejé escapar un gemido. Me soltó. En ese momento tenía los ojos oscuros como zafiros. —¿Estás mojada ya?

Estaba poniéndome, rápidamente. Cuando William me miraba de esa forma, mi cuerpo se ablandaba para él, se humedecía y ardía de deseo. —¿Por qué no lo averiguas? —bromeé.

—Muéstramelo.

El tono autoritario de su voz me puso aún más cachonda. Me separé de él con mucho cuidado, sintiéndome inexplicablemente cohibida. Empujó la mesa de centro con un pie para darme más espacio para ponerme delante de él. A continuación me recorrió inexpresivo con la mirada. El hecho de que no me alentara me ponía más ansiosa, lo que suponía que era su intención.

Estaba presionándome de esa manera que él sabía.

Echando los hombros hacia atrás, lo miré a los ojos y me pasé la lengua por el labio inferior. Él entornó los párpados. Metí los pulgares entre la cinturilla elástica de mis shorts deportivos y me los bajé, meneando un poco las caderas para que pareciera un estriptis y no se me notara que me sentía violenta. —Sin bragas —murmuró con la mirada fija en mi sexo—. Eres una niña mala, cielo.

Hice un mohín. —Intento ser buena.

—Ábrete para mí —susurró—. Deja que te vea.

—William...

Esperaba pacientemente y yo sabía que no se le agotaría esa paciencia. Tanto si tardaba cinco minutos como si tardaba cinco horas, me esperaría. Y por eso confiaba en él. Porque nunca era una cuestión de si me sometería, sino de cuándo estuviera preparada para hacerlo, y ésa era una decisión que casi siempre me dejaba a mí.

Me abrí de piernas un poco más e hice un esfuerzo por respirar más despacio. Me llevé las manos al sexo y me separé los labios para mostrar el clítoris al hombre por el que suspiraba. William se enderezó lentamente. —Tienes un coño precioso, Maite.

Contuve el aliento cuando empezó a acercarse. Separó las manos de los muslos, buscando las mías para mantenerme firme. —No te muevas —ordenó.

Entonces me lamió deslizando la lengua sin prisas. —¡Oh, Dios...! —gemí mientras las piernas me temblaban.

—Siéntate —dijo con voz bronca, y se puso de rodillas en el suelo cuando obedecí.

Notaba frío el cristal en mis nalgas desnudas, un acusado contraste con el calor de mi piel. Estiré los brazos hacia atrás y me agarré al borde de la mesa para no perder el equilibrio al tiempo que William me presionaba los muslos con las palmas para abrirme.

Notaba el calor de su aliento en mi carne húmeda, su atención completamente centrada en mi sexo. —Podrías estar más lubricada.

Observé, jadeando, cómo bajaba la cabeza y me rodeaba el clítoris con los labios. El calor era abrasador; el embate de su lengua, irresistible. Grité deseando retorcerme, pero él me sujetaba con fuerza. La cabeza se me caía hacia atrás, me resonaban los oídos con el fluir de la sangre y el gruñido de William. Con el revoloteo de su lengua sobre el apretado manojo de nervios, me llevaba inexorablemente al orgasmo. Notaba cómo se me tensaba el estómago a medida que aumentaba el placer, la suave seda de su pelo rozándome la sensible cara interna de los muslos.

Dejé escapar un gemido. —Voy a correrme —dije con la voz entrecortada—. William... ¡Dios!... Voy a correrme.

Me clavó la lengua. Los codos me flaqueaban, obligándome a relajar la postura. Introducía la lengua en la apretada abertura de mi sexo acariciando los tejidos más sensibles, tentándome con la promesa de la penetración que realmente ansiaba. —Fóllame —supliqué.

Entonces se retiró lamiéndose los labios. —Aquí, no.

Cuando se levantó, protesté con un sonido, tan cerca del orgasmo que podía saborearlo. William me tendió una mano, me ayudó a incorporarme y a ponerme de pie. Como me tambaleaba, me alzó y me cargó sobre su hombro. —¡William!

Enseguida me metió una mano entre las piernas y empezó a masajear mi sexo húmedo e hinchado; me daba igual cómo cargara conmigo con tal de que me llevara a algún lugar donde me poseyera.

Llegamos al pasillo y doblamos la esquina, luego se detuvo demasiado pronto para haber alcanzado su dormitorio. Oí que hacía girar el pomo y a continuación se encendió la luz.

Estábamos en mi dormitorio. Me dejó en el suelo, frente a él. —¿Por qué aquí? —pregunté.

Quizá otros hombres se dirigirían a la cama más cercana, pero William tenía mucho más autodominio. Si me quería en el segundo dormitorio, alguna razón tendría. —Date la vuelta —dijo en voz baja.

Había algo en su tono..., en la forma de mirarme... Miré por encima del hombro. Y entonces vi el columpio.

No era lo que esperaba.

Había visto columpios sexuales en internet cuando William me había hablado de ellos por primera vez. Los que había encontrado eran unas cosas tambaleantes que se colgaban de los marcos de las puertas, otras menos inseguras que se asentaban sobre estructuras de cuatro patas y otras que pendían de una argolla en el techo. Todos ellos consistían en una combinación de cadenas y/o cintas a modo de cabestrillos para distintas partes del cuerpo. Las mujeres que aparecían en las fotos enjaezadas a esos trastos no daban la impresión de estar muy cómodas.

Sinceramente, me parecía imposible superar la incomodidad y el miedo a caerse, por no hablar de alcanzar el orgasmo.

Debería haber imaginado que mi marido tendría otra cosa en mente.

Me di la vuelta y miré de frente el columpio. En algún momento William había vaciado el dormitorio. La cama y los muebles habían desaparecido. El único objeto que había era el columpio, suspendido de una sólida y resistente estructura semejante a una jaula. Una amplia y sólida plataforma servía de anclaje a los laterales de acero y el techo, que soportaban el peso de una silla metálica acolchada y varias cadenas. Había también esposas de cuero rojo para las muñecas en los sitios apropiados.

William me rodeó con sus brazos por detrás, y a continuación deslizó una mano por debajo de la camisa para acariciarme el pecho y la otra entre mis piernas para introducirme dos dedos. Me apartó el pelo con la barbilla y me besó en el cuello. —¿Cómo te sientes al mirar eso?

Me quedé pensándolo. —Intrigada. Me inquieta un poco.

Curvó los labios contra mi piel. —Vamos a ver cómo te sientes una vez estés ahí dentro.

Me recorrió un estremecimiento de expectación e inquietud. Al ver las esposas comprendí que estaría indefensa, que me sería imposible moverme o soltarme. Que me sería imposible ejercer ningún control en absoluto sobre lo que pudiera pasarme. —Quiero hacerlo bien, Maite. No como aquella noche en el ascensor. Quiero que sientas que soy yo quien domina, y que estamos en esto juntos. Apoyé la cabeza en él. De alguna forma, era más difícil darle el consentimiento que quería. La responsabilidad era... menor cuando él se hacía cargo de la situación.

Pero eso era escurrir el bulto. —¿Qué palabra de seguridad quieres utilizar, cielo? —susurró marcándome el cuello con los dientes. Hacía maravillas con las manos, con aquellos dedos que se deslizaban superficialmente dentro de mí.

—Crossfire.

—Tú dices esa palabra y lo paramos todo. Repítela.

—Crossfire.

Me tiró de un pezón con sus hábiles dedos, apretando con la pericia de un experto. —No hay nada que temer. Tú sólo has de recostarte y recibir mi polla.

Voy a conseguir que te corras sin que tengas que hacer nada de nada. Respiré hondo. —Me da la impresión de que siempre es así entre nosotros.

—Prueba de esta manera —me incitó, empezando a quitarme la camiseta—. Si no te gusta, nos vamos a la cama.

Por un momento quise posponerlo, tomarme más tiempo para asimilarlo. Le había prometido lo del columpio, pero él no me apremiaba... —Crossfire —susurró abrazándome por detrás.

No sabía si estaba recordándome la palabra de seguridad o diciéndome que me quería tanto que no había palabras para expresar lo que sentía por mí. Fuera como fuese, el efecto que me produjo fue el mismo. Me sentía segura.

Sentía también su excitación. Se le había acelerado la respiración en el momento en que había visto el columpio. Notaba su erección en mis nalgas dura como el acero, y su piel caliente al contacto con la mía. Su deseo espoleaba el mío y me hacía querer hacer lo que fuera para proporcionarle todo el placer que pudiera soportar.

Si necesitaba algo, yo quería ser la mujer que se lo diera. Él me daba mucho a mí. Me lo daba todo. —De acuerdo —respondí suavemente—. De acuerdo.

Me besó en el hombro, luego se puso a mi lado y me agarró de la mano.

Lo seguí hasta el columpio mirándolo fijamente. El estrecho asiento le quedaba a William a la altura de la cintura, así que tuvo que ponerme frente a sí y alzarme para sentarme en la silla. Al posar mi culo desnudo en el frío cuero, estampó los labios en los míos y me recorrió la boca con la lengua. Me estremecí, no sabía si como consecuencia del frío, de su beso o de la inquietud.

inquietud. William se apartó y me miró de manera penetrante y seductora. Me colocó en posición, sosteniendo las cadenas mientras me reclinaba en el respaldo del asiento, que formaba un ángulo respecto a donde estaba él, lo cual me hacía querer estirar las piernas para buscar el equilibrio. —¿Estás cómoda? —preguntó mirándome fijamente.

Era consciente de que la pregunta incluía algo más que la mera comodidad física. Asentí con la cabeza.

Retrocedió unos pasos sin dejar de mirarme a los ojos en ningún momento. —Voy a sujetarte los tobillos. Dime si notas que algo no está bien.

—De acuerdo —respondí con la voz entrecortada y el pulso acelerado.

Me recorrió una pierna con la mano, en una caricia cálida y provocadora. No pude apartar la mirada mientras me colocaba el cuero carmesí en un tobillo y ajustaba la hebilla metálica. La esposa estaba bien sujeta pero no demasiado apretada.

William se movía con rapidez y seguridad. Unos instantes después, ya tenía suspendida la otra pierna. Me miró. —¿Todo bien de momento?

—No es la primera vez que haces esto, ¿verdad? —inquirí frunciendo el ceño. Su forma de operar no parecía la de un novato.

No respondió. Lo que hizo fue empezar a desnudarse tan lenta y metódicamente como me había atado.

Fascinada, contemplé con avidez cada centímetro de piel que iba dejando al descubierto. Mi marido tenía un cuerpo asombroso. Era esbelto y macizo, y muy viril. Era imposible no excitarse viéndolo desnudo. Deslizó la lengua por su labio inferior en una caricia lenta y erótica. —¿Sigue todo bien, cielo?

William era muy consciente del efecto que me producía su físico, y me ponía aún más la arrogancia con la que utilizaba esa debilidad contra mí. Dios sabía que yo hacía lo mismo con él cuando podía. —¡Joder, estás buenísimo! —exclamé lamiéndome los labios.

Sonrió y vino hacia mí con su polla, gruesa y larga, curvada en dirección al ombligo. —Creo que vas a disfrutar de lo lindo.

No tuve que preguntarle por qué lo decía, ya que era evidente cuando llegó hasta mí y me tomó las manos. Desde la ventajosa posición del asiento del columpio lo veía sin ningún tipo de estorbo. De los muslos para arriba, estaba totalmente al descubierto entre mis piernas abiertas.

Se inclinó para besarme otra vez. Con suavidad. Con dulzura. Gemí ante la inesperada ternura y la voluptuosidad de su sabor.

e soltó una mano, se agarró la polla y la dirigió hacia abajo para acariciar mi sexo. Deslizó el ancho glande por la lubricidad de mi deseo y a continuación empujó suavemente contra mi clítoris expuesto. Me invadió una oleada de placer y me di cuenta de la posición tan vulnerable en la que me encontraba. No podía arquear las caderas, ni apretar la cara interior de los muslos para perseguir esa sensación.

Dejé escapar un débil gemido. Quería más, pero lo único que podía hacer era esperar a que él me lo diera. —Confías en mí —susurró contra mis labios.

No era una pregunta, pero respondí de todos modos: —Sí.

Él asintió. —Agarra las cadenas.

Había ligaduras para las muñecas más arriba. Me pregunté por qué no las usaba, pero confiaba plenamente en que él sabía lo que era mejor. Si creía que estaba preparada era porque me conocía muy bien. En cierto sentido, me conocía mejor que yo misma.

El amor que sentía por él me desbordó el pecho hasta inundarme, ahuyentando cualquier vestigio de temor que me rondara en algún rincón de la mente. Nunca me había sentido tan cerca de él, ni imaginado que fuera posible creer tan plenamente en alguien.

Hice lo que me ordenaba y agarré las cadenas. Él volvió a acercarse; en sus abdominales, el primer rocío de transpiración. Vi cómo le palpitaba el pulso en el cuello, los brazos y el pene. El corazón le latía aceleradamente, como a mí. Tenía el capullo tan húmedo de excitación como mi sexo. El hambre entre nosotros dos era algo vivo en aquella habitación, deslizándose sinuosamente a nuestro alrededor, reduciendo el mundo a tan sólo nosotros dos. —No te sueltes —ordenó, y esperó hasta que asentí con la cabeza antes de proceder.

Agarró una cadena por el lugar donde ésta se unía al asiento. Con la otra mano dirigió la polla a mi coño. Presionó con el grueso capullo, burlonamente, tentándome con la promesa del placer. Jadeaba mientras esperaba a que diera el paso hacia adelante que lo introduciría en mí; me dolía en lo más profundo la necesidad de ser colmada.

En cambio, agarró con ambas manos el asiento de la silla y me montó sobre su polla.

El sonido que salió de mi garganta no era humano, la sensación, salvajemente erótica, de ser penetrada de manera tan profunda era enloquecedora. Se hundió en lo más hondo en un único y fácil deslizamiento, y mi cuerpo fue incapaz de oponer resistencia.

William rugió como si un temblor le atravesara su cuerpo poderoso. —¡Joder! —susurró—. Tienes un coño exquisito.

Hice intención de agarrarlo, pero él empujó el columpio hacia atrás, privándome de su polla dura como el acero. La sensación de ser vaciada me hizo gemir de dolor. —Por favor —supliqué con voz queda.
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Mensaje por tamalevyrroni Miér Nov 11, 2015 12:44 pm

—Te he dicho que no te soltaras —me riñó con un brillo pícaro en los ojos.

—No lo haré —prometí, agarrando las cadenas con tanta fuerza que dolía.

Dobló los brazos al tirar de mí para volver a deslizarme sobre su polla. Me estremecí. La sensación de ingravidez, de entrega total, era indescriptible. —Háblame —pidió—. Dime que te gusta.

—Maldita sea —dije entrecortadamente, notando que el sudor me caía por la nuca—. No pares.

Estaba inmóvil y de repente empecé a balancearme con fluidez; la polla de William entraba y salía de mi sexo con una rapidez pasmosa. Su cuerpo funcionaba como un motor bien engrasado, los brazos, el pecho, los abdominales y los muslos tensos por el esfuerzo en el perfecto manejo del columpio. Ver sus poderosos movimientos, la intensa concentración en procurarnos placer a ambos, sentirlo bombeando tan profunda y rápidamente dentro de mí...

Alcancé el orgasmo con un grito, incapaz de contener el torrente que me invadía. Él no dejó de follarme en ningún momento, gruñendo violentamente, con la cara colorada y traspasada de lujuria. Nunca me había corrido con tanta intensidad, tan deprisa. Durante un interminable momento no pude ver ni respirar, mi cuerpo se sacudía por el placer más furioso que jamás había sentido.

El columpio se ralentizó y luego se detuvo. William avanzó un paso más hacia mí que lo mantuvo clavado en mi interior. Su olor era decadente, primario. Puro pecado y sexo.

Me rodeó la cara con las manos. Con los dedos me retiró unos mechones de pelo de mis húmedas mejillas. Mi sexo se contrajo alrededor del suyo, plenamente consciente de lo duro que aún estaba. —Tú no te has corrido —lo acusé, sintiéndome muy vulnerable después de la locura del orgasmo que acababa de tener.

Entonces se apoderó de mi boca en un beso áspero y exigente. —Voy a sujetarte las muñecas. Luego voy a correrme dentro de ti.

Los pezones se me tensaron en dos puntos dolorosos. —Oh, Dios.

—Confías en mí —repitió examinando mi rostro.

Lo acaricié mientras aún podía, deslizando las manos por su pecho resbaladizo de sudor, notando el desesperado latido de su corazón. —Por encima de todo.

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Mensaje por asturabril Miér Nov 11, 2015 3:58 pm

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